jueves, 13 de octubre de 2016

La impunidad bancaria en Europa



Por Andrés Villena Oliver
Contexto, 12/10/2016.

Pese a contar con la confianza adscrita a su nombre, Deutsche Bank, el banco alemán, está pasando por un auténtico calvario este otoño. El diario británico Financial Times revelaba este lunes que la entidad financiera alemana habría recibido un trato especial por parte del Banco Central Europeo durante los test de estrés de julio, al haberle permitido computar la venta aún no materializada de su participación en Hua Xia. El gigante teutón se queda desnudo ante estas informaciones que, no obstante, solo llegarán a un público especializado.

Lo que sí se va extendiendo son las consecuencias de sus apuestas financieras. Las operaciones arriesgadas le están suponiendo una fortuna en multas que, combinadas con las operaciones de fusión fallidas (como la intentada con el Commerzbank), han puesto a la entidad alemana en una precaria situación. Es uno más de los resistentes efectos de una crisis económica que ha transitado ya durante ocho años por la misma fecha, el 15 de septiembre del año 2008, cuando Lehman Brothers –una entidad clave para el resurgir estadounidense durante el New Deal, conducida entonces por los hermanos Lehman, miembros de la élite judía propensa al pacto social con Roosevelt– quebró y quedó expuesto al público como suerte de sanción ejemplar. El castigo no salió como se esperaba y provocó un tsunami bancario, todo un 11S financiero debido a las infinitas conexiones que estas grandes empresas habían establecido entre sí en un mundo que en el ámbito de la alta finanza demuestra siempre ser pequeño y enormemente cohesivo, como se ha comprobado en algunos estudios empíricos.

Después del desastre de Lehman y una vez comprendido el carácter sistémico de la implosión financiera, el Gobierno federal norteamericano procedió a un histórico rescate que volvería a poner de manifiesto que el neoliberalismo reserva un importantísimo papel al Leviatán estatal como el protector de los intereses de las grandes empresas. Pocos días después de una reunión del G20 con pomposas declaraciones sobre la refundación del capitalismo, el todavía presidente Bush y su secretario del Tesoro, John Paulson (ex CEO de Goldman Sachs), impulsaron el mastodóntico programa TARP (Troubled Asset Relief Program). El TARP habilitó hasta 700.000 millones de dólares para salvar al resto de las entidades financieras que no habían sido humilladas como Lehman. La posterior ley demócrata Dodd-Frank –a pesar del activismo republicano en el Congreso y en el Senado, que logró rebajar las pretensiones reguladoras de la normativa– limitaría el alcance real del TARP en varios cientos de miles de millones; no obstante, la estrategia había funcionado: las grandes entidades sistémicas dedujeron que, ocurrido el gran sacrificio inicial, ya no las dejarían caer. Con este too big to fail como nuevo lema institucional, la sangría financiera se cortó y se pudo simular una cierta situación de normalidad económica: pese a que las empresas financieras eran muertos vivientes atragantados con ladrillo, la liquidez prometida y la seguridad de que no se produciría otro colapso terminaron por minimizar las apuestas negativas en los mercados, permitiendo que los distintos agentes económicos tomaran algo de oxígeno para exhibir comportamientos más previsibles. La política monetaria expansiva de la Reserva Federal hizo el resto.

Pero el rescate en los Estados Unidos no supuso precisamente un cheque en blanco para los bancos que habían hecho de la avaricia exponencial su modelo de negocio (muchos de ellos, como es el caso de Goldman Sachs, apostando contra los intereses de sus propios clientes, en un paroxismo de la maximización de los beneficios). Probablemente como consecuencia de la presión de la ciudadanía, del nacimiento del Tea Party –indignados ultraconservadores, retrógrados en lo social y libertarios en lo económico–, del aviso realizado por el movimiento Occupy Wall Street, de la conducta de algunos dirigentes demócratas como la senadora Elizabeth Warren o el candidato Bernie Sanders, así como de las pretensiones reformistas de la primera Administración Obama, el Gobierno de los Estados Unidos consiguió recuperar casi todos los préstamos concedidos a la banca privada, obteniendo, además, beneficios en concepto de intereses.

