Por José Ángel Moreno
El diario.es, 23/10/2015.
Parece que la nacionalización de sectores estratégicos suministradores de
servicios básicos para la sociedad es una idea que vuelve a calar en la agenda
política de la izquierda. El nuevo líder laborista Jeremy Corbyn
la defiende claramente y también en nuestro país ha vuelto a
relanzarse. Alberto
Garzón es quien la ha planteado más explícitamente, justificando su
inclusión en el programa electoral de IU tanto por razones socioeconómicas como
políticas: por la necesidad de garantizar el acceso a esos servicios básicos
-esenciales para la calidad de vida- a colectivos de bajos ingresos, pero
también por la necesidad de reconstruir “un Estado fuerte”, con empresas
públicas potentes que puedan evitar o dificultar a los intereses privados
dominantes la capacidad de “extorsionar y chantajear” al Estado y de imponer
sus prioridades frente a los intereses generales del país. Una capacidad que se
ha venido debilitando sistemáticamente, privatizándose entidades que -como la
crisis ha evidenciado después- eran en no pocos casos fundamentales para un
mejor desempeño de la economía y para una mayor cobertura de necesidades
sociales básicas. España, sin duda, ha sido un caso de manual.
Frente a esta situación, tiene todo el sentido la propuesta de nacionalizar
empresas esenciales para una vida digna y de crear nuevas empresas públicas en
aquellos sectores básicos en los que la nacionalización no fuese factible o
conveniente. Tras lo visto en años recientes, es difícil desde una perspectiva
progresista no comulgar en alguna medida con estas ideas. Pero tampoco deben
obviarse los obstáculos -económicos y, más aún, políticos- que las dificultan.
Por eso, resulta imprescindible la labor de prospección de medidas innovadoras
que puedan complementar este tipo de políticas , de forma que ayuden a
conseguir algunos de sus objetivos, aún sin necesidad de formalizar
nacionalizaciones en sentido estricto. Medidas imaginativas que pueden actuar
como palancas de cambio para el funcionamiento de grandes empresas de sectores
básicos, estableciendo condiciones para su actuación, pero que pueden evitar o
suavizar los conflictos y costes que inevitablemente acarrea la actuación
radical sobre la forma de propiedad.
Merece la pena, en este sentido, reparar en el trabajo que viene
desarrollado un grupo de profesores (próximo al laborismo) del Centre for Research on
Socio-Cultural Change (CRESC) de la Universidad de Manchester en
torno a lo que han denominado "Foundational
Economy" (que puede traducirse por economía esencial,
fundamental o básica). Un término con el que se refieren a aquellas actividades
económicas que resultan esenciales para garantizar una calidad de vida mínima,
en la medida en que satisfacen necesidades básicas del ser humano: un concepto
ineludiblemente subjetivo, pero en el que pueden incluirse actividades como
electricidad, gas, agua, vivienda, servicios bancarios, alimentación,
transporte, sanidad, educación y un largo etcétera. Puede verse al respecto el
libro de A. Bowman et al. The End of
the Experiment: From Competition to the Foundational Econom y , así
como el artículo de Julie Froud “Repensando la responsabilidad corporativa como
licencia social”, que se recoge en el número 14 de Dossieres EsF
.
Muchas de las empresas que trabajan en estos sectores son entidades de
pequeña y mediana dimensión, sin especiales apoyos públicos y sobre las que no
deben, en principio, plantearse más requisitos que los que marca la ley con
criterio general. Pero una parte decisiva de la actividad de estos sectores
corre a cargo de grandes empresas. Grandes empresas que desempeñan una labor
que, por su carácter básico, debería considerarse un servicio público, que en
no pocos casos proceden de entidades públicas (privatizadas, externalizadas o
que subcontratan su actividad) y que, sea cual sea su origen, disfrutan
frecuentemente de alguna suerte de privilegio público: particularmente, un
mercado muchas veces cautivo. Un privilegio que levanta significativas barreras
de entrada frente a competidores potenciales y que constituye, directa o
indirectamente, una concesión, una suerte de licencia (un permiso público para
operar en un espacio determinado y conseguir ganancias en él) que habitualmente
posibilita una situación de competencia restringida de la que las empresas en
cuestión suelen extraer un beneficio extraordinario o al menos una vida plácida
y flujos de ingresos relativamente seguros.
