Por Juan Torres
Público.es, 04/06/2015.
Una de las rémoras más grandes
que siempre ha tenido la izquierda más radical (la que suele autodefinirse como
auténticamente transformadora) a la hora de lograr confianza y apoyo
social es su falta de experiencia en la gestión de los asuntos ordinarios
de la gente normal y corriente. Un problema que se agrava al hacerse más
general con las nuevas generaciones de líderes políticos que aspiran a gobernar
a un país entero sin haber tenido nunca experiencia profesional o solo muy
precaria dadas las pocas alternativas que proporciona hoy día el mercado
laboral.
Tengo colegas de universidad que
llevan treinta o cuarenta años promoviendo cambios sociales profundos,
reclamando la superación del capitalismo y abogando por avanzar cuanto antes
hacia nuevas forma de organización social pero que nunca en su vida han asumido
la responsabilidad de dirigir un departamento, una facultad, vicerrectorados o
ni siquiera la presidencia de su comunidad de vecinos, por no hablar de dirigir
empresas o cualquier tipo de organización. Le dicen a la gente que hay que
cambiar el mundo de arriba a abajo pero ellos no han sido capaces de cambiar
nada para que las cosas sean de otro modo en la práctica diaria, para que la
vida de los demás sea más cómoda, más feliz y liberadora. Por lo general,
consideran que ocuparse de ese tipo de tareas, dedicar tiempo y esfuerzo a
tratar de mejorar a corto plazo la existencia de la gente, es “reformismo” que
en lugar de acabar con el sistema lo refuerza. O que esas tareas (gracias a las
cuales investigan o se abren día a día sus centros de trabajo o las escuelas y
hospitales a donde llevan a sus hijos) solo son propias de burócratas o
políticos profesionales.
A mí me parece, por el contrario,
que ese reformismo que se detesta es un ingrediente imprescindible de la
actividad política y que sin él es imposible que un proyecto político consiga
suficiente apoyo social, por muy atractivas que puedan ser sus propuestas
teóricas o doctrinales. ¿Cómo se va a creer alguien que somos capaces de
transformar lo más profundo de la sociedad si no hacemos que cambien sus
procesos más elementales? ¿Cómo vamos a poder cambiar el sistema en su
conjunto, y cómo vamos a hacerle creer a la gente que lo podemos conseguir, si
no mostramos que somos capaces de hacer que cambien las cosas día a día, minuto
a minuto? ¿Quién puede creerse que uno puede con lo mucho cuando no puede con
lo poco? ¿Y en virtud de qué va a creer la gente que nuestras propuestas
mejorarán su vida si no ven con sus propios ojos que lo que proponemos se
traduce en la práctica en un modo diferente de ser, de vivir y de relacionarse
mejor y más satisfactoriamente con los demás y con la sociedad en su conjunto?
La izquierda que tradicionalmente
rechaza ese tipo de reformismo es la que, precisamente por ello, también suele
tener una gran reserva a la hora de formar parte de las instituciones y la que
ha generado un discurso ad hoc para justificar estar fuera de ellas: hay que
cambiar tan radicalmente todo que nada se puede hacer si no es cambiarlo todo
de una vez. Y las instituciones desde donde se gobierna solo se entienden como
un espacio de prebendas, de sillones cómodos y de cargos privilegiados que
viven a costa de los demás. Cuánto más lejos de ellos, por lo tanto, mucho
mejor.
La consecuencia es que no se
trabaja para estar en las instituciones y que, por tanto, se deja en manos de
otros la posibilidad de decidir y de establecer las normas que, desde ellas,
condicionan el desarrollo de la vida social.
Sin embargo, una buena parte de
la izquierda que ha mantenido en España este tipo de argumentos acaba de
promover con éxito candidaturas municipales y autonómicas y ante ella se abre
un escenario inusitado. Ahora no será suficiente con elaborar proclamas o
convocar manifestaciones para decir que todo está mal y que hay que cambiarlo.
