Por Fernando Luengo
Público.es, 21/0672014.
Este es uno de los pilares
centrales sobre los que se han edificado las políticas económicas llevadas a
cabo para gestionar y salir de la crisis actual. Pero este planteamiento va
mucho más allá de la consecución de determinados objetivos de déficit y deuda
públicos; está relacionado con ello, pero trasciende ampliamente la coyuntura.
Por supuesto, para sus defensores, seguir este principio es necesario para
abordar la crítica situación que nos ha tocado vivir; debe impregnar
permanentemente –en momentos de crisis, sí, pero también en periodos de auge-
la actuación de los responsables políticos.
¿Cuál es el meollo de ese
razonamiento? Muy simple: Se supone que la intervención del sector público es
intrínsecamente ineficiente en relación a los estándares que garantiza el
mercado. Partiendo de la conocida definición de la ciencia económica (que no
hay manual de economía que se precie que no la incorpore) de que su objeto es
asignar recursos escasos entre diferentes alternativas, el asunto queda claro:
dejemos que sea el mercado quien, dado su plus de eficiencia frente al Estado,
realice esa tarea de distribución de los recursos cuya dotación es limitada.
Podemos escribir de nuevo el axioma de esta manera: la intervención del Estado
es siempre un problema (o, siendo condescendientes, un mal menor), mientras que
el mercado, por definición, porque así lo sostiene la teoría económica
dominante, es, en todos los casos, la mejor opción.
Poco importa que la crisis
económica se haya incubado en los mercados financieros globalizados,
ampliamente hegemonizados por el sector privado, en torno a los cuales los
grupos económicos y las grandes fortunas han cosechado enormes beneficios; que
los intereses articulados alrededor de esos mercados se hayan aprovechado de
las permisivas y sesgadas regulaciones de los bancos centrales, creando de este
modo las condiciones para que los operadores privados pudieran hacer sus
negocios sin apenas control público.
El resultado está a la vista. El
crecimiento exuberante e irracional del segmento financiero de la economía y su
progresiva desregulación, la escalada de endeudamiento de bancos, promotores
inmobiliarios y constructoras y la asunción de riesgos excesivos en busca de
ganancias a corto plazo están en el origen de la economía de la deuda y del
posterior crack financiero. Los mercados han sido, por lo tanto, ineficientes,
y al mismo tiempo muy lucrativos para algunos.
Tampoco importa gran cosa que una
parte fundamental de la intervención de los Estados nacionales en la economía,
tanto en lo que concierne a los ingresos como a los gastos públicos, haya
consistido en fortalecer el proceso de acumulación capitalista. De muy diferentes
maneras: promoviendo un régimen fiscal claramente favorable a los intereses del
capital y permitiendo que las grandes empresas eludan sus obligaciones
tributarias, ofreciendo espacios de negocio a los capitales privados en ámbitos
tradicionalmente cubiertos por los servicios públicos, o invirtiendo, con los
recursos de todos, en infraestructuras y capital social, utilizado y
rentabilizado por la iniciativa privada.
¿Cómo encajar en ese diagnóstico
culpabilizador del Estado que, antes del estallido de la crisis, las cuentas
públicas estuvieran relativamente saneadas, según los estrictos criterios
establecidos en Maastricht, y que en algunos casos exhibieran incluso un
superávit? Si, como sostiene la economía convencional, la virtud se encuentra
en unos presupuestos equilibrados, en modo alguno cabe apelar al despilfarro
público como responsable de la crisis.
Pero nada de esto es relevante;
el rodillo avanza, como si nada, inexorablemente: El Estado debe retirarse,
quedar reducido a la mínima expresión, y el mercado debe ocupar los espacios
dejados por lo público.
Ya sabemos que tras esta
formulación se cobijan las pretensiones de firmas que atisban nichos de
negocio, bien con las privatizaciones de empresas estatales, bien con la
externalización de servicios públicos. Estos últimos años ofrecen numerosos
ejemplos al respecto en tres de las economías más afectadas por la crisis:
España, Grecia y Portugal. Como acompañamiento y también como justificación de
estos intereses, hay mucha escolástica acerca de las virtudes de los mercados.
Como si en ellos impregnara la competencia perfecta, en lugar de estar
dominados por un puñado de grandes corporaciones que operan en condiciones de
oligopolio, con densas conexiones accionariales que generan una inextricable
malla de intereses cruzados y opacos.
En mi opinión, los grandes
desafíos que tienen por delante las economías comunitarias, sobre todo las más
débiles, necesitan de una intervención rotunda, decisiva y estratégica del
Estado; justo lo contrario de lo postulado desde las tribunas neoliberales y de
la orientación de las denominadas políticas de austeridad. Para la provisión de
servicios públicos que detengan la creciente fractura social; para la
implementación de una reforma fiscal progresiva que permita obtener recursos
necesarios para sostener las políticas públicas; para promover una profunda
renovación y modernización de las capacidades productivas con criterios de
sostenibilidad; para la desactivación del potencial desestabilizador de los
mercados financieros; para la reversión de las reformas laborales que han
entregado el poder a empresarios y patronales; para la configuración de un polo
financiero público que, liberado de las servidumbres actuales (entregar
recursos a los bancos privados sin contrapartida alguna en cuanto a la
utilización que se hace de los mismos), haga posible sostener una política de
reconstrucción del tejido productivo y social; y para abrir un proceso de
reestructuración de la deuda pública que, necesariamente, supondrá que
los grandes acreedores asuman una parte del coste y que, posiblemente,
implicará la denuncia de otra parte como ilegítima.
Reivindico sin complejos, incluso
con urgencia, al Estado como actor decisivo en una estrategia de superación de
la crisis, sin que ello signifique aceptar o cargar con la parálisis, la
corrupción y el desprecio hacia la ciudadanía que recorre las actuales
instituciones estatales y a buena parte de la clase política. Por todo ello, se
impone, es una exigencia de una agenda de estas características, una amplia y
profunda refundación democrática de los espacios públicos y de la política, una
acción social y ciudadana que permita expresar y canalizar las demandas de la
mayoría, ahora ignoradas en el contexto de una inercia con tonos crecientemente
antidemocráticos.
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