Es una situación a la que debería corresponder algún tipo de obligación de
las empresas no sólo con el Estado, sino también con las personas y
colectividades con las que trabajan y a las que ofertan sus productos o
servicios. Sin embargo, no parece infrecuente que la realidad sea precisamente
la contraria: que esas grandes empresas aprovechan su posición de mercado para
prestar un servicio de calidad cuestionable, desarrollar pautas laborales y
ambientales lamentables, imponer precios excesivos y ningunear al consumidor,
entendiendo su licencia para operar como una jugosa patente de corso.
Es verdad que en muchos casos estas empresas tratan de compensar sus
actuaciones mediante las denominadas políticas de responsabilidad corporativa
(RSC), pero, salvo en casos excepcionales, estas políticas se limitan a
actuaciones de imagen, que no inciden más que superficialmente en las estrategias
empresariales y que son absolutamente voluntarias, unilaterales y
discrecionales, al tiempo que claramente insuficientes en su alcance e
incidencia, cuando no engañosas (por si no teníamos suficientes evidencias, ahí
tenemos el caso Volkswagen). Por eso no bastan para corregir o compensar ni sus
frecuentes externalidades negativas ni la habitual prepotencia con la que
operan ni para orientar modelos de actuación realmente positivos para la
sociedad.
Como resulta cada día más patente, para todo ello es imprescindible una
regulación más severa. Una regulación que debe afectar a todos aquellos
aspectos que por su importancia no pueden depender del voluntarismo
empresarial, pero que, en los casos que comentamos debería extenderse también a
una formalización contractual con la comunidad de la licencia estatal
-explícita o implícita- en la que descansa en buena medida su negocio. Una
formalización, explica J. Froud
en el artículo citado, que se basa en la convicción de que “...los intereses de
la comunidad tienen que hacerse valer a través de algún tipo de proceso
político, porque el mercado no va a producir automáticamente resultados que
satisfagan las necesidades sociales”. Una decisión política que imponga con
suficiente concreción para cada licencia permitida el correspondiente “contrato
social”: las contrapartidas (en todo tipo de actuaciones: con los trabajadores,
con los consumidores, con proveedores locales, con personas necesitadas, con la
comunidad, con el medio ambiente...) que la gran empresa en cuestión tiene que
cumplir para facilitar una mayor compatibilidad entre sus intereses y los de la
comunidad en la que opera. Un contrato -diferente según las empresas y
comunidades concretas- que la empresa firmaría no sólo con la Administración
Pública, sino también con la comunidad y por el que la empresa obtiene el
derecho a actuar (y a conseguir beneficios), adecuando sus comportamientos a
las condiciones acordadas. Con palabras de la profesora Froud, “un acuerdo
explícito que permite a las empresas o sectores privilegios y derechos para
operar, al tiempo de que se establecen las obligaciones recíprocas de ofrecer
beneficios sociales” y que “...haría que el derecho de operar dependiera de
proporcionar un servicio que cumpliera con criterios pertinentes de
responsabilidad con la comunidad”, “en lugar de depender de acciones
voluntarias y descoordinadas por parte de las empresas en virtud de sus propios
programas de responsabilidad social corporativa”.
Parece innecesario destacar que todo este planteamiento sólo tendría
sentido con la participación activa de los colectivos interesados
(trabajadores, clientes, proveedores...) y de la comunidad afectada. Sectores
todos que tendrían que ser no sólo partes contratantes esenciales de la
licencia social, sino también atentos vigilantes del cumplimiento del contrato
y denunciantes de sus posibles desvíos. Pero, naturalmente, eso no bastaría, el
planteamiento requeriría necesariamente también de una actitud decidida por
parte de la Administración Pública y sólo podría funcionar en un contexto de
obligatoriedad legal de los compromisos asumidos por la empresa -y de las
correspondientes sanciones por sus eventuales incumplimientos-. Desde esa perspectiva,
habría que contemplar el sistema de licencias o contratos sociales como una
pieza de una forma más participativa de entender el gobierno, quizás de
particular interés y oportunidad en el ámbito local. Una forma de gobierno, por
otra parte, sólo concebible desde una voluntad política real de controlar el
funcionamiento de las grandes empresas.
Insisto para acabar: no debe entenderse todo lo anterior como una
alternativa integral a las nacionalizaciones y mucho menos a las empresas
públicas, sino sólo como una vía para conseguir de las grandes empresas que
suministran productos o servicios esenciales comportamientos coherentes con los
intereses de los sectores más afectados por su actividad y de las comunidades
en que operan. Una vía en absoluto sencilla, pero que probablemente puede ser
más fácil de implementar que una política ambiciosa de nacionalizaciones.
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