Por Luís Matías López
Público.es, 20/05/2015.
El cáncer de la desigualdad y el
doble rasero en EEUU se refleja en un puñado de fríos datos. En 1991 se contabilizaron
758 delitos violentos por cada 100.000 habitantes. Veinte años después, la
cifra era de 425. Un descenso espectacular del 44%. Entre 2000 y 2010, el nivel
de pobreza pasó del 10% al 15,3%. La población reclusa era de un millón en
1991; en 2012, pasaba de los 2,2 millones. La explicación de tan paradójica
estadística es el meollo de un libro imprescindible del periodista y escritor
norteamericano Matt Taibbi publicado en castellano por Capitan Swing: La
brecha. La injusticia en la era de las grandes desigualdades económicas.
Que el imperio está podrido no es
ninguna novedad. Lo reflejan libros recientes como El desmoronamiento, de George Parker, En deuda, de David Graeber, El problema de los supermillonarios, de Linda
McQuaig y Neil Brook y El color de la justicia, de Michelle
Alexander.
Hay voces lúcidas que alertan de
una vergonzosa deriva hacia el aplastamiento de los derechos más débiles y la
protección de los privilegios de los más poderosos. Pero se pierden en el
vacío, las neutraliza un sistema que ha incorporado la desigualdad galopante a
su ADN. La brecha, que recoge numerosos casos individuales se centra
en la denuncia de la doble vara de medir de una justicia que debería ser ciega
e igual para todos, pero que funciona según una doble escala.
Fumar un porro, colarse en el
metro, orinar en la calle, vagabundear, ir en bicicleta por la acera, detenerse
a la entrada de casa, dormir en un parque, conducir sin carné, llevar una luz
de posición rota en el coche o no pagar una multa puede hacer que cualquiera
sea detenido e incluso que dé con sus huesos en la cárcel. Sobre todo si es
negro, hispano o sin papeles.
La brecha permite que, en la
misma época en que las detenciones por delitos menores entre las minorías se
multiplican, EEUU haya sufrido los megaescándalos económicos que hicieron
eclosión en 2008 y sumieron al mundo en la peor depresión desde 1929. Han sido
delitos financieros a gran escala, genocidios económicos que destruyeron el 40%
de la riqueza del planeta y empobrecieron a miles de millones de personas.
Pero, ¿cuántos de los responsables han dado por ello con sus huesos en la
cárcel?
¿Qué ocurrió, por ejemplo, con el
HSBC, el primer banco de Europa, que blanqueó miles de millones de dólares de
terroristas de Oriente Próximo, de la mafia rusa y de cárteles de la droga
colombianos y mexicanos responsables de 20.000 asesinatos? Pues que hubo un
acuerdo de procesamiento diferido, se suspendió de forma parcial del
pago de bonificaciones a los ejecutivos y se impuso a la entidad una multa de
1.900 millones. ¿Responsables a la trena? Ni uno solo.
¿Qué ocurrió con el Caso LIBOR,
la manipulación de tipos de interés a nivel mundial que, por su magnitud, ha
sido quizás el mayor escándalo financiero de todos los tiempos y que implicó a
gigantes como UBS, Barclays y Royal Bank of Scotland? UBS, explica Taibbi, fue
pillado con las manos en la masa, había pruebas escritas de sobornos para
amañar los tipos, de modificación del precio de cientos de miles de millones de
productos financieros. Pero la casa matriz –y sus directivos- se salvaron de la
quema, libres de cualquier acusación penal, aunque con una multa de 1.500
millones. Solo la filial japonesa se declaró culpable de un delito.
¿Por qué tanta comprensión? La
respuesta es sencilla: como no podían alegarse motivos de equidad, el aparato
de justicia recurrió a la teoría del mal menor y de los efectos colaterales,
un término que Eric Holder, un hombre de Wall Street, esbozó antes de ser
fiscal general con Obama. Consiste en determinar que el interés nacional
implica evitar la caída de las grandes entidades financieras, porque tendría
consecuencias catastróficas sobre pensionistas, empleados, accionistas y el
propio sistema. Es la doctrina de demasiado grande para caer.
En varias ocasiones, antes de actuar
en casos de gran repercusión económica, se consultaba a Wall Street sobre las
posibles consecuencias sistémicas. Forzando límites, podría entenderse
que convenía rescatar a los bancos pero ¿por qué salvar también a los banqueros
que los llevaron al borde de la quiebra?
