Por Pablo Ordaz
El País, 19/04/05.
Es difícil llegar al cielo siendo
banquero de Dios. Ese título, atribuido a quienes han
dirigido el Instituto para las Obras de Religión (el IOR o banco del
Vaticano) desde que Pío XII lo fundó en 1943, suele ser más bien una autopista
en el sentido contrario. Ahí está el recuerdo de monseñor Paul Marcinkus, a
quien Juan Pablo II protegió de la justicia italiana escondiéndolo en el Vaticano
y cuyos dos principales aliados, el abogado de la mafia Michele Sindona y el
banquero Roberto Calvi, fueron asesinados. Al primero le sirvieron un café con
cianuro en la cárcel y al segundo lo colgaron de un puente de Londres. Tales
antecedentes debieron de pesar en el ánimo de Ettore Gotti Tedeschi, el
economista que Benedicto XVI situó en 2009 al frente del IOR para limpiar las
finanzas vaticanas, hasta el punto de que, tras
percatarse de lo que escondían algunas de las 24.000
cuentas opacas del banco, redactó un expediente con documentación
sensible, se lo entregó a dos amigos íntimos y les dijo: “Si me asesinan, aquí
está la razón de mi muerte”.
No lo asesinaron, pero los mismos
jerarcas de la Iglesia que acosaron a Joseph Ratzinger en cuanto buscó la
transparencia financiera, se deshicieron del banquero de Dios acusándolo de
vago y hasta de loco. Ahora, rehabilitado por la justicia italiana pero aún no
por el Vaticano, Gotti Tedeschi advierte de que, a pesar de
los esfuerzos del papa Francisco, el IOR sigue siendo la guarida de
muchos secretos inconfesables: “El caso Vatileaks [la fuga de
documentos que culminó en febrero de 2013 con la renuncia al papado de
Ratzinger] no ha sido todavía explicado. Es una parte de la historia de la
Iglesia que corre el riesgo de permanecer oscura. Algunos de los responsables
continúan trabajando en el Vaticano”.
La reacción de Gotti Tedeschi se
produce semanas después de que monseñor George Pell, el cardenal australiano a
quien Jorge Mario Bergoglio ha otorgado
un poder casi absoluto para supervisar todos los departamentos
financieros del Vaticano —incluido el IOR—, empezara a sufrir una cacería
similar a la que sufrió él. Parecida en las armas —la filtración de documentos
reservados para minar su prestigio— y también en el motivo: tanto Gotti
Tedeschi, por orden de Ratzinger, como ahora Pell, por orden de Bergoglio,
están dispuestos a colaborar con las autoridades italianas y europeas para
evitar de una vez que la Santa Sede deje de ser un
paraíso fiscal en el centro de Roma y adopte los procedimientos
internacionales contra el blanqueo de capitales y la financiación del
terrorismo. Lo de menos —para quienes desde dentro del Vaticano se siguen
oponiendo a la transparencia— es que de las 21.000 cuentas que había en el IOR
en 2009 ahora ya solo queden 15.000, sino que a Pell se le ocurra colaborar con
el Gobierno italiano, con el que acaba de alcanzar un acuerdo fiscal, e incluso
pasarle información sobre los propietarios y los movimientos de las cuentas
hasta ahora opacas. Ello sería considerado una traición al secretismo vaticano
que ya perpetró Gotti Tedeschi en 2010, cuando la fiscalía de Roma secuestró 23
millones que el IOR tenía depositados en un banco italiano, y del que también
creen capaz al cardenal australiano, quien el pasado mes de diciembre desveló
que había encontrado cientos de millones de euros escondidos.
Durante una entrevista al
semanario británico Catholic Herald, el arzobispo de Sidney dejaba
caer una frase —mitad cándida, mitad malévola— que resumía muy bien el
desbarajuste vaticano: “Hemos descubierto que las cuentas están mucho más sanas
de lo que parecía, y esto es porque algunos cientos de millones de euros habían
sido escondidos en cuentas particulares que no habían aparecido en el balance”.
La explicación que ofreció del sorprendente hallazgo dejaba a las claras que
los 253 organismos que dependen de la Santa Sede actúan, en lo que a las
cuestiones económicas se refiere, sin ningún tipo de control: “Las
congregaciones, los consejos pontificios y especialmente la Secretaría de
Estado se han beneficiado y han defendido su independencia. Los problemas se
discutían en casa… y eran muy pocos los que sentían la tentación de decir al
mundo lo que estaba pasando, a excepción de cuando necesitaban ayuda”.
El cardenal australiano admitía
en aquella polémica entrevista que
personajes “sin escrúpulos” se habían beneficiado de la “ingenuidad
financiera” del Vaticano para blanquear dinero sucio. Una ingenuidad que,
atendiendo al pasado del IOR, solo existe en la mente de Pell. A nadie se le
escapa que el banco de la Santa Sede fue durante décadas el escondite más
seguro para el dinero sucio de la política italiana e incluso de la mafia.
Hasta la misteriosa muerte de Juan Pablo I —ocurrida 33 días después de ser
elegido— fue atribuida al miedo del cardenal Marcinkus ante un pontífice que
con toda seguridad intentaría acabar con esa página vergonzosa de la Iglesia.
Su sucesor, Juan Pablo II, no solo no indagó, sino que utilizó el banco y a las
conexiones del cardenal Marcinkus con el banco Ambrosiano para financiar su
guerra contra el comunismo, enviando verdaderas fortunas al sindicato polaco
Solidaridad y las organizaciones anticomunistas de Centroamérica. A cambio,
Marcinkus seguía haciendo de su capa un sayo con el IOR.
Juan Pablo II lo utilizó para financiar su guerra
contra el comunismo
Un
desbarajuste demasiado antiguo y demasiado grande para que, a pesar
de intentarlo, un Papa débil como Benedicto XVI consiguiera arreglarlo. La
causa efecto entre su intento de limpiar el IOR y el acoso que sufrió y que
desembocó en su renuncia parece cada vez más clara. De ahí que Gotti Tedeschi,
no sin cierta amargura, avise al cardenal Pell de un peligro que sigue estando
vigente. Quienes, mediante robos de documentos y guerras de poder, forzaron la
renuncia de Ratzinger, trabajan aún en el Vaticano bajo las órdenes de
Bergoglio. Seguirán intentando que la luz no llegue hasta los secretos más
inconfesables del dinero de la Iglesia.
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