La acción gubernamental norteamericana no ha quedado ahí. Otro aspecto interesante de la respuesta estadounidense ha consistido en el activismo de su Departamento de Justicia, que ha actuado con firmeza hacia las grandes entidades financieras asistidas: Bank of America –que adquirió Merril Lynch en pleno desastre– ha tenido que satisfacer sanciones por un total de 70.000 millones de dólares; JP Morgan, por 26.425 millones; Citi, por 11.720; Wells Fargo, 9.531… Goldman Sachs, probablemente uno de los bancos de los que más se ha hablado en este período crítico, ha tenido que pagar 921 millones de dólares; no es este el espacio para plantear una relación entre esta multa, comparativamente inferior a la de los otros bancos, y el hecho de que Goldman tenga una excelente política institucional exterior: al llegar Obama, John Paulson fue sustituido como secretario del Tesoro por Timothy Geithner, también exdirectivo del mismo banco; Robert Rubin, asesor económico del presidente (como también lo fuera de Bill Clinton, y probablemente lo sea de Hillary), acumulaba una dilatada experiencia profesional en la misma entidad… Parece que en los plutocráticos Estados Unidos, las puertas giratorias y la existencia de una élite de poder que en cierto modo controla los resortes de la democracia no han impedido una rendición de cuentas ante la disfuncional conducta bancaria. Según el banco de datos del diario Financial Times, en julio de 2015 los reguladores norteamericanos habrían ingresado ya un total de 162.200 millones de dólares a cuenta de estas sanciones a sus bancos. Y no parece que la dureza regulatoria y sancionadora haya frenado una recuperación económica que, al menos hasta ahora, se sitúa a la cabeza de las naciones desarrolladas post industriales.

Las multas de la justicia estadounidense no se han limitado a los bancos patrios: el Deutsche Bank y el francés BNP Paribas tendrán que satisfacer sanciones por un importe de 14.000 y 8.900 millones de dólares, respectivamente. Dichas sanciones contrastan por su alta cuantía con las emitidas por la Comisión Europea que, pese a ser extremadamente exigente con países deudores como Grecia, España y Portugal –a los que obligó a aceptar planes de austericidio equivalentes a multas muchas veces perpetuas–, ha mostrado una mayor comprensión con las entidades privadas. Un ejemplo es el de los bancos multados por manipular de manera conjunta el Euribor, el Libor e incluso el tipo de intercambio de los bancos japoneses, el Tibor. Barclays Bank y UBS, al ser los más prestos a la colaboración con la Justicia e incluso haber denunciado una práctica en la que ellos mismos habían incurrido inicialmente, se libraron de la sanción económica; para los demás, Deutsche Bank, Royal Bank of Scotland, Société Genérale, JPMorgan y Citigroup pagaron un total de 1.700 millones de euros, una suma infinitamente menor a la exigida a cualquier banco estadounidense en el proceso anteriormente expuesto.

El caso español es, si cabe, más vergonzoso. Habiendo amnistiado enormes sumas de dinero evadido y defraudado, así como indultado a dirigentes bancarios que habían actuado contra la ley, no podía esperarse mucho de nuestra acción reguladora, qué decir de las sanciones... La persistente negativa de la crisis por parte del presidente Zapatero, el papel del fallecido Emilio Botín (Santander) y, después, de Francisco González (BBVA) como portavoces económicos de facto de los gobiernos españoles (siempre para dar “confianza” a los mercados), el pacto alcanzado entre la gran banca nacional y el Tesoro para la financiación de la deuda pública y el rescate incondicional de Bankia (100.000 millones de euros puestos a disposición por Europa) constituyen algunas pinceladas de una gestión económica realizada sin planificación alguna y con frecuentes y trágicas improvisaciones.

La necesidad de poner fin a la sangría fiscal y, después, de evitar la quiebra, ha llevado a los dirigentes del Estado a hacer todo lo posible por evitar unos males mayores que nunca quedaron claros. Quizá nuestro papel de deudor apalancado con una descomunal deuda privada, la falta de firmeza del último ejecutivo Zapatero y la procedencia bancaria de muchos de los dirigentes conservadores nombrados por Mariano Rajoy (Luis de Guindos procedía precisamente del extinto Lehman, de Nomura y de Banca Mare Nostrum; su número dos, Íñigo Fernández de Mesa, de Lehman y de Barclays…) pudieron contribuir a una acción jurídica infinitamente menos exigente que la llevada por naciones más soberanas en lo presupuestario. Pese a que estos días se está celebrando el juicio por las ominosas y para todos conocidas tarjetas black de CajaMadrid, las multas a Bankia y a Catalunya Bank no sobrepasan, en total, los seis millones de euros; el Banco Santander fue multado con 16,9 millones de euros por la comercialización de una serie de productos complejos sin información; el Banco Popular, con un millón por la opacidad de sus productos convertibles... Pese a que las páginas web de la Comisión Nacional del Mercado de Valores y del Banco de España se encuentran repletas de sanciones a acciones graves o muy graves por parte de la mayoría de las entidades financieras, se trata de cantidades ridículas y puntuales que palidecen ante la actuación jurídica sistémica adoptada en otros países. Y, sobre la devolución de lo prestado a la banca rescatada, el Estado está esperando aún ingresar dinero con la privatización definitiva de Bankia, pero más de la mitad del dinero del rescate se da ya por perdido...

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