Por Andrés
Montes
Diario La
Nueva España, 02/10/2013.
El esquema clásico del choque de
opuestos como motor de la historia admite muchas variantes que permiten
articular el devenir del mundo. Para el periodista Philip Coggan, «la historia
económica ha sido una carrera entre acreedores y deudores, con la naturaleza
del dinero como campo de batalla. La crisis actual es tan solo la más reciente
escaramuza». Para el antiguo «broker» Michael Lewis esa escaramuza se libra
entre idiotas y ladrones. Así identifica a los contendientes en La gran
apuesta, un relato desde dentro de Wall Street de cómo se gestó el petardazo
que hace cinco años colapsó el sistema.
Philipp Coggan es el editor de la
sección de Mercado de Capitales del semanario británico «The Economist».
Presenta Promesas de papel. Dinero, deuda y un nuevo paradigma financiero como
un «trabajo periodístico basado en mis veintiocho años de profesión y en mis
lecturas exhaustivas de estudios históricos». La idea central del libro, el
cuarto de su autor, consiste en que «el dinero moderno es deuda, y la deuda es
dinero». En esa perspectiva, Coggan anticipa malas noticias para algunos y
liberadoras para otros: «Las ingentes deudas acumuladas en los últimos cuarenta
años no se pueden pagar íntegramente, y no se pagarán». Ante la implacable
socialización de pérdidas sobra decir quiénes apurarán el cáliz de lo que deben
hasta la última gota y quienes serán exonerados.
«El mundo desarrollado construyó
un modelo económico cimentado en la deuda», escribe Coggan. El crédito engrasa
el sistema, y «la oferta de dinero (deuda) se expandió para satisfacer el deseo
que tenían consumidores y empresas de una mayor actividad económica
(comercio)». Con el añadido de un «gran cambio de los tiempos modernos»,
consistente en «que el crédito al consumo venga proporcionado a través del
sistema bancario». Para el autor de Promesas de papel el cataclismo económico
«tardó cuarenta años en gestarse», por lo que «no es de extrañar que a los
pronosticadores les tomara por sorpresa el momento elegido para su llegada».
Coggan, poco optimista sobre la forma de superar esta coyuntura, atribuye
responsabilidades de forma equitativa: «En cualquier crisis de deuda, es muy
posible que los acreedores imprudentes sean tan culpables como los deudores
imprudentes». No obstante, identifica a algunos culpables potenciales. Lo amos
del mundo que Tom Wolfe retratara en La hoguera de las vanidades no se extinguieron
con la crisis de los 80. Al contrario, «el éxito de las firmas de Wall Street y
la complejidad intelectual de las finanzas modernas hacían que los ejecutivos
financieros se percibiesen como las personas más inteligentes del país».
Soslayando la advertencia de Galbraith sobre el error de identificar dinero con
inteligencia, los banqueros se convirtieron en «la nueva oligarquía americana»
y acuñaron la idea dominante de estos tiempos: «El mercado tiene la razón».
A mayor complejidad de ese mundo
financiero, mayor oscuridad. A velar la naturaleza del negocio contribuyeron
matemáticos e ingenieros cuya habilidad con los números cotizaba alto en las
firmas de inversión de Wall Street, «chicos prodigio», afirma Coggan, «que eran
necesarios para bregar con los complejos productos derivados que se habían
desarrollado desde los setenta y que iban a tener un papel muy importante en la
crisis de las subprime». Así, «cuanto más complejo es el producto, más difícil
es para los inversores ver el precio». El resultado de ello «fueron unos
pingües beneficios para el sector bancario, si bien es posible que los bancos
se estuvieran engañando a largo plazo». Ahora afrontamos las consecuencias y
«el mundo desarrollado ha hipotecado su futuro con una apuesta disparatada por
el precio de los activos y su dependencia excesiva del sector financiero».
