Por José Ángel Moreno
El diario.es, 08/01/2016.
Hace unos días informaba Andreu
Missé en estas mismas páginas de la reciente difusión de un decálogo para
cambiar la cultura bancaria, que surge ante la constatación por parte de sus
promotores de que "el actual modelo de banca basado en el corto plazo y en
la venta de productos con el fin de aumentar las remuneraciones y maximizar los
beneficios es insostenible”. Una impresión basada en la drástica pérdida de
confianza social en el sector tras la crisis por los devastadores efectos que ese
modelo ha provocado (y que sigue mostrando muy claramente la última edición del
Barómetro de Confianza en el Sector Financiero).
Aunque no es nada nuevo
(manifiestos de este tipo han proliferado en todo el mundo desde el estallido
de la crisis), probablemente el decálogo responde a una intención razonable,
como razonables son las diez medidas de que consta, que, sin duda, sería muy
deseable que las entidades financieras asumieran con firmeza y convicción,
porque nadie puede dudar de las terribles consecuencias de la desfachatez con
que muchas de ellas han actuado reiteradamente y de la generalizada pérdida de
reputación que, con toda razón, esos comportamientos han cosechado para el
conjunto del sector. Y es probable también que resulte sensato el convencimiento
de los promotores de que las regulaciones “son una condición necesaria pero no
suficiente para recuperar la confianza en la banca”. Por supuesto que nunca la
ley es suficiente ni nunca consigue promover la óptima conducta de los
individuos ni de las instituciones.
Desde este punto de vista, no
deberíamos dejar de encomiar este tipo de iniciativas ni de reconocer la
incuestionable conveniencia de que las empresas (y cualquier otro género de
instituciones) traten de actuar de forma más coherente con la ética y la
responsabilidad social de lo que frecuentemente hacen. Bien está que lo
intenten y bien están las actuaciones que lo promuevan, por mucho que
frecuentemente no rebasen la esfera de las buenas intenciones.
El problema es que se consideren
las prioritarias. Porque aunque quizás no baste con la regulación, lo que está
fuera de duda es que mucho menos basta con los llamamientos a la moral y con la
autorregulación a la que éstos aspiran. Más aún, cabe sospechar que en
ocasiones -no presumo que sea el caso del decálogo mencionado- este tipo de
llamamientos persiguen ante todo encubrir los verdaderos problemas de fondo y
evitar la frecuentemente necesaria mejora de la regulación.
Volviendo al caso concreto del
sistema financiero, no está de más recordar algo que a estas alturas debería
ser ya evidente: que las gravísimas distorsiones en la gestión de una gran
parte de las entidades (bancos, cajas, fondos, aseguradoras...) que han
provocado la mayor crisis financiera de la historia no son fruto de desvaríos
éticos, sino de la lógica de funcionamiento del propio sistema, que, en su
persecución febril de un beneficio siempre creciente y en el marco de la oleada
desregulatoria que se ha venido imponiendo en todo el mundo desde comienzos de
la década de 1980 (y que el propio sector financiero ha impulsado con indudable
acierto), ha propiciado la difusión generalizada de criterios de gestión
claramente atentatorios de la ética (y frecuentemente también de la legalidad).
No confundamos, pues, las causas con las consecuencias: la competencia cada vez
más dura y libre y la creciente relajación legal son las que han producido,
inevitablemente, el deterioro ético y las que han abocado al desastre.
Ciertamente, el caso del sistema
financiero no es excepcional: todas las empresas privadas actúan con la misma
lógica y en casi todos los sectores se han producido reducciones regulatorias.
Pero no, en general, con la misma intensidad y extensión que en el sistema
financiero. Un sistema, además, que ha alcanzado a lo largo del período de
desregulación (y en buena medida gracias a ella) un volumen y un poder
económico (e incluso un grado de hegemonía) indudables: el aumento de su peso
en el PIB mundial a lo largo del período 1980-2007 lo muestra con claridad
meridiana. Un poder que le ha permitido conseguir beneficios extraordinarios a
costa en buena medida de su clientela: y no sólo de la particular, sino de los
restantes sectores económicos (un reflejo más de lo que se ha dado en llamar
“financiarización de la economía”).
