Por Joan Coscubiela
Nueva Tribuna.es, 14/11/2014.
La crisis económica iniciada en
2007, de la que estamos muy lejos de poder salir, se ha convertido en una
crisis social, política y democrática de primera magnitud. Entre otras cosas
porque sus orígenes son políticos y democráticos: la pérdida de soberanía real
de la sociedad y las instituciones democráticas en beneficio de unos mercados
de capital cada vez más poderosos políticamente, que imponen las políticas a
los Estados.
En España y otros países europeos
lo hemos sufrido de manera muy directa durante estos últimos años. Los mercados
de capitales han exigido para financiar la deuda pública provocado por el
endeudamiento privado -fundamentalmente bancario y empresarial- que el Estado
Español ponga en marcha políticas de reducción del gasto público y reformas estructurales
que incluyen desde la reducción del estado social hasta la precarización de las
condiciones de trabajo, incluida una reducción estructural de salarios.
Esta transferencia
antidemocrática de soberanía tiene su origen en el gran desequilibrio de fuerzas
entre unos mercados que actúan en el marco de una economía globalizada y unas
instituciones que actúan en los estrechos márgenes del Estado Nación.
Este no es un proceso nuevo. Los
primeros síntomas de estos cambios tan radicales aparecen entre los años 70 y
80 del siglo pasado. Con expresiones institucionales, entre las que destaca la
reducción de fronteras comerciales y con expresiones ideológicas como la del
"capitalismo popular" de Thatcher, que tenía la intención y lo ha
conseguido que las personas dejaran de considerarse a sí mismos ciudadanos para
convertirse en consumidores y capitalistas. La estafa financiera de las
participaciones preferentes ha sido posible entre otras cosas por esta
colonización ideológica de la mente de las personas.
Cada vez es más evidente que la
lucha determinante del siglo XXI es la de la recuperación de la soberanía por
los ciudadanos. Una batalla por la soberanía que ya no es, como en los siglos
XIX y XX, entre los Estados, sino que se entrega y cada vez más, entre la
sociedad organizada social e institucional en espacios plurinacionales y los
mercados de capitales.
En esta lucha democrática para
decidir quién ostenta la soberanía, la próxima batalla, la que ya se está
entregando, es la del Tratado
Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) entre los
Estados Unidos y la Unión Europea.
Como suele ocurrir con estos
Tratados su negociación se casi clandestina, con cláusulas explícitas de
confidencialidad que imponen a los negociadores. El oscurantismo va acompañado
de un intento de vender gato por liebre. Como siempre, los poderes económicos
venden sus estrategias en nombre de la libertad y el progreso económico y
social.
Así, el TTIP se presenta en nombre de la libertad
de comercio, de la reducción de fronteras entre las dos partes del Atlántico y
cómo no, acompañado de todo tipo de loas
a su capacidad de generar
crecimiento económico, empleo y bienestar social. ¿Quién puede estar en contra
de un panorama tan paradisíaco?
Pero la realidad es mucho más
oscura y dura. Cuando todavía estamos sufriendo las consecuencias de una crisis
que tiene sus orígenes en un modelo de globalización económica sin derechos y
reglas. Cuando asistimos al vergonzante espectáculo de unos Jefes de Estado y
de gobierno europeos que se niegan a ceder soberanía a las instituciones
europeas, pero se someten a las decisiones de espacios y organismos no
democráticos -no elegidos por los ciudadanos- como la Troika, ahora nos
plantean otro paso más en esta dirección de globalización económica sin reglas
políticas ni controles democráticas.
Este es de hecho el elemento
central, determinante del TTIP. Mientras en la Unión Europea se libra una
batalla para determinar cuál será su naturaleza definitiva, si sólo un espacio
de libertad de capitales, mercancías y servicios o bien un espacio político con
instituciones democráticas propias -no sólo intergubernamentales- los poderes
económicos, encabezados por mercados de capitales han lanzado un nuevo proyecto
que va en la dirección de una globalización sin derechos ni reglas
democráticas.
