Por Concepción Fernández
Villanueva
Diario Público.es,
30/08/2013.
Actualmente se repite como un
mantra la desconfianza del pueblo ante los políticos No sólo lo repite la gente
de la calle; las encuestas y todos los documentos científicos serios revelan
una enorme desconfianza en los partidos. Se ha convertido en políticamente
correcto culpar y castigar a los políticos. Incluso los niños y niñas españoles
de 4 a 16 años ya manifiestan que han interiorizado este mito: 17,3% de
ellos castigan a la clase política al considerarla responsable de la crisis y
la profesión de político se sitúa en el ranking de las menos deseadas por los
pequeños, elegida sólo por el 4,4% (estudio de la Fundación Adecco “¿Qué
quieres ser de mayor?” 2013). En este clima de desconfianza, tan extendido,
resulta difícil de sostener que no todos los políticos ni todos los partidos
son iguales, sin ser acusado de ingenuo o de corrupto. Según los resultados del
estudio mencionado nos lo dirían hasta nuestros hijos.
No obstante, los efectos de esta creencia,
falsa pero interesada, van más allá de los apoyos explícitos a los partidos y
más allá de la abstención en las elecciones.
Un primer efecto no despreciable
de este mito es que ha servido como un mecanismo de desvío de otras
culpabilidades. Por ejemplo, ¿en qué medida esta irracional proyección
de culpa generalizada sobre los políticos les ha servido a los bancos y las
instituciones financieras para esquivar una responsabilidad mucho más dolosa
que la de los políticos en el desencadenamiento de la actual crisis y en el
modo como va no-evolucionando? ¿Por qué no aparece la culpabilización de los
bancos o de las grandes empresas en el citado estudio sobre las actitudes de
los niños? ¿No resulta un poco llamativo, después de haberse presentado en
televisión tanta información sobre desahucios de pisos propiedad de bancos y
sobre los sueldazos que tienen los directivos de ambas instituciones? Con un
poco de objetividad adulta podemos añadir lo que falta en el discurso de
los niños: algunos políticos actúan deshonestamente para conseguir beneficios,
es cierto, pero la consecución de beneficios de los sistemas bancarios y de sus
dirigentes son escandalosamente inmorales, siendo a la vez legales. Cuando
evaluamos la crueldad e implacabilidad de las decisiones de unos y otros,
permítanme decir que gana, con mucho, la crueldad y desconsideración de los
bancos y de algunas grandes empresas. Afirmo esto aún a sabiendas de que
tenemos en este momento el Gobierno más cruel y despiadado de toda la
democracia.
Un segundo efecto es que este mantra
mueve los pilares de la seguridad y de la relación social de los ciudadanos. Se
nos plantea en qué personas o instituciones podemos confiar. Si confiamos sólo
en nosotros mismos y en nuestros entornos grupales más próximos, nos quedamos
inermes y desprotegidos frente a los verdaderos poderes que deciden sobre
nuestras vidas. Si confiamos en líderes individuales honestos pero populistas,
podemos tener la consecuencia de la desarticulación social, el ilusionismo
ineficaz e incluso, el fraude.
Lo más dañino para los ciudadanos
y, paralelamente, lo más beneficioso para quien ostenta los poderes (públicos,
empresariales y bancarios) es que los individuos confiemos sólo en nosotros
mismos.
Parece un simple refugio
psicológico, una consecuencia de las actuales circunstancias, fácil de
entender. Pero es más mucho más que eso. Es una nueva y perniciosa forma de
individualismo social, que está tan extendida y capilarizada como oculta bajo
presupuestos psicológicos o de salud y bienestar social. Vemos circular engañosos
y demagógicos discursos que proliferan desde los foros políticos a la
seudopsicología, pasando por los comunicadores sociales, que pregonan que hay
que buscarse la vida por uno mismo, que hay que ser positivos, que la solución
reside dentro de cada uno. Discursos que, junto a los ejemplos a menudo
engañosos del éxito conseguido por algunos cracks, lo que están diciendo
en realidad es “búscate la vida por tu cuenta”, “sé más listo que los demás y
si no lo eres, tuya es la culpa”. Algunos de estos predicadores de la
positividad confunden la vida laboral con un concurso tipo reality, un
concurso tipo “tú sí que vales”. La confusión entre lo que ocurre en un
espectáculo televisivo y la realidad es tan fácil que hasta presentadores de realities
promocionan y venden libros que ofrecen las claves del éxito de un buscador de
empleo.
Ese discurso individualista en
realidad está invitando a la gente a ser muy astuta, muy insolidaria y siempre,
más lista que los demás. En algunos momentos, promociona la pillería, el
pequeño truco que se ofrece al otro porque el que lo ofrece es más listo y
consigue influir a los demás sin que el destinatario tenga conciencia de ello.
