Fuente: diario El País,
30/12/2012
Hace años realicé un reportaje en
una escuela de adultos. En la clase había una veintena de personas mayores, la
mayoría jubiladas o amas de casas que habían logrado arrancarle unas horas al
día para ir a un sitio donde apenas habían estado nunca: la escuela, como les
gustaba decir a ellos. Me acerqué a una de las alumnas y le pregunté por qué
había decidido matricularse en el centro y su respuesta fue inmediata: “Tengo
60 años y nunca he podido firmar con mi nombre ningún documento. Cada vez que
me ponen un papel por delante, alguien me lo tiene que leer y luego me ponen
tinta en el dedo para que firme con la huella dactilar. Todos los documentos
los tengo manchados, de las lágrimas que se me caen de los ojos por no saber
leer ni escribir”.
En este país, con una larga
tradición de pícaros, ha habido mucho aprovechado de la ignorancia ajena. Hasta
no hace mucho tiempo, en las colas para realizar trámites ante cualquier
administración se apostaban algunas personas que, a cambio de una cierta
cantidad de dinero, se ofrecían para rellenar los formularios a aquellos que no
sabían leer ni escribir. Y lo hacían con el beneplácito de los funcionarios,
que cobraban sus salarios de esas mismas personas a las que no ayudaban a
rellenarlos. La historia está llena de espabilados que hicieron grandes
negocios arrancándole el dedo lleno de tinta a una pobre persona en un
documento público. El mundo de los engaños siempre ha estado lleno de letra
pequeña, imagínense hasta donde se pueda llegar defraudando a aquellos que no
saben leer ni la letra grande.
De todas las prácticas vergonzosas
realizadas por la banca en España en los últimos años, posiblemente la venta de
preferentes sea la más asquerosa. Asquerosa es una palabra que se puede
escribir en un periódico sin que parezca ordinario el texto. En su tercera
acepción, es quizás la mejor definición de lo ocurrido. Asqueroso, dice la RAE,
es algo que causa repulsión moral. No creo que exista un calificativo mejor
para censurar una práctica que llevó a las entidades bancarias a vender
productos de alto riesgo y que exigían un gran conocimiento financiero a
personas que estamparon su firma con una huella dactilar porque no sabían ni
leer ni escribir.
La política comercial de los
bancos y las cajas de ahorro para extender al máximo posible la venta de
productos de alto riesgo entre pequeños ahorradores sin conocimiento alguno de
los mercados financieros quedará en los anales de la historia como uno de los
fraudes consentidos más vergonzosos de la historia crediticia de España. El
engaño fue gestionado abusando de la confianza de los clientes en su caja de
toda la vida y partió de la avaricia de unas entidades que intentaban maquillar
sus cuentas de resultados con consecuencias dramáticas para los ahorradores.
Las preferentes firmadas con el dedo engordaron las indemnizaciones millonarias
de los consejeros de las entidades que han tenido que ser salvadas luego con
ayudas públicas.
En todo resumen del año 2012
debería figurar el engaño masivo de las preferentes en letras mayúsculas. Justo
al lado de los desahucios, la otra gran respuesta de las entidades bancarias a
la crisis económica que ellos mismos provocaron y que tanto dinero público está
consumiendo. Antes de que se pudiera secuenciar el ADN, el estudio de la huella
dactilar era el procedimiento más fiable para certificar la identidad de una
persona. La señal que deja un dedo al presionar o al posarlo sobre un objeto o
un individuo ha servido durante toda la historia reciente para resolver los
crímenes más increíbles.
La huella digital en un documento
bancario es el signo inequívoco de que el firmante es una persona que no sabe
leer ni escribir. Cualquier engaño en ese folio es también un increíble crimen
a la decencia, a la honestidad y a unos mínimos valores. Por eso, la mayoría de
los contratos de las preferentes están manchados, de las mismas lágrimas que se
le caían de los ojos a esa señora que con 60 años iba a la escuela para poder
garabatear su nombre.
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