Por Andrés Villena
Oliver
Contexto, 12/10/2016.
Pese a contar con la confianza adscrita a su nombre,
Deutsche Bank, el banco alemán, está pasando por un auténtico calvario este
otoño. El diario británico Financial Times revelaba este lunes que la entidad
financiera alemana habría recibido un trato especial por parte del Banco
Central Europeo durante los test de estrés de julio, al haberle permitido computar
la venta aún no materializada de su participación en Hua Xia. El gigante teutón
se queda desnudo ante estas informaciones que, no obstante, solo llegarán a un
público especializado.
Lo que sí se va extendiendo son las consecuencias de sus
apuestas financieras. Las operaciones arriesgadas le están suponiendo una
fortuna en multas que, combinadas con las operaciones de fusión fallidas (como
la intentada con el Commerzbank), han puesto a la entidad alemana en una
precaria situación. Es uno más de los resistentes efectos de una crisis
económica que ha transitado ya durante ocho años por la misma fecha, el 15 de
septiembre del año 2008, cuando Lehman Brothers –una entidad clave para el
resurgir estadounidense durante el New Deal, conducida entonces por los
hermanos Lehman, miembros de la élite judía propensa al pacto social con
Roosevelt– quebró y quedó expuesto al público como suerte de sanción ejemplar.
El castigo no salió como se esperaba y provocó un tsunami bancario, todo un 11S
financiero debido a las infinitas conexiones que estas grandes empresas habían
establecido entre sí en un mundo que en el ámbito de la alta finanza demuestra
siempre ser pequeño y enormemente cohesivo, como se ha comprobado en algunos
estudios empíricos.
Después del desastre de Lehman y una vez comprendido el
carácter sistémico de la implosión financiera, el Gobierno federal
norteamericano procedió a un histórico rescate que volvería a poner de
manifiesto que el neoliberalismo reserva un importantísimo papel al Leviatán
estatal como el protector de los intereses de las grandes empresas. Pocos días
después de una reunión del G20 con pomposas declaraciones sobre la refundación
del capitalismo, el todavía presidente Bush y su secretario del Tesoro, John
Paulson (ex CEO de Goldman Sachs), impulsaron el mastodóntico programa TARP
(Troubled Asset Relief Program). El TARP habilitó hasta 700.000 millones de
dólares para salvar al resto de las entidades financieras que no habían sido
humilladas como Lehman. La posterior ley demócrata Dodd-Frank –a pesar del
activismo republicano en el Congreso y en el Senado, que logró rebajar las
pretensiones reguladoras de la normativa– limitaría el alcance real del TARP en
varios cientos de miles de millones; no obstante, la estrategia había
funcionado: las grandes entidades sistémicas dedujeron que, ocurrido el gran
sacrificio inicial, ya no las dejarían caer. Con este too big to fail como
nuevo lema institucional, la sangría financiera se cortó y se pudo simular una
cierta situación de normalidad económica: pese a que las empresas financieras
eran muertos vivientes atragantados con ladrillo, la liquidez prometida y la seguridad
de que no se produciría otro colapso terminaron por minimizar las apuestas
negativas en los mercados, permitiendo que los distintos agentes económicos
tomaran algo de oxígeno para exhibir comportamientos más previsibles. La
política monetaria expansiva de la Reserva Federal hizo el resto.
Pero el rescate en los Estados Unidos no supuso precisamente
un cheque en blanco para los bancos que habían hecho de la avaricia exponencial
su modelo de negocio (muchos de ellos, como es el caso de Goldman Sachs,
apostando contra los intereses de sus propios clientes, en un paroxismo de la
maximización de los beneficios). Probablemente como consecuencia de la presión
de la ciudadanía, del nacimiento del Tea Party –indignados ultraconservadores,
retrógrados en lo social y libertarios en lo económico–, del aviso realizado
por el movimiento Occupy Wall Street, de la conducta de algunos dirigentes
demócratas como la senadora Elizabeth Warren o el candidato Bernie Sanders, así
como de las pretensiones reformistas de la primera Administración Obama, el
Gobierno de los Estados Unidos consiguió recuperar casi todos los préstamos
concedidos a la banca privada, obteniendo, además, beneficios en concepto de
intereses.
La acción gubernamental norteamericana no ha quedado ahí.
