Por Antón Losada
El diario.es, 07/03/2015.
Nunca permitas que la realidad te estropee un buen titular. Es
la regla de oro de la política moderna. Los líderes y gobernantes sólo comparecen
para dar buenas noticias a través de los medios de comunicación de masas. Las
malas noticias llegan boca a boca, cuando te suceden a ti y ya no queda tiempo
para reaccionar.
La gran mayoría de los españoles
han descubierto qué significaban realmente la reforma laboral, el programa de
estabilidad presupuestaria o la reforma de las pensiones cuando han ido a
buscar un empleo, o han cobrado su primera nómina del año, o les han ingresado
la pensión, o cuando han ido al médico porque les dolía algo, o han acudido a
la farmacia para comprar los medicamentos que les acababan de recetar, o al
principio del curso cuando han ido a buscar los libros de los niños. El
gobierno y la mayor parte de los medios les habían contado otra historia, una
más confortable y tranquilizadora donde los recortes y los sacrificios recaían
siempre sobre los demás, sobre quienes realmente se los merecían; porque todo
el mundo sabe que tú no te los mereces.
En Piratas de lo público
identificaba cómo el neoliberalismo corsario había suministrado cobertura moral
e intelectual al asalto contra el Estado del Bienestar mediante su discurso
donde todo lo público se acaba volviendo perverso para la libertad individual,
peligroso para la democracia e inútil para resolver los problemas sociales.
Desde el inicio de esta crisis ese mismo neoliberalismo se ha acreditado
también como un corsario de la verdad, en cada ocasión más voraz e impúdico.
Una vez más la lógica
reaccionaria se ha convertido en su principal arma. Pensar diferente resulta
perverso, peligroso e inútil. Vivimos en la edad de oro del pensamiento
patrocinado. El dinero ya sólo compra fuerza para mantener el poder en los
países pobres. En los países ricos patrocina ideas. Al parecer sólo existe una
verdad respecto a cuánto ha sucedido durante estos últimos años de crisis y
devastación: la verdad patrocinada. Todo lo demás es populismo o demagogia. Los
relatos alternativos con ricos y pobres, ganadores y perdedores, o las opciones
políticas que construyan sus programas sobre esos relatos son sistemáticamente
presentados como perversos para la libertad individual, peligrosos para la
democracia e inútiles para resolver los problemas económicos.
Este libro piensa diferente,
quedáis avisados. Por tanto es perverso, peligroso e inútil. En esta historia
encontrarán ricos y pobres, ganadores y perdedores, favorecidos y
desfavorecidos. En este relato, ni la crisis presupone una desgracia
inevitable, ni las cosas suceden porque sí y porque no quedaba otro remedio. En
este relato, las cosas suceden porque alguien sale ganando, siempre queda otro
remedio y siempre existen opciones alternativas y diferentes a las políticas de
sufrimiento masivo que nos presentan como las únicas posibles. En este libro se
busca explicar por qué los ricos, aquellos que tenemos acceso a las mejores
oportunidades para progresar y acumular riqueza, vamos ganando al aprovechar la
crisis para imponer políticas que nos aseguren aún más esas oportunidades y
continuar acumulando más riqueza.
Pero a lo largo de las páginas
que siguen también se intenta explicar cómo no tiene por qué ser así, ni
constituye la única opción disponible. Las autoridades competentes y el
pensamiento patrocinado os advertirían de que el consumo de este libro
perjudica gravemente vuestra salud y la de quienes se hallan a vuestro
alrededor. A lo mejor tienen razón. Leed con cuidado y desconfiad de cuanto
leáis.
La tesis central que pretende
demostrar este texto resulta clara y sencilla de entender. Los ricos hemos
sabido convertir la crisis en una oportunidad política y económica para
subvertir el modelo de las sociedades del bienestar que había logrado cierto
grado de hegemonía en Occidente, aunque fuera mediante formas y regímenes
diversos. Hasta ahora los ricos, las élites económicas y financieras, los
grandes patrimonios y las grandes corporaciones no habíamos tenido más opción
que aceptar el ideal del bienestar como una responsabilidad pública por causa
del avance de la democracia dentro de las fronteras del Estado-nación, la
expansión y profesionalización del propio Estado del Bienestar y la mayor
capacidad de organización y movilización por parte de otros intereses y fuerzas
sociales.