El doble rasero es clamoroso
incluso en el propio mundo económico. ¿Cuál fue el único banco que terminó con
sus dirigentes esposados ante un juzgado de Nueva York y con el fiscal Cyrus
Vance –el mismo que enchironó a Dominique Strauss Kahn- buscando la gloria al
presentarle como ejemplo de las malas prácticas que provocaron la gran
recesión? Pues una pequeña entidad propiedad de chino-americanos, solvente, con
un índice de morosidad del 0,5%, con la práctica totalidad de sus hipotecas pagadas
puntualmente pero con algunas irregularidades en la exigencia de solvencia en
los créditos y, sobre todo, perfectamente situado para convertirse en cabeza
de turco.
Era, en definitiva, pecata
minuta en una pandemia de fraude y delincuencia económica a gran escala.
Ocurría al mismo tiempo que JP Morgan Chase –otro banco demasiado grande- era
pillado en operaciones de lavado de dinero negro, manipulación de tarifas
energéticas, falsificación de firmas en documentos y violación de leyes
antimonopolio. La factura fue alta, 16.000 millones de dólares de multa, pero
los culpables se fueron de rositas.
Ya se sabe, hay que tener en
cuenta los efectos colaterales. Pero también los hay –aunque nadie los
tenga en cuenta- del trato que se da a las capas más vulnerables de la
población. Una acusación de posesión o tráfico menor de drogas puede impedir la
obtención de una beca o una plaza de funcionario, ayudas de vivienda, derecho a
prestaciones sociales, votar o conservar la custodia de los hijos. Es una
esquizofrenia legal, la separación de la gente entre arrestables y no
arrestables. Impunidad para los segundos, severidad máxima para los
primeros.
En Nueva York, desde los tiempos
del alcalde Giuliani, la policía pesca boquerones con dinamita. En 2011, la
policía dio el alto y cacheó a 684.724 personas, de las que un 88% eran negros
o hispanos. Human Rights Watch analizó en 2008, 117.064 denuncias por delitos
menores en la ciudad. Más de las tres cuartas partes fueron liberados sin
fianza, a unos 19.000 se les impuso fianza de menos de 1.000 dólares, y el 87%
no pudo pagarla, así que pasaron una media de 15 días en la cárcel en espera de
juicio.
Esta peculiar lucha contra el
crimen coincidió con un descenso del sueldo base de los policías que, para
redondear sus ingresos, se veían forzados a multiplicar el número de
denuncias y detenciones. ¿Qué no se veían motivos? Se los inventaban. Los
furgones policiales volvían a rebosar a las comisarías. Si era con
narcotraficantes o delincuentes de poca monta, perfecto. Si no se los
encontraba en número suficiente, daba igual: la ley era muy generosa en
la lista de conductas punibles y las atribuciones policiales muy amplias,
demasiado.
Muchos casos se complicaban por
denuncias de resistencia a la autoridad o por impago de sanciones económicas,
lo que derivaba en penas de cárcel y antecedentes que alimentaban condenas
posteriores. Sólo así se explica que Estados Unidos esté camino de alcanzar los
dos millones y medio de reclusos, absoluto récord mundial, más que en el GULAG
de Stalin, o que haya tantos negros en la cárcel como esclavos en el momento
álgido de la explotación del hombre por el hombre en el viejo Sur.
Quien se rebele contra una
detención ilegal, encontrará un camino lleno de obstáculos: abogados defensores
y fiscales que proponen tratos para aceptar una condena menor si se
declara culpable, y jueces que sólo quieren cumplir el trámite y no tienen
tiempo para entrar en detalles. Una perversión del sistema judicial.
Un síntoma de que el imperio se pudre por dentro aunque aún saque pecho fuera.
Atención especial merece el
fenómeno de la inmigración ilegal, a la que Taibbi dedica dos capítulos de La
brecha, en los que se refleja la clamorosa indefensión de este colectivo.
Los sin papeles tienen siempre encima la espada de Damocles de que un
incidente insignificante –como una luz fundida del coche- les condene a multas
imposibles de pagar, les arroje a centros de detención y, finalmente, les
deporte al país de origen –casi siempre México- donde aún puede alcanzarle el
terror de los Zetas.
Quien esté impresionado por el
anuncio de Obama de regularizar a millones de inmigrantes, que sepa que quien
encarnó la esperanza en un mundo más justo ha batido todos los récords de
deportaciones, en torno a un millón durante su primer mandato, mientras que
nadie ha sido deportado o encarcelado por delitos relacionados con la crisis
financiera. Taibbi apunta a la posible conexión con un aspecto de la mentalidad
norteamericana: odio al débil y fracasado, y adoración servil al triunfador.
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