Por Alejandro
Represa Martín
El diario.es,
27/02/2015.
En estos últimos tiempos, los
españoles sentimos una gran preocupación por los altos niveles de corrupción
que existen en nuestro país. Y no es para menos.
Ya hace varios años que se está
tratando de desenmascarar un famoso caso manejado por unos siniestros
personajes con motes muy acordes a su condición: “el bigotes”, “el
albondiguilla”..., los cuales lucieron palmito por El Escorial en una
empingorotada boda de la época, a decir de algunos, como mérito por sus
generosas aportaciones. En otra ocasión nos sorprendió el caso de alguien al
que pillaron una vieja herencia paterna en un paraíso fiscal de la que ya ni se
acordaba, o que al pasar tanto tiempo se olvidó de regularizar (¡claro, con
tantas obligaciones!). Igualmente, se han descubierto unas tarjetas de color
negro que utilizaban ciertos individuos para viajar en metro, comprarse ropa
interior, y hasta algún vehículo de lujo, según parece, en compensación por el
tremendo canon de servidumbre que imponía su cargo. Y no digamos de esos otros
geniecillos que al conocer la existencia de unos importantes fondos, destinados
a formar a los que sufren el drama del desempleo, lo utilizaron en montarse
ellos un discreto “capitalito”… ya se sabe, por si acaso.
Este breve relato, que si no
fuera por la gravedad de lo que representa serviría para iniciar un sainete, en
realidad no es un cuento jocoso; ojalá lo fuera. Tristemente, nos encontramos
en un momento en que supondría una falta de respeto y de responsabilidad social
tomarse semejantes comportamientos a broma, sabiendo el drama que vive tanta
gente cada día. Máxime cuando nos hemos enterado recientemente, según informe
de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social (EAPN), en
su informe sobre El Estado de la Pobreza en España, de que casi el 28% de la
población española (12,8 millones de personas) se encuentra en riesgo de
pobreza o exclusión.
A este respecto, el Foro de Davos
se preguntaba el pasado mes de enero cómo lograr un mejor equilibrio entre el
crecimiento económico y un reparto más equitativo de la riqueza. Intermon Oxfam
nos informaba de que en el mundo las desigualdades llegan a situaciones
extremas, y en España particularmente el 1% de la población más acaudalada
acumula una riqueza igual a la del 70% de los situados más abajo. Lo peor de
esto es que, a mi juicio, resulta misión del todo imposible lograr que esas
diferencias puedan reducirse en un plazo de tiempo razonable, dada la estructura
que impera en nuestro actual sistema económico mundial.
No hay duda de que, en este mundo
capitalista neoliberal al que todos los dirigentes políticos del mundo
desarrollado terminan por abrazar, la acumulación es la que fija las
desigualdades en el siglo XXI, debido en gran medida a que los magnates del
capital financiero ocupan paralelamente los puestos decisorios en las grandes
industrias por lo que, en su condición de monopolios, controlan el poder
económico. Y de esta forma, el dominio de la oligarquía económico-financiera en
la vida moderna se hermana y perfecciona con su dominio en la política. Las
pruebas de todo ello las encontramos en múltiples manifestaciones de esta
estructura social dominante, viendo con frecuencia los procesos de absorción de
las pequeñas entidades financieras por parte de las grandes, que luego forman
los poderosos “consorcios bancarios”, manera eufemística de denominar a las
uniones monopolistas financieras.
De ahí que los oligarcas, al
poseer grandes propiedades y cantidades de dinero absolutamente
desproporcionadas, gocen de un relevante ascendiente en la dirección de las
organizaciones políticas, pudiendo vulnerar la ley con menos dificultades que
cualquier otro ciudadano, ya que, ellos, convencidos de su poder, apenas temen
a nadie.
Tras la liberalización del
mercado (según ley 54/1997), las grandes compañías eléctricas como Endesa,
Iberdrola, Unión Fenosa... agrupadas en la patronal Unesa, empezaron a dominar
la oferta y a actuar como un oligopolio que fija realmente los precios,
saltándose (igual que las petroleras) la competencia entre ellas y las leyes
antimonopolio. A pesar de tener ciertos controles por parte del Estado que a
veces no pueden sortear (como el caso de las recientes sanciones impuestas
por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, CNMC, a las
petroleras Repsol, Cepsa y BP Oil España), siguen imponiendo su ley en el
mercado porque los beneficios oligopolistas compensan con creces esas multas.
Y con todo esto, a diario vemos
(con cierta indiferencia, por creer que nosotros nada podemos hacer para
evitarlo) cómo continúan los bancos expulsando de sus casas a familias enteras
que se han quedado sin trabajo y no pueden pagar la hipoteca que suscribieron
cuando disponían de un salario; o cómo otros ciudadanos no pueden calmar el
frío en sus hogares porque esas grandes compañías eléctricas y petroleras, con
beneficios multimillonarios, les cortan la luz y el suministro del carburante
que precisan para su calefacción, debido a impagos motivados por la misma causa
(la pérdida del empleo). Ningún gobierno se ha comprometido en hacer algo por
evitar los desahucios, ni por intentar poner remedio en calmar el frío de
quienes lo sufren cada invierno. Sin duda, el gran mal que asola este mundo es
la forma en la que excluimos a millones de personas de la oportunidad de
trabajar.
Observando el actual panorama
español (similar al del resto de occidente), vemos como las oligarquías dominan
bochornosamente a la clase política, por lo que urge que la ciudadanía se
comprometa de una vez por todas y decida buscar la alternativa adecuada que
remedie semejante situación, antes de que adquiera consecuencias indeseadas. Y
no, en mi opinión, patrocinando una economía centralizada de naturaleza
colectivista, pero sí introduciendo los mecanismos precisos que garanticen en
la libre empresa el cumplimiento de las normativas que impidan actuaciones como
las aquí descritas; y a la vez, que articule una clase política independiente
del poder económico, capaz de acabar con las cada vez más angustiosas
desigualdades.
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