Por Manuel Puerto Ducet -
Exdirectivo de Banif
El diario.es, 17/04/2015.
Cuando presenté el libro Oligarquía
financiera y poder político en España, en 2012, en el añorado
programa Singulars, de Televisió de Catalunya, el presentador se
sorprendía de que alguien surgido del propio sistema pudiera coincidir en sus
diagnósticos con los de un activista anticapitalista. Tenía razón en cuanto a
que no es lo habitual, aunque en más de una ocasión haya tenido que hacer de
tripas corazón para conjugar deseo, realidad y deformación profesional. Pocas
alternativas existen para enfrentarse a un sistema repleto de perversiones:
conociendo sus métodos y revirtiendo sus propias armas, o desde el
perroflautismo —que si bien ejerce una refrescante función social—,
acaba convirtiéndose en una coartada recurrente para quienes tienen como
bandera la impunidad y como último recurso el control de las fuerzas de orden
público para laminar cualquier discrepancia.
A lo largo de mi actividad
académica y profesional he tenido dos mentores que me invitaban continuamente a
elevarme hasta el Olimpo de la ética: Emilio Lledó y José Luis Sampedro. En
compensación, Fabià Estapé me obligaba a regresar súbitamente a este
mondo cane —sin que ello presuponga que el doctor Estapé (como le
gustaba que le llamaran) no dispusiera de un acendrado sentido ético.
Durante más de 20 años ejercí
primero como subdirector y más tarde como director regional para Cataluña y
Baleares de Banif, la entidad decana de banca de inversión y gestión privada.
La misma que Emilio Botín, antes de morir, estaba haciendo desaparecer por
absorción a fin de diluir sus responsabilidades ante la justicia norteamericana
por haber actuado, presuntamente, como franquicia española de Madoff y Lehman
Brothers. Obviamente, contando con las complicidades de una justicia española
contaminada y con las bendiciones del ministro Luis de Guindos, ex alto
ejecutivo de Lehman.
EXPOLIOS
Los indecentes expolios a los que
han sido sometidas las clases populares españolas —caso de las participaciones
preferentes— han restado protagonismo mediático al expolio de la clase
acomodada, que no suele manifestarse con pancartas, pero que ha sido sometida a
unos mecanismos de perversión financiera que nada tienen que envidiar a los
utilizados para expoliar al pueblo llano, en beneficio ambos de una banca que
hace 80 años se está cobrando la factura de haber financiado la que los
actuales cachorros del posfranquismo siguen llamando “la guerra de papá”.
El esquema Ponzi (estafa en
pirámide) ideado por Madoff estaba supuestamente sustentado por las
hedge funds Fairfield Sentry, Kingate y Optimal (esta última del
Grupo Santander).
Que Bernie Madoff fuera
condenado por la justicia norteamericana a 150 años de cárcel nos puede dar una
idea del alcance de esta trama. En España, sin embargo, Emilio Botín —que
presuntamente debía de conocer desde hacía tiempo el fraude— pasará a ocupar un
lugar de privilegio entre los benefactores de la patria, loado incluso por
Podemos, que lo ha excluido sospechosamente de su lista de casta.
Paralelamente, los altos ejecutivos del contaminado y contaminante Lehman
Brothers se convierten por estos lares en ministros de Economía y nadie parece
escandalizarse por ello.
Son muchos los que conocen este
tipo de prácticas —y de otras que con toda seguridad se estarán gestando en
estos momentos—, pero muy pocos se atreven a denunciarlas por muy diversas
razones (la mitad del salario de los ejecutivos de cuentas no se corresponde
con su cualificación profesional, sino con el plus de confidencialidad y
lealtad corporativa). Si las oligarquías ya son de por sí poderosas e
influyentes allí donde estén constituidas, no es difícil imaginar hasta dónde puede
llegar su larga mano en un Estado en el que la división de poderes puede ser en
ocasiones un puro formalismo, al amparo de una Constitución que sufrió las
influencias del anterior régimen fascista.
Casi nadie habla hoy de las
estafas de Madoff, Lehman Brothers o Banif Inmobiliario. Los escándalos
encadenados y sin solución de continuidad provocan que en el imaginario
colectivo sólo quede grabada la última fechoría; las anteriores quedan
enterradas en la ciénaga del olvido y engullidas al cabo de los años por los
defectos de forma y las prescripciones con tufillo prevaricador.
Se agolpan en mi mente tal cúmulo
de actuaciones arbitrarias (para expresarlo de una forma suave), que no sé muy
bien con cuál obsequiarles. ¿Les parece bien que lo haga con el papel del
Estado como promotor de dinero negro?
Este apartado requiere de un
preámbulo que puede hacer chirriar algunos corazones todavía trastornados por
la porosidad de las puertas giratorias y el simbolismo de alguno de sus
beneficiarios: la socialdemocracia jamás se ha ejercido en España. Sólo existió
en Europa desde mediados de la década de 1950 hasta principios de la década de
1980 al amparo del plan Marshall.
Mientras eso sucedía, el PSOE era
marxista y cuando llegó al poder —con la caducada etiqueta socialdemócrata—,
las multinacionales, la economía virtual y la escuela de Chicago habían tomado
ya el relevo a la política. Entonces fue instaurado el neoliberalismo como
tótem, exigiendo a los gobiernos de turno total sumisión a sus preceptos y
aprovechándose —en el caso de España— de las ideologías de nuevo cuño. ¡Y vaya
si se sometieron! Con la moral y las buenas costumbres podían hacer de su capa
un sayo, pero las directrices económicas y geoestratégicas en ningún momento
fueron negociables.
¿Recuerdan la reconversión
industrial que se llevó a cabo en España tras la muerte del dictador y que se
prolongó hasta finales de la década de 1980? ¿Cómo se financió todo aquello en
un momento de crisis galopante? La respuesta es bien sencilla: con dinero
negro.
VISTA GORDA
El Gobierno de Felipe González y
Alfonso Guerra —aleccionado adecuadamente por los que en ningún momento han
dejado de mandar— emitió pagarés del Tesoro con la intención de utilizar el
dinero negro presente en el sistema para financiar una operación tan ingente
como era la reconversión industrial de una potencia del tamaño de España. En
teoría, eran documentos endosables, pero nadie los endosaba y el Gobierno hacía
la vista gorda en estrecha colaboración con una banca que actuaba de
intermediaria. Los activos pasaban de mano en mano como si fueran billetes.
Como agradecimiento a los
servicios prestados por una banca que seguía manteniendo su tufillo franquista,
el Gobierno le permitió emitir unos activos llamados AFRO (Activos Financieros
con Retención en Origen), que a cambio de tener una retención en la fuente del
55% escapaban absolutamente del control de Hacienda. A éstos le siguieron otros
instrumentos opacos, tales como las primas únicas (emitidas por las compañías
de seguros de cada grupo bancario), las letras avaladas y las cesiones de
crédito, en las que se vio implicado una vez más Emilio Botín, quien al amparo
de la justicia quiso continuar con la fiesta cuando Carlos Solchaga había
decidido darla por concluida, en 1991.
Son episodios que suelen quedar
enterrados en las ciénagas del olvido. Y si no los rescatamos de este olvido,
nunca entenderemos lo que nos está pasando ahora.
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