Pero la llamada crisis nos ha
permitido decir: ¡Basta! y promover un verdadero proceso de «subversión
antidemocrática y clandestina» contra la idea y el modelo del Estado social o
del Bienestar democrático y de derecho. Un proceso de subversión
antidemocrática y clandestina financiado gracias a la movilización masiva de
los recursos económicos de las élites económicas y financieras y a la porosidad
económica de las fronteras estatales. Un proceso de subversión antidemocrática
y clandestina que desarrolla estrategias de acoso y derribo sistemático contra
los proyectos supraestatales como la Unión Europea (UE), o contra los gobiernos
y Estados que pudieran tratar de desarrollar políticas económicas alternativas
a aquellas que aseguran los procesos de acumulación de la riqueza. Un proceso
de subversión antidemocrática y clandestina facilitado y promovido por el
acceso y la influencia de los ricos y las élites ante los decisores públicos y
la capacidad de su pensamiento patrocinado para construir y difundir
masivamente un poderoso relato donde lo público siempre se declara culpable y
la austeridad se ofrece como el único camino posible.
«La gran crisis de 1914-1945 con
la destrucción de capital por la inflación, las dos guerras mundiales y la Gran
Depresión, su mado a cambios institucionales, como la creación del Estado del
Bienestar, revirtieron un poco el proceso de creciente desigualdad que veíamos
desde la revolución industrial» (Thomas Piketty, bbv.co.uk 7/3/14). Por la vía
de los hechos y las políticas impuestas desde la aparente neutralidad de una
supuesta «gobernanza tecnocrática mundial» instituida por medio de organismos
como el FMI o la OCDE, hurtando o evitando el debate político y la decisión
democrática, los ricos pretendemos revertir lo más rápidamente posible estas
cinco décadas de modesto crecimiento de la igualdad y la redistribución de la
riqueza. Una progresión de la igualdad que se explica principalmente por la
expansión de la idea de un Estado del Bienestar que asumía un papel de actor
principal en el funcionamiento de la economía y la creación de riqueza,
promovía el pleno empleo y la redistribución de la riqueza y las oportunidades,
consideraba una responsabilidad colectiva la provisión universal de bienes
públicos mediante servicios públicos y facilitaba la autonomía del individuo
para tomar sus decisiones y ejercer sus derechos gracias a su propia condición
de ciudadano. No es economía, es ideología. Los ricos necesitamos cambiar el
modelo económico y social porque es precisamente el modelo de la sociedad del
bienestar el principal factor que explica las modestas tendencias de reversión
de la desigualdad y redistribución de la riqueza.
Los ricos rechazamos ese modelo
porque estorba la creación y acumulación de la riqueza y resulta contrario a
nuestros intereses. No estamos dispuestos a seguir sufragándolo y queremos
cambiarlo. Pero hemos aprendido la lección luego de setenta años de democracia
en muchos países tras la segunda guerra mundial, incluso hemos aprendido la
lección tras apenas cuarenta años de democracia en España. No estamos
dispuestos a asumir el coste político de plantearlo abiertamente, como una
elección política que deba tomar el conjunto de la sociedad a través de sus
instituciones democráticas. Saldría demasiado caro y además podríamos perder.
Ha resultado mucho más barato y eficiente transformar la crisis de un modelo
económico de crecimiento insostenible y apropiación ilimitada de
superbeneficios en una crisis política e institucional. Lo que era y continúa
siendo una elección política y colectiva que en democracia deberían tomar todos
los ciudadanos: en qué modelo de sociedad queremos vivir, se ha transformado en
una elección económica que sólo quienes sabemos qué está pasando, quienes
entendemos qué puede pasar, quienes tenemos y somos propietarios deberíamos
adoptar; una decisión compleja y delicada que sólo los ricos vamos a tomar.