Otro aspecto interesante de la respuesta estadounidense ha consistido en el
activismo de su Departamento de Justicia, que ha actuado con firmeza hacia las
grandes entidades financieras asistidas: Bank of America –que adquirió Merril
Lynch en pleno desastre– ha tenido que satisfacer sanciones por un total de
70.000 millones de dólares; JP Morgan, por 26.425 millones; Citi, por 11.720;
Wells Fargo, 9.531… Goldman Sachs, probablemente uno de los bancos de los que
más se ha hablado en este período crítico, ha tenido que pagar 921 millones de
dólares; no es este el espacio para plantear una relación entre esta multa,
comparativamente inferior a la de los otros bancos, y el hecho de que Goldman
tenga una excelente política institucional exterior: al llegar Obama, John
Paulson fue sustituido como secretario del Tesoro por Timothy Geithner, también
exdirectivo del mismo banco; Robert Rubin, asesor económico del presidente
(como también lo fuera de Bill Clinton, y probablemente lo sea de Hillary),
acumulaba una dilatada experiencia profesional en la misma entidad… Parece que
en los plutocráticos Estados Unidos, las puertas giratorias y la existencia de
una élite de poder que en cierto modo controla los resortes de la democracia no
han impedido una rendición de cuentas ante la disfuncional conducta bancaria.
Según el banco de datos del diario Financial Times, en julio de 2015 los
reguladores norteamericanos habrían ingresado ya un total de 162.200 millones
de dólares a cuenta de estas sanciones a sus bancos. Y no parece que la dureza
regulatoria y sancionadora haya frenado una recuperación económica que, al
menos hasta ahora, se sitúa a la cabeza de las naciones desarrolladas post
industriales.
Las multas de la justicia estadounidense no se han limitado
a los bancos patrios: el Deutsche Bank y el francés BNP Paribas tendrán que
satisfacer sanciones por un importe de 14.000 y 8.900 millones de dólares,
respectivamente. Dichas sanciones contrastan por su alta cuantía con las emitidas
por la Comisión Europea que, pese a ser extremadamente exigente con países
deudores como Grecia, España y Portugal –a los que obligó a aceptar planes de
austericidio equivalentes a multas muchas veces perpetuas–, ha mostrado una
mayor comprensión con las entidades privadas. Un ejemplo es el de los bancos
multados por manipular de manera conjunta el Euribor, el Libor e incluso el
tipo de intercambio de los bancos japoneses, el Tibor. Barclays Bank y UBS, al
ser los más prestos a la colaboración con la Justicia e incluso haber
denunciado una práctica en la que ellos mismos habían incurrido inicialmente,
se libraron de la sanción económica; para los demás, Deutsche Bank, Royal Bank
of Scotland, Société Genérale, JPMorgan y Citigroup pagaron un total de 1.700
millones de euros, una suma infinitamente menor a la exigida a cualquier banco
estadounidense en el proceso anteriormente expuesto.
El caso español es, si cabe, más vergonzoso. Habiendo
amnistiado enormes sumas de dinero evadido y defraudado, así como indultado a
dirigentes bancarios que habían actuado contra la ley, no podía esperarse mucho
de nuestra acción reguladora, qué decir de las sanciones... La persistente
negativa de la crisis por parte del presidente Zapatero, el papel del fallecido
Emilio Botín (Santander) y, después, de Francisco González (BBVA) como
portavoces económicos de facto de los gobiernos españoles (siempre para dar
“confianza” a los mercados), el pacto alcanzado entre la gran banca nacional y
el Tesoro para la financiación de la deuda pública y el rescate incondicional
de Bankia (100.000 millones de euros puestos a disposición por Europa)
constituyen algunas pinceladas de una gestión económica realizada sin
planificación alguna y con frecuentes y trágicas improvisaciones.
La necesidad de poner fin a la sangría fiscal y, después, de
evitar la quiebra, ha llevado a los dirigentes del Estado a hacer todo lo
posible por evitar unos males mayores que nunca quedaron claros. Quizá nuestro
papel de deudor apalancado con una descomunal deuda privada, la falta de
firmeza del último ejecutivo Zapatero y la procedencia bancaria de muchos de
los dirigentes conservadores nombrados por Mariano Rajoy (Luis de Guindos
procedía precisamente del extinto Lehman, de Nomura y de Banca Mare Nostrum; su
número dos, Íñigo Fernández de Mesa, de Lehman y de Barclays…) pudieron
contribuir a una acción jurídica infinitamente menos exigente que la llevada
por naciones más soberanas en lo presupuestario. Pese a que estos días se está
celebrando el juicio por las ominosas y para todos conocidas tarjetas black de
CajaMadrid, las multas a Bankia y a Catalunya Bank no sobrepasan, en total, los
seis millones de euros; el Banco Santander fue multado con 16,9 millones de
euros por la comercialización de una serie de productos complejos sin
información; el Banco Popular, con un millón por la opacidad de sus productos
convertibles... Pese a que las páginas web de la Comisión Nacional del Mercado
de Valores y del Banco de España se encuentran repletas de sanciones a acciones
graves o muy graves por parte de la mayoría de las entidades financieras, se
trata de cantidades ridículas y puntuales que palidecen ante la actuación
jurídica sistémica adoptada en otros países. Y, sobre la devolución de lo
prestado a la banca rescatada, el Estado está esperando aún ingresar dinero con
la privatización definitiva de Bankia, pero más de la mitad del dinero del
rescate se da ya por perdido...
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