Cientos de personas que hasta ahora solo se consideraban a sí mismas como
activistas van a tener que dejar a un lado la épica del asalto al cielo para
ocuparse de asuntos mucho más prosaicos y hasta ahora seguramente
intrascendentes para ellas: asegurar que los bomberos cuenten con recursos, que
las alcantarillas estén despejadas, los cementerios limpios y las calles bien
aseadas cada mañana, o garantizar que los quirófanos abran y que haya médicos o
profesores en todos los lugares donde son necesarios. Y ahora tendrán que hacer
frente a una clase trabajadora que no es la de las grandes
gestas proletarias sino la que solo y a cualquier precio busca mejores
condiciones en la relación de puestos de trabajo; por no hablar de que habrá
que ajustarse a presupuestos que a todos resultarán escasos y cuyo incremento
no estará posiblemente en manos de nadie, o de que habrá que manejar impuestos
comprobando que no es tan fácil subirlos sin afectar a muchas actividades que
crean empleo y riqueza. También los activistas tendrán que disponerse ahora a
hacer recortes y muchos descubrirán que los cargos que creían sinecuras son más
bien pesadas cargas (“quien gobierna, mal descansa”, decía Lope de Vega”).
Hay que cambiar el chip. Para transformar la sociedad hay que tener la
posibilidad de escribir negro sobre blanco en el Boletín Oficial del Estado,
hay que estar en las instituciones y hay que construir desde ellas un modelo de
sociedad diferente en todas y cada una de esas actividades que se nos antojan
nimias y que están tan alejadas de los grandes discursos doctrinarios pero que
son, al fin y al cabo, de las que depende que la gente viva peor o mejor. Y eso
significa que hay que empezar a moverse en el mundo real, allí donde no hay
dinero suficiente, ni donde se puede hacer todo lo que se quiere, porque no
puedes o porque no te dejan, donde has de negociar cada acción, medir cada
palabra y pensar cien veces cada paso antes de darlo. Donde no se interactúa
solo con afines porque se está siempre rodeado de personas que piensan, dicen y
deciden de modo diferente a ti.
Lo llaman también meterse en el
barro. Algunas izquierdas se meten en él sin protegerse, sin la gente de la
mano y sin controles, y suelen terminar embarradas para nada. Otras tienen
miedo a hacerlo y a ensuciarse y se limitan a ofrecer a la sociedad un
horizonte, una utopía (en el mejor sentido del término) sin apenas hacer nada
para que la gente al menos intuya de qué va realmente, en la práctica, ese
futuro. En el primer caso, la acción institucional mata la vida de la calle. En
el segundo, la gente no tiene a esa izquierda como referente porque no le es
útil para nada. Y en ambos casos se deja sin poner en marcha lo esencial:
¿dónde están las cooperativas promovidas por las izquierdas que nos piden el
voto para que la gente vea que hay otros modos de propiedad? ¿dónde sus
ejemplos de finanzas descentralizadas y colaborativas para que la gente
compruebe que los bancos que conocemos no son imprescindibles?, ¿dónde han
creado escuelas populares o centros de formación que permitan constatar que hay
formas alternativas de enseñar y aprender a vivir? ¿qué experiencias de
consumo, producción, vivienda o cuidados sostenibles han promovido las
izquierdas que nos dicen que van a cambiar el mundo?…
Las izquierdas y movimientos
sociales transformadores no pueden presentarse a las gentes solo como
portadores de banderas o de narraciones heroicas y llenas de venturas pero que
nadie sabe cuándo podrán hacerse realidad ni de qué forma. Tienen que
“anticipar” ese futuro poniendo en marcha experiencias y prácticas que muestren
desde ya que el mundo puede funcionar de otro modo. El mundo no se transforma
pidiendo a la gente que haga actos de fe. La radicalidad transformadora más
auténtica y efectiva es la que pone en marcha reformas en el día a día que la
gente puede identificar como el anticipo de un mañana diferente y con cuyo
diseño, promoción, defensa y disfrute se organiza y empodera.
La buena noticia es que ya hay en
marcha experiencias de ese tipo en muchos sitios, aunque no precisamente
promovidas por las izquierdas doctrinarias y convencionales. Ahora hace falta
que se hilen entre ellas y que las instituciones se asalten no, como tantas
veces ocurre, como si eso fuera un fin en sí mismo sino precisamente para
promover y fortalecer esas nuevas formas de producción, de consumo y de
relaciones sociales que generan contrapoder y un modo de vivir más humano y
placentero.
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