Parece evidente que si no
queremos ceder del todo la soberanía democrática de las instituciones nos
debemos negar a que se pongan en marcha nuevos espacios económicos, que no
vayan acompañados de un espacio democrático y político de regulación política y
democrática. Y el TTIP, más allá de los detalles, es sobre todo un proyecto de
crear un gran espacio comercial sin ningún control político. O lo que es peor
en que el regulador sea el propio mercado, siguiendo no reglas democráticas,
sino las reglas de los mercados.
En su fase actual de negociación,
tenemos evidencias de que el proyecto de TTIP pasa por sustituir a las
instituciones democráticas por procesos reguladores que vía armonización a la
baja, determinarán los mercados. En temas tan importantes como la protección
del medio ambiente, la seguridad alimentaria, la salud pública, los derechos de
los consumidores y los derechos laborales.
Incluso se pretende generalizar
la lógica privada en la solución de los conflictos entre empresas y entre
empresas y Estados. Trasladando la solución de los conflictos del ámbito de los
Tribunales en el ámbito de los mecanismos arbitrales privados. El arbitraje
puede ser un buen mecanismo para resolver conflictos entre empresas, siempre
que no suponga la capacidad de los Tribunales arbitrales privados para imponer
decisiones a los estados, como ya ha ocurrido en algunos casos el marco de la
Organización Mundial del Comercio (OMC).
Los objetivos del TTIP han quedado muy claros en las
declaraciones del Portavoz del lobby de la industria alimentaria de EEUU,
cuando ha declarado que el TTIP debería suponer la reducción de exigencias de
seguridad alimentaria que están establecidas en la Unión Europea que, según él,
no aportan más seguridad que la de EEUU y en cambio dificultan la creación de
un mercado alimentario transatlántico. Más claro el agua.
Entre los objetivos claves del
TTIP está la reconversión ideológica del papel y la naturaleza de los servicios
públicos. Mientras en la UE los servicios públicos constituyen uno de los
pilares del Estado social y los servicios que se garantizan tienen la
consideración de derechos sociales, uno de los objetivos del TTIP se convirtió,
como ya ocurre en otros países, especialmente en los EE.UU., los derechos sociales
en mercancías, reguladas no por la lógica de la ciudadanía, sino por la lógica
de los mercados.
Pero el objetivo último es
generar un nuevo mercado de servicios para las multinacionales, a partir de
abrir el importante sector económico de los servicios públicos en los países de
la Unión Europea a la posibilidad de ser gestionados y gobernados por empresas
privadas. Nada que en Cataluña nos venga de nuevo, para que los procesos de
privatización de la gestión de importantes instituciones sanitarias va en la
misma lógica.
Deberíamos tener claro que los
derechos sociales de los ciudadanos y las condiciones de trabajo de los
empleados públicos del siglo XXI nos los jugamos en la batalla frente al TTIP.
Si no lo detenemos, las lágrimas pueden subir más el nivel del mar que el
calentamiento global.
DESGLOBALIZAR
Que nadie haga lecturas
apresuradas del título. No pretendo negar un proceso económico, la
globalización, que responde a factores y dinámicas muy potentes. Pero sí
planteo la necesidad de políticas que apuesten por ralentizar los procesos de
globalización económica y acelerar los de globalización política.
Se trata de restituir el
equilibrio entre mercados y sociedad que la globalización ha roto. El dilema no
es nuevo, se trata de evitar que una globalización económica sin reglas ni
contrapoderes imponga una sociedad gobernada por los mercados frente a una
política incapaz de desarrollar su función básica, la de civilizar las
relaciones económicas.
Con la crisis hemos comprobado
que una UE sin musculatura política frente a un mundo globalizado
económicamente convierte la política en una suma de impotencias.
Este debe ser el enfoque
determinante para analizar la propuesta de Tratado Trasatlántico de Inversión y
Comercio (TTIC) entre la Unión Europea y EEUU.