En este contexto, la competencia
ha completado la labor, generalizando inconteniblemente las malas prácticas:
rara ha sido la entidad que se ha podido permitir el lujo de resistirse a las
actuaciones generadoras de mayores rendimientos cortoplacistas (burbuja
crediticia, productos estructurados, paquetes de hipotecas subprime, paraísos
fiscales, apalancamiento y especulación desaforados...), porque nadie puede
permitirse beneficios inferiores a la competencia, pérdidas de cuotas de
mercado y las consiguientes penalizaciones por parte de los mercados de
capitales. Como alguien dijo hace mucho tiempo, éstos son la ley y los profetas
en esta jungla feroz. Ésa, y no una
epidemia peculiarmente circunstancial, es la razón del verdaderamente notable
contagio de inmoralidad que se ha extendido como una plaga bíblica en el mundo
financiero.
Una plaga que se retroalimenta,
porque no puede extrañar que un sector tan obsesionado con la máxima ganancia
inmediata y en el que se generalizan con tanta intensidad los malos hábitos
fomente y atraiga a profesionales y directivos poco escrupulosos. Es lo que
sucede con actividades de alto riesgo y alto beneficio (juego, drogas, tráfico
de armas o de personas...), en los que las rentabilidades explosivas y
adictivas actúan de poderoso imán para los poco pusilánimes frente a los
detalles éticos. Actividades en las que -como ha sucedido en el sector
financiero previo a la crisis- es verdaderamente difícil, si no heroico,
resistir a la subyugante tentación del pelotazo. Pero es algo que resulta
particularmente preocupante en el sector financiero, porque, por su propio
carácter hegemónico y su potencial de condicionamiento, tiene una intensa
capacidad de contagiar esas prácticas al conjunto del sistema.
Actuar sobre las estructuras
Ante esta situación, los
llamamientos moralistas a la regeneración ética pueden estar -aunque no siempre
lo están- cargados de buenas intenciones, pero no dejan de poner el carro
delante de los bueyes. Como también se sabe desde largo tiempo atrás, los planteamientos
morales no deberían hacernos olvidar la prosaica fuerza de las estructuras.
Para corregir los impulsos de esa poderosa fuerza no basta con intentar
recuperar la urbanidad y los buenos hábitos -que son siempre de desear-, sino
que es necesario incidir en los mecanismos que incentivan -a veces en contra de
la voluntad de los agentes individuales- las actuaciones poco virtuosas. Esos
mecanismos que, en definitiva, están en la base de la consustancial tendencia a
la desmesura, el exceso de riesgo y la inestabilidad sistémica del sector. Es
decir, hay que tratar de actuar sobre las estructuras.
¿Y qué significa “actuar sobre
las estructuras” en el caso del sector financiero? Algo tan viejo como sabido y
cuya necesidad se reconoció mayoritariamente tras el impacto de la crisis, pero
en lo que, pese a las promesas iniciales, se ha avanzado de forma muy
insuficiente: regulación más exigente (controlando la competencia y prohibiendo
las actuaciones más claramente negativas para el conjunto de la sociedad),
supervisión más severa y penalización más dura frente a los incumplimientos. Y
junto a todo ello, fomento de entidades que, por su propia naturaleza,
minimizan los riesgos y las malas prácticas (cooperativismo, banca ética...) y
creación de instituciones financieras públicas capaces de condicionar
positivamente el sistema y de compensar o mitigar los efectos potencialmente
negativos de las entidades convencionales.
Como decía, nada nuevo ni
original, pero que, aunque muchos se esfuercen en hacerlo olvidar, ha probado
suficientemente su virtualidad. Véase, por ejemplo, un artículo de Juan Torres
en el número 7 de Dossieres EsF en el que, de acuerdo con una abrumadora evidencia
empírica, recuerda cómo la más rigurosa regulación bancaria del período que va
desde el final de la II Guerra Mundial hasta finales de la década de 1970
posibilitó unas mucho menos frecuentes y graves crisis financieras que en el
período de relajación legal posterior.
Como el propio Torres concluye en
ese artículo, “sabemos perfectamente lo que hay que evitar y lo que hay que
establecer, lo que hay que hacer y lo que no, para que no haya crisis
financieras...”. No es malo, desde luego, solicitar a las entidades financieras
y a sus profesionales que mejoren voluntariamente sus comportamientos (bajo el
presunto riesgo -que no parece atemorizarles en exceso- de que si no, perderán
reputación y, a la larga, beneficios). Pero lo prioritario y urgente es tomar
medidas políticas para tratar de erradicar o dificultar todo lo posible esos
comportamientos. Medidas, sin duda, que no pueden limitarse sólo al nivel
nacional, si bien no deberíamos olvidar que en este nivel y en este país hay
todavía mucho margen de actuación posible.
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