El futuro ahora nos pertenece, es
sólo nuestro. Detrás de la lógica política que ha sostenido y argumentado las
intervenciones de países y empresas, la irrupción de gobiernos tecnocráticos o
la ruptura flagrante de promesas y compromisos electorales se percibe con
claridad una idea madre de todas las austeridades: sólo quienes nos jugamos
realmente algo tenemos derecho efectivo a decidir. La gran mayoría no es
propietaria, no se juega gran cosa y desde luego no se juega lo que arriesgamos
nosotros. Tal y como lo vemos los ricos, no resulta justo que decida, ni que
sus decisiones deben resultar o entenderse como vinculantes. Existe un bien
superior que hay que proteger antes que la democracia: los derechos de los
propietarios, de los nuevos señores enriquecidos y empoderados aún más con la
crisis.
Los ricos vamos ganando porque
hemos logrado subvertir la legitimidad democrática que percibíamos como una
amenaza para nosotros y nuestros patrimonios. Hemos ganado la batalla política
de las ideas sin apenas haber necesitado librarla. Lo más legítimo hoy ya no
reside en aquello decidido de manera más democrática por la mayoría. La
democracia representativa ha comenzado a degenerar de manera acelerada en un
nuevo régimen; la austerocracia. Ahora entre nosotros rige con mano de hierro
otra legitimidad más acorde con nuestros intereses como propietarios: la
legitimidad austerocrática, lo más legítimo ahora siempre es lo más barato,
aquello que menos pueda amenazar nuestra riqueza y nuestra propiedad.
En el éxito de este proceso de
cambio de legitimidad ha resultado clave el papel jugado por la propagación
masiva del discurso de la antipolítica como argumento principal. El pensamiento
patrocinado ha dedicado mucho tiempo y esfuerzo a publicitar con indudable
éxito que la corrupción va indisolublemente unida a la política. Los numerosos
pero particulares casos de corrupción han sido amplificados y redifundidos de
manera selectiva hasta convertirlos en una causa general contra la política.
Los propios partidos han contribuido a alimentar esta percepción, tanto al
tolerar los casos de corrupción, como al recurrir a la táctica de extender la
sospecha sobre el conjunto del sistema político para difuminar sus escándalos
particulares. En todos los casos se repite convenientemente un mismo relato
donde el corruptor parece no existir. No hay empresas ni empresarios que se
benefician y obtienen lucrativos contratos y si los hay, jamás conocemos sus
nombres, ni los vemos condenados por la Justicia. La corrupción siempre empieza
y acaba en la política. Dado que en el discurso de la antipolítica todos los
políticos son iguales, todos los políticos han de ser corruptos o acabarán
siéndolo. El corolario final del argumento resulta obvio: dado que lo público
se construye desde la política, lo público también acaba generando
inevitablemente corrupción. Lo público ya no es lo mejor para la democracia.
Ahora lo privado se ha convertido en lo mejor para la democracia.
Al tiempo de los ciudadanos,
reconocidos y tratados como sujetos de derechos y obligaciones por un Estado
comprometido en algún grado con el desarrollo de su autonomía, le sucede ahora
este nuevo tiempo de los ciudadanos asimilados a los antiguos vasallos porque
sus derechos dependen cada vez más críticamente de la discreción y la voluntad de
los propietarios, de los señores. Los derechos de los ciudadanos han dejado de
ser promovidos por un Estado cada vez más inerme y debilitado por el estigma de
la corrupción y cuya función primordial se ha vuelto, cada vez en mayor medida,
garantizar los derechos de los propietarios.
Casi todas las generaciones han
de afrontar, antes o después, el hecho de que su mundo ha cambiado y todas las
incertidumbres y angustias que eso genera. Desde una visión lineal de la
historia, unos lo hacen sintiéndolo como un shock de futuro que viene a
confirmar que el mundo camina indefectiblemente hacia su ruidosa desaparición,
otros lo interpretan como un síntoma del progreso de la humanidad siempre
avanzando hacia algo mejor.