Si algo deberíamos haber
aprendido de esta última crisis son las graves consecuencias sociales, en
términos de aumento de la desigualdad y la pobreza, que provoca la existencia
de una gran desequilibrio de poder entre una economía global cada vez más potente
y unas estructuras sociales y políticas cada vez más impotentes.
A pesar del obscurantismo con el que la tecnocracia de la
UE y de EEUU están llevando las negociaciones, lo que en una sociedad democrática
debería ser motivo suficiente para su rechazo, comienzan a conocerse algunos de
sus contenidos. Y a través suyo se detecta claramente el principal objetivo del
TTIP: un paso más en la configuración de grandes áreas económicas no gobernadas
por la sociedad, sino por los mercados y por las grandes corporaciones
transnacionales. Y también comienzan a vislumbrarse cuales pueden ser sus
principales efectos indirectos y sus daños colaterales.
Va a ser difícil hacer llegar a
la ciudadanía la trascendencia del TTIP. Sobre todo porque desde los poderes
económicos y sus vocerosse nos va a vender sus bondades económicas, en forma de
creación de empleo. Y se va a explicar el debate en términos maniqueos entre
proteccionistas (los malos) y partidarios del libre comercio (los buenos). Ya
ha comenzado a hacerlo el Ministro Margallo en una de sus “zaratrustianas”
intervenciones en el Congreso de Diputados.
Detrás del TTIP hay una clara
voluntad de crear una nueva área económica, en la que el capital global pueda moverse
sin límites o con menos restricciones y controles políticos que los actuales.
No deberíamos olvidar que en
estos procesos siempre suelen haber ganadores y perdedores. No es solo que las
grandes corporaciones van a tener más posibilidades de copar mercados en
detrimento de las PYMES. O que las economías menos fuertes, las del Sur de
Europa, pueden ser las afectadas por la mayor penetración de empresas
norteamericanas. El conflicto central en el TTIP no se da en términos
nacionales, entre empresas europeas y estadounidenses. Lo determinante del TTIP
es que, de aprobarse, aumentaría aún más el desequilibrio entre mercados y
sociedad, en beneficio del poder político de los mercados.
Con el mecanismo de
“reconocimiento mutuo” de legislaciones, se pretende que las condiciones
regulatorias que afectan a un determinado sector deban ser aceptadas por todos
los países. Se trata de “armonizar competitivamente a la baja” las
regulaciones. Este factor es determinante en ámbitos como el de la salud
alimentaria, en el que la UE tiene unas condiciones más exigentes que los EEUU,
que según los lobbies de la industria norteamericana dificultan el libre
comercio y no mejoran la protección de los ciudadanos.
Otro factor es el establecimiento
de mecanismos privados de mediación y arbitraje en los conflictos de intereses
entre corporaciones privadas. Nada que objetar si ello no supusiera una
auto-exclusión de las grandes corporaciones del sometimiento a los Tribunales
de Justicia ordinarios. Y también que algunas de estas decisiones arbitrales,
en los conflictos entre empresas o de las empresas con los Estados, puedan
terminar con obligaciones o prohibiciones a actuar de los Estados soberanos,
impuestas por Tribunales privados.
En general, con el TTIP pretenden
establecer condiciones más favorables al movimiento de capitales para invertir
o comerciar entre UE y EEUU, sin que ello vaya parejo a la creación o
reforzamiento de espacios de regulación políticos. Y ello supone un nuevo
desplazamiento del poder político de regulación. De las instituciones
democráticas a los mercados. Y en consecuencia un debilitamiento de la
política, como sociedad organizada, frente los mercados.
Por eso, la prioridad hoy es abordar las reformas
necesarias para ampliar el poder político de la Unión Europea en su dimensión
comunitaria, no intergubernamental. Y mientras, impedir la ampliación de nuevas
áreas de comercio e inversión sin gobierno político.
De eso, y no de libre comercio,
va el TTIP.
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