Michael Lewis pone la lupa sobre
ese mundo en La gran apuesta. El ahora profesor de Berkeley lo conoce bien,
antes fue uno de ellos. Su libro se construye a partir del relato de algunos
pequeños inversores, de perfiles variados, marginales en ese gran baile de
cifras desorbitantes pero cuya proximidad a sus mecanismos y la desconfianza
sobre las reglas que imponen los grandes les permitieron ganar dinero apostando
contra el sistema y librarse de la hecatombe.
Lewis no tiene buena opinión de
sus antiguos compañeros: «Cualquier negocio donde puedes vender un producto y
ganar dinero sin tener que preocuparte acerca de cómo funciona ese producto
atrae fácilmente a mala gente». A diferencia del mercado bursátil ordinario, el
de los bonos es un sector oscuro y alevoso. «En el mercado de las acciones era
posible que las grandes firmas de Wall Street te timaran, pero ello requería un
verdadero esfuerzo. El mercado entero operaba en pantallas, de modo que uno
siempre tenía una visión clara de la cotización de las acciones de cualquier
empresa». Sin embargo, «los vendedores de bonos podían decir y hacer cualquier
cosa sin temor a que se informara de ello a alguna autoridad».
Sorprende la desfachatez que
muestran algunos operadores de esos bonos reflejada en el libro de Lewis a
través de testimonios indirectos. Lo único que queda claro es que el objetivo
explícito de ciertas firmas consistía en desvalijar a quienes les confiaban su
dinero. Clientes a los que, a su vez, la codicia les hacía desafiar el temor a
lo desconocido a través de productos financieros que no entendían. «En el
mercado de bonos todavía era posible ganar enormes sumas de dinero gracias al
miedo, y la ignorancia, de los clientes», resume Lewis. El lector, desbordado
por la dificultad de entender una mecánica de inversión que en La gran apuesta
se desmenuza con detalle, puede apreciar el grado de sofisticación y falsedad a
que ha llegado esa abstracción que llamamos los mercados.
El mayor mercado de capitales del
mundo había dejado de ser lo que se suponía que era para convertirse en un gran
engaño, un enredo con un resultado previsible, porque en el juego «había más
idiotas que ladrones, pero los ladrones estaban más arriba». Pero ¿quiénes son
los idiotas? Uno de esos exitosos vendedores de bonos identifica con total
cinismo a algunos de ellos como «alemanes estúpidos» que «se están tomando en
serio a las agencias de calificación. Ellos creen en las reglas». Las mismas
agencias de calificación que han marcado las decisiones políticas en Europa
durante los últimos cinco años fueron colaboradoras necesarias en ese
descomunal enjuague financiero, unas veces por su incapacidad para calibrar los
productos que se sometían a su evaluación, otras porque, como cuenta Lewis, sus
estimaciones de riesgo eran una simple formalidad que no entraba en mayores
honduras.
«Durante más de veinte años, la
complejidad del mercado de bonos había ayudado a los operadores de Wall Street
a engañar a sus clientes», expone el autor de La gran apuesta, y desde finales
de los años noventa esa mecánica perversa «estaba llevando a los propios
operadores de bonos a engañarse a sí mismos». Así, «la catástrofe resultaba
previsible, pero sólo unos pocos inversores lo advirtieron», esos pocos que
protagonizan el complejo y crudo retrato de Wall Street que es el libro de
Michael Lewis.
Frente a tales fieras la
propuesta de establecer unos límites morales al mercado puede conmover por
ingenua. A ello se aplica el catedrático de Harvard Michael J. Sandel en Lo que
el dinero no puede comprar. Sandel analiza cómo los criterios economicistas han
invadido «esferas de la vida que no les pertenecen», y este muy recomendable
libro tiene como objetivo «repensar el papel que los mercados deben desempeñar
en nuestra sociedad». Paso imprescindible para no seguir abocados a repetir
todo lo que ahora vivimos.
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