Desde una visión más circular de
la historia, muchos prefieren entenderlo como otro giro en una sucesión de
civilizaciones donde la humanidad vive, no repite, nuevas versiones de viejas
etapas y modelos. En esa óptica circular de la historia, el análisis de la
evolución de las sociedades capitalistas modernas hacia una orientación
neomedieval forma parte relevante del pensamiento contemporáneo desde hace
décadas. Ya en los años treinta Nikolái Berdiáyev defendió la idea de la
creciente medievalización de una sociedad asolada por el fascismo y al borde de
la segunda guerra mundial. Durante la década de los setenta el geógrafo
Giuseppe Sacco, el historiador Furio Colombo, el lingüista Umberto Eco y el
sociólogo Roberto Vacca, lanzan su ya clásica denominación de «La nueva Edad
Media» para bautizar el mundo que empezaba a emerger tras la crisis del
petróleo y el arranque de la globalización. Durante los años noventa el
pensador francés Alain Minc (1994), tomando como referencia los brutales
conflictos bélicos y étnicos desatados en los Balcanes, teorizó el carácter
neomedieval de un mundo en plena globalización, destacando los paralelismos que
registraba entre el actual y el anterior período medieval, vivido por Europa
tras la caída de Roma.
La tesis neomedievalista ha
identificado diversas equivalencias entre la edad medieval y esta «nueva Edad
Media» llena de paralelismos pero no igual. Se suelen destacar la carencia o
difuminación de un centro de poder jerárquico definido y las crecientes
dificultades de comunicación en un mundo que se fracciona y aísla a causa del
exceso de información. También se ha resaltado la inseguridad y la
provisionalidad rampantes que se registran respecto a los modos de vida y
producción, la vietnamización (Colombo, 1973) de las ciudades y la emergencia
continua de nuevos espacios grises o «feudos» donde el Estado y la ley se
retiran y gobierna la voluntad de los señores de la guerra, las mafias o las
bandas organizadas. Otro paralelismo destacado con frecuencia se refiere al
tipo de pensamiento dominante, marcado por una asfixiante especialización
tecnológica, la obsolescencia programada de las tecnologías y el vigente y
dogmático formalismo intelectual centrado en la recopilación y el inventario
del conocimiento y el renacimiento del pensamiento mágico y las religiones.
Las tesis neomedievalistas han
reflexionado hasta ahora de manera prioritaria desde una perspectiva
marcadamente sociológica. Han pivotado en torno a la identificación de los
paralelismos respecto al medievo en cuanto a las políticas tecnológicas y de seguridad,
urbanismo y territorio, ecología o cultura. Su atención respecto a las
equivalencias en cuanto a la consideración de la propiedad y las diferencias
entre propietarios y no propietarios, los modos de producción o las relaciones
económicas ha resultado más bien secundaria, al igual que los enfoques más
económicos o politológicos. Pero paradójicamente ha sido precisamente en esas
políticas y en esos ámbitos donde la crisis y las políticas de gestión de la
misma, basadas en la austeridad y el recorte de todo lo público, más parecen
haber acelerado la recuperación, reconstrucción o renovación de modelos de
organización social y económica de inspiración neofeudalista.
La mayoría de los ciudadanos aún
se comporta y vive convencido de habitar en el marco del modelo de una sociedad
del bienestar. Se asume que la crisis y las dificultades económicas han
obligado a implementar recortes y a hacer ajustes, pero la mayoría se mantiene
convencida de que se trata de turbulencias pasajeras, que cuando la economía se
recupere y vuelva el crecimiento económico retornará, de una manera u otra,
algo parecido al Estado del Bienestar. Sin embargo, los recortes y cambios que
los ciudadanos han aceptado en el funcionamiento de la economía o la política
se asumen como permanentes, incluso necesarios y deseables. La tecnocracia
parece haber vencido definitivamente a la política y el poder se vuelve cada
vez más disperso, opaco y oscuro. El clientelismo y el patronazgo renacen como
maneras emergentes de participar en política. Los partidos políticos agonizan
en manos de no se sabe qué modelos emergentes de acción y organización
política, la mayoría inspirados por el individualismo exacerbado y el liderazgo
místico. Lo público es colonizado y repoblado por lo privado. Casi nadie echa
de menos al Estado en los mercados o a los sindicatos en el mercado laboral.
Parece como si los mismos ciudadanos que esperan volver a las políticas del
bienestar no quisieran en modo alguno regresar a la política ni a la economía
que las hicieron posibles.
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