Por Aristóbulo de
Juan
El País, 19/01/2018.
Se ha celebrado recientemente en Fráncfort la Segunda
Conferencia Anual de la “Junta Europea de Riesgo Sistémico” (ESRB), presidida
por Mario Draghi, en la que he tenido ocasión de presentar una ponencia. Uno de
los temas tratados, a bombo y platillo, ha sido cómo abordar el serio problema
de los activos improductivos en la banca europea, que se elevan todavía a cerca
de un billón de euros. Resumiré aquí una parte de su contenido y añadiré algo
de pimienta al final.
Realmente, el hecho de que se aborde ahora este importante
tema en Europa, con ímpetu renovado y al más alto nivel, es una buena noticia.
Pero es también una mala noticia. Porque, después de diez
años de crisis y de “ardor regulatorio”, los activos improductivos mantenidos
en los balances de numerosos bancos europeos siguen suponiendo un fuerte
problema para la estabilidad financiera. Pero la noticia es aún peor, porque
-paradójicamente - el conjunto del sistema, sin objeción de los diferentes
supervisores, declara niveles de solvencia altamente satisfactorios. No lo
entiendo. Algo falla.
Recordemos que los activos improductivos contabilizados
incluyen no sólo los créditos morosos, sino también los bienes adjudicados por
impago de deudas.
De hecho, también son improductivos los abundantes activos
dañados que no están contabilizados como tales, con frecuencia refinanciados.
Como lo son también los fondos de comercio y los activos fiscales diferidos.
Y ¿por qué se mantienen en los balances los activos dañados
susceptibles de liquidación? Probablemente, porque no están bien provisionados
y su liquidación materializaría pérdidas no declaradas.
Y ¿por qué no están bien provisionados? Por una o varias
causas: por la opacidad de algunos gestores y algunos auditores, porque la
regulación es laxa y porque la supervisión es ineficaz. Sin olvidar, como
trasfondo, que reconocer menos resultados o incluso arrojar pérdidas afecta a
los dividendos, a los bonuses e incluso a la permanencia de los directivos en
sus cargos.
El problema es serio. No sólo por su pecado de origen y su
impacto de presente, sino porque sigue afectando continuadamente a la futura
salud de los bancos. En efecto, los activos improductivos, como su mismo nombre
indica, no producen. Pero los pasivos que los soportan sí que originan un coste
y una salida de flujos de caja. Día tras día.
En este contexto, se tiene la impresión de que gobiernos y
reguladores pueden estar sacrificando la transparencia, para mantener la
tranquilidad del mercado, sin alterar una supuesta estabilidad del sistema
financiero y de la economía. A veces, se dice incluso que hemos alcanzado una
“beautiful normality”. Cuando la realidad de la situación no es ni “beautiful”
ni “normal”.
De hecho, la supuesta estabilidad actual es muy vulnerable.
Veamos. Las autoridades monetarias estimulan una situación de exceso de liquidez
que emborrona el sentido del riesgo. Además, con ello se encarece
artificialmente el precio de los activos y se generan burbujas, como puede ser
la de la renta fija. Por otra parte, la desregulación que se anuncia en Estados
Unidos podrá arrastrar a Europa en el mismo sentido, por razones de
competencia. ¿No nos recuerda ésto a 2007? Por añadidura, como ya he dicho, el
sistema mantiene ahora en sus balances un fuerte volumen de activos
improductivos mal provisionados, que castigan la rentabilidad. Todo ello, en un
contexto de bajos tipos de interés, que también dañan seriamente la
rentabilidad. Obvio es decir que, además, el mundo sufre una inestabilidad
geopolítica en frentes estratégicos clave, internacionales y nacionales.
Por todo ello, retrasar indefinidamente la transparencia por
miedo a sus posibles consecuencias es muy arriesgado, porque puede acarrear
peores consecuencias. E incluso propiciar una nueva crisis.
Por lo tanto, se impone una supervisión realista y no
meramente formal o de procedimientos o conductas. Una supervisión que aplique
el rigor en la valoración de activos y, por tanto, en sus exigencias de
cobertura, que son las claves de una verdadera supervisión. ¿Cómo? Detectando
las pérdidas esperadas mediante el ajuste del valor de los créditos a la
capacidad de pago del deudor. Y ajustando los activos fijos a su valor de
mercado. Por supuesto, actuando así sobre el legado acumulado de activos
dañados. Pero también sobre los que vayan surgiendo en el futuro. Gradualmente,
cuando aún es tiempo de aplicar medidas correctivas sin traumas. Entonces, la
valoración de los activos improductivos de pasado y futuro será realista y
propiciará su venta. Porque mercado siempre hay. También mejorará la capacidad
de crédito con flujos de caja propios.
Para ello, es necesario que la supervisión se aplique
mediante inspecciones caso a caso. Y no sea sustituida, sino sólo
complementada, por otras herramientas que no cuantifican ni captan la realidad,
como son los modelos y las pruebas de esfuerzo sobre hipotéticos escenarios de
futuro. Mecanismos ambos basados en información proporcionada por los bancos,
que, cuando tienen problemas, no son transparentes.
Puede argüirse que tal política podría hacer aflorar una
situación patrimonial delicada en alguna entidad. Situación a la que los
accionistas y los reguladores deberían hacer frente prontamente y con capital
real. No sustituyendo la recapitalización por la mejora de la gobernanza o el
llamado enfoque “de futuro” o “forward looking”, que no serviría de mucho a
corto plazo. Porque los supervisores bancarios deben centrarse en el presente y
actuar.
En otras palabras, pueden surgir nuevos casos de
“resolución”, al aflorar súbitamente voluminosas pérdidas. Pérdidas que
germinaron y crecieron gradualmente en el pasado, pero no fueron desveladas por
los gestores ni por los supervisores, responsables éstos de la solvencia y
estabilidad del sistema. Eso sí, la factura no la pagará el erario público, en
aplicación del principio del “bail-in”, que evita el contagio de las crisis al
fisco. Cabe pues preguntarse si, dada la falta de transparencia de los
gestores, no corregida por los supervisores, resulta justo que, más allá del
castigo a los accionistas, proporcional a las pérdidas, paguen la factura los
acreedores, minoristas o institucionales, que no pudieron conocer la verdadera
realidad. Por otra parte, está por ver cuál será la reacción del mercado de la
deuda computable como capital, cuando se produzcan nuevos casos de “bail-in”,
sin clara justificación.
Miremos hacia atrás. En la pasada crisis ¿cuáles fueron los
supervisores más eficaces? Aquellos que abordaron la insolvencia de inmediato e
inyectaron básicamente dinero público. El coste del tratamiento fue
sensiblemente más bajo y fue recuperado en buena parte. Tanto por la vía
directa, como por la vía del impuesto de sociedades de entidades que estuvieron
enfermos y pasaron a ser rentables de verdad.
Probablemente debieran ser revisadas en Europa las actuales
normas de reparto de cargas en la resolución de bancos y el propio mecanismo de
resolución, todavía inmaduro. Entre otras cosas, porque este mecanismo,
alimentado por una regulación confusa y una supervisión cuestionable, lleva a
abordar los problemas tardíamente, y sólo cuando aflora una iliquidez
incontenible.
Concluiría estas reflexiones recordando la famosa frase del
General McArthur: “La causa de todas las derrotas puede resumirse en dos
palabras: Demasiado Tarde”.
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