Por Paul Krugman
El País, 18/10/2015
Hillary Clinton y Bernie Sanders tuvieron una
discusión sobre regulación financiera durante el debate del martes, pero no
sobre si convenía o no ajustarles las riendas a los bancos. La discusión fue
más bien sobre quién proponía un plan más estricto. El contraste con los
republicanos como Jeb Bush o Marco Rubio, que han prometido revocar incluso las
pequeñas reformas financieras aprobadas en 2010, no podría ser más marcado.
Por si sirve de algo, los argumentos de Clinton
fueron mejores. Sanders se ha centrado en la reimplantación de la Ley
Glass-Steagall, que separaba los bancos comerciales de los tejemanejes
financieros, más arriesgados. Y la revocación de Glass-Steagall fue, de hecho,
un error. Pero no fue lo que provocó la crisis financiera, que más bien se
debió a “bancos en la sombra” como Lehman Brothers, que no reciben depósitos
pero pueden, no obstante, causar estragos si quiebran. Clinton ha presentado un
plan para controlar los bancos en la sombra; de momento, Sanders no lo ha
hecho.
Pero, ¿resulta creíble la promesa de Clinton de
aplicar mano dura al sector financiero? ¿O, cuando esté en la Casa Blanca,
volverá a las políticas liberalizadoras y blandas con el sector de la década de
1990?
Bueno, si nos guiamos por
la actitud de Wall Street y sus donaciones políticas, los propios financieros
creen que cualquier demócrata, incluida por supuesto la propia Clinton, se
tomaría en serio el control de los excesos de su sector. Y esa es la razón por
la que hacen todo lo posible para que salga elegido un republicano.
Para entender la política de la reforma y la
regulación financieras, tenemos que empezar por admitir que hubo una época en
la que Wall Street y los demócratas se llevaban bien. Robert Rubin, de Goldman
Sachs, se convirtió en la autoridad económica más influyente del equipo de Bill
Clinton; los grandes bancos accedían con gran facilidad al mundo político; y el
sector, en general, conseguía lo que quería, incluida la revocación de
Glass-Steagall.
Esta relación amigable se reflejaba en las
contribuciones a las campañas, de tal forma que el sector bursátil repartía sus
donaciones más o menos equitativamente entre ambos partidos y los fondos de
cobertura se inclinaban, de hecho, por los demócratas.
Pero luego llegó la crisis financiera de 2008,
y todo cambió. Muchos liberales tienen la sensación de que el Gobierno de Obama
fue demasiado indulgente con el sector financiero después de la crisis. Al fin
y al cabo, los bancos sin control hicieron que la economía mordiese el polvo,
al dejar a millones de personas sin trabajo, sin casa o ambas cosas. Más aún, los
propios bancos fueron rescatados, lo que pudo suponer un coste muy elevado para
los contribuyentes (aunque, al final, el precio no fuese tan alto). Sin
embargo, nadie fue a la cárcel, y los grandes bancos no se segmentaron.
Sin embargo, los financieros no se sentían
agradecidos por haber salido tan bien parados. Al contrario, los consumía y les
sigue consumiendo la “rabia contra Obama”.
Esto refleja, en parte, su resquemor. Desde
cualquier punto de vista normal, el presidente Obama se ha mostrado de lo más
comedido en sus críticas hacia Wall Street. Pero la gran riqueza va acompañada
de una gran mezquindad: se trata de hombres acostumbrados a una deferencia
servil, y algunos de ellos se toman como un insulto imperdonable hasta los
comentarios más suaves sobre su mal comportamiento.
Además, aunque la ley de regulación financiera
Dodd-Frank, aprobada en 2010, fue mucho más blanda de lo que muchos reformistas
deseaban, distaba mucho de ser ineficaz. La Oficina de Protección Financiera al
Consumidor ha resultado ser muy productiva y, aparentemente, las subvenciones a
los “demasiado grandes para quebrar” han desaparecido en su mayoría. Es decir,
las grandes instituciones financieras que probablemente serían rescatadas en
una crisis futura ya no parecen capaces de recaudar fondos de forma más barata
que las entidades pequeñas, quizás porque las instituciones “importantes para
el sistema” están ahora sujetas a normas adicionales, entre ellas el requisito
de aumentar sus reservas de capital.
Aunque esto sea una buena noticia para los
contribuyentes y la economía, a los financieros les ofende profundamente
cualquier limitación de su capacidad para jugarse el dinero de la gente, y votan
a golpe de talonario. Los magnates de las finanzas ocupan un lugar destacado en
el reducidísimo grupo de familias adineradas que domina la financiación de las
campañas durante este ciclo electoral (un grupo que respalda, en su inmensa
mayoría, a los republicanos). Antes, los fondos de cobertura dirigían la mayor
parte de sus aportaciones a los demócratas, pero desde 2010, se han pasado casi
todos al Partido Republicano.
Como he dicho, esta asimetría de las donaciones
es un indicio de que la gente de Wall Street se toma en serio las promesas
demócratas de reprimir enérgicamente los excesos de los banqueros. Y también
significa que un demócrata victorioso no le debería mucho al sector financiero.
Si gana un demócrata, ¿importa mucho cuál de
ellos sea? Seguramente no. Lo más probable es que cualquiera de ellos mantenga
las reformas financieras de 2010 y trate de endurecerlas en la medida de lo
posible. Pero las nuevas reformas de gran calado quedarán bloqueadas a menos
que los demócratas retomen el control de ambas cámaras del Congreso, lo que es
improbable que suceda en un futuro próximo.
En otras palabras, aunque haya algunas
diferencias en cuanto a política financiera entre Clinton y Sanders, en la
práctica son insignificantes, comparadas con la distancia abismal que los
separa de los republicanos.
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