Por Pablo Ordaz
El País, 23/01/2016.
La economía italiana esconde una bomba de relojería que ni
las hábiles maniobras de distracción puestas en práctica por el primer
ministro, Matteo Renzi, pueden ya ocultar. Desde principios de año, el valor
bursátil de sus bancos ha disminuido una media del 20% —alcanzándose incluso
caídas del 40% como en el caso del Monte dei Paschi (Mps)—, un dato
especialmente grave si se tienen en cuenta dos aspectos conectados entre sí.
Por un lado, el sector constituye el 30% de la bolsa de
Milán y, por otro, supone el primer recurso —muy por delante del mercado de
capitales— al que acuden las pequeñas y medianas empresas para financiarse. No
es de extrañar por tanto que la crisis —desde 2008, Italia ha perdido ocho
puntos del PIB y un cuarto de la producción industrial al tiempo que se
duplicaba la tasa de paro— haya provocado una morosidad casi imposible de
asumir.
Se estima que los créditos concedidos por los bancos
italianos y que ya no podrán recuperar superan los 200.000 millones de euros
—un 16,7% del total, más del doble que en España (el 7%) o Francia (el 4%)—, a
los que hay que añadir otros 160.000 millones que, según el Banco de Italia,
tampoco se podrán cobrar. Una parte de la solución —o más bien del parche—
sería la creación de un banco malo, una opción que Italia rechazó cuando la
pusieron en práctica España o Irlanda, pero cuyas condiciones negocia ahora a
contrarreloj el ministro italiano de Economía, Pier Carlo Padoan, en la cumbre
de Davos. Su principal baza es que la explosión de la bomba italiana —la
tercera economía de la UE— afectaría de lleno a toda la eurozona.
No deja de ser curioso que Renzi haya hecho coincidir el
desplome bancario en Italia —provocado en parte por el temor de los inversores
al conocerse que el BCE había solicitado a algunas entidades informes sobre los
créditos de riesgo— con una polémica, tan agria como insustancial, con el
presidente de la comisión europea, Jean-Claude Juncker. Una cortina de humo
confeccionada con descalificaciones mutuas —“ya está bien de criticar a
Europa”, le afeaba Juncker; “no nos dejaremos intimidar”, le respondía Renzi—
que amainó en 48 horas y que sirvió para distraer el más grave problema, tanto
económico como político, que afronta el primer ministro desde que, hace ahora
dos años, se hizo con el poder.
Su pretendida reforma del sistema bancario está resultando
un fiasco: con bancos salvados in extremis —y sobre los que planea la sospecha
de tráfico de influencias a favor de familiares de destacados miembros del
Gobierno—, otra media docena larga de bancos en venta sin esperanzas de
comprador y, lo que es más grave, la ausencia de un diagnóstico real de la
situación dada la opacidad de las instituciones financieras. Según las
encuestas, el 60% de los italianos considera que Renzi está manejando mal el
asunto de los bancos, y solo un 28% lo aprueba.
Un problema si se tiene en cuenta que el primer ministro ha
prometido que, el próximo noviembre, someterá las reformas emprendidas por su
Gobierno —entre las que destaca la reducción de las competencias del Senado— a
un referéndum, y que, si lo pierde, abandonará la política. De ahí que la
decisión de Renzi de atacar a la UE delante del electorado más euroescéptico de
Europa pueda sonar a un intento, muy peligroso, de mantener su liderazgo.
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