Una influencia interpersonal que raya en lo ilegítimo. Pero que es totalmente
ineficaz para la mayor parte de los trabajos. ¿Os imagináis cuál sería la
aplicación de esta técnica para buscar trabajo como educador o como enfermera o
como policía, funcionario, médico, montador de piezas de coche o como cajero en
un supermercado?
Más allá de la ineficacia, este
individualismo astuto e insolidario, vendido con el señuelo del éxito y la
posibilidad de glamour de cualquier persona, lo que en realidad está
consiguiendo es culpabilizar. Culpabilizar a muchísimos individuos de
cuestiones de las que nunca deben sentirse culpables. Este discurso se
complementa lógicamente muy bien con el que justifica los privilegios de las
clases poderosas y dominantes y se mantiene impasible ante la situación
deplorable de las clases más desprotegidas: “si todos tenemos lo que nos merecemos,
los que tienen mucho más es porque lo han merecido”. Hemos oído a víctimas de
la crisis hacer suya la afirmación de que “hemos vivido por encima de nuestras
posibilidades”, personas que simplemente desearon o intentaron comprar un bien,
una casa o un producto de consumo, como nos inducían los diversos reclamos y
posibilidades sociales percibidas. ¡Consiguen hacernos sentir culpables! Pero
lo más frecuente es que nos culpen. Algunos políticos o comunicadores se
permiten impunemente afirmar que “los casos puntuales” de desnutrición en
nuestro país son “una responsabilidad que corresponde a los padres” (Rafael
Hernando) o comentar con rabia “que se jodan” los parados o los que se
encuentran contra su voluntad implicados en un conflicto violento, como el de
Egipto (Andrea Fabra y Marhuenda, respectivamente).
Ese discurso individualista y
culpabilizador, además, desvía el esfuerzo dedicado a cambiar las condiciones
sociales y lo sustituye por la atención a las “astucias” individuales. Manejar
muy bien las estrategias de empleabilidad, (formarse para lo que exige el
mercado, presentarse como exige el empleador, adecuarse a las exigencias
laborales antes que a los derechos y, además, llamar la atención, ser original
y simpático). Y como efecto derivado, no dedicar parte de su tiempo y de su
esfuerzo a cambiar las condiciones sociales que explican y hacen posible la
situación actual de los trabajadores. Y tampoco exigir nada de quienes son
responsables de crear empleo ni modificar las condiciones y derechos en el
mismo. Esa es la verdadera dimensión y el principal efecto de la ideología del
individualismo ayudada por un cómplice psicológico que es la seudopsicología de
la positividad: “Todos debemos estar bien, ser positivos y mantener la
autoestima sean cuales sean las condiciones que nos afecten”.
No estoy criticando el trabajo
psicológico que se pueda hacer con las personas con problemas para intentar que
en una situación cualquiera, por muy terrible que sea, tome el aspecto más
positivo y eficaz para ella en el futuro. Critico los efectos políticos
perniciosos de esta actitud irreflexiva y compulsiva de positividad, de
exigencia de control de la situación por el individuo en cualquier
circunstancia. Es la coartada perfecta para que los poderes públicos justifiquen
no hacer nada para reducir el malestar, que no es individual, sino social. En
vez de exigir la positividad hay que atender a los muy demostrados efectos del
desempleo en el bienestar psicológico de las personas. La situación social
difícil enferma, crea enfermedad y síntomas. No lo olvidemos nunca.
Así que no nos engañemos. La
ideología del individualismo y su cómplice psicológica, la “positividad a toda
costa”, son mecanismos útiles para mantener en su sitio a quienes están en
peores condiciones. O en todo caso para que la mejoría se haga a base de un
esfuerzo añadido por las personas que lo sufren y nunca a base de apelar a los
que tienen más recursos, poder y capacidad para cambiar la situación.
Y, volviendo al principio, por
muy popularizado que esté el mito de que “todos los políticos (y todos los
partidos) son iguales”, es obvio que no lo son. Lo que han hecho unos lo
desmontan otros y, en menos de dos años, el partido que gobierna actualmente
nos conduce décadas atrás en derechos y bienestar social. Pero si no confiamos
en políticos, grupos, movimientos sociales, sindicatos, y trabajamos con ellos,
lo único que nos queda es adecuarnos a las estrategias de quienes deciden las
reglas del juego social y tienen el poder de imponérselas a los demás. Y
además, los que nos aconsejan individualizar nuestra situación no lo creen ni
lo aplican en sus propios comportamientos. Establecen lobbies bien
fuertes para blindar su poder, aunque pregonen la bondad y la capacidad de los
individuos aislados.
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