Por David Torres
Público, 01/01/2017.
Ni ha habido rescate a la banca ni lo va a volver a haber.
Según un informe del Tribunal de Cuentas, la gran noticia de ayer es que el
célebre no rescate nos ha costado a los españoles 122.000 millones de euros,
casi tres mil euros por español, casi medio millón de las antiguas pesetas. No
ha habido rescate porque el lenguaje financiero tiene multitud de sinónimos
para metértela doblada, de manera que hay que llamar a las cosas por su apodo.
En este caso, inyección. Un chute de dinero público en vena a Bankia (antes
Caja Madrid), CAM, Catalunya Banc, Banco de Valencia, Abanca, Caixa Sabadell, Caja
España, Caja Duero, Caixa Terrasa, Caixa Manlleu, etc. Sale más o menos el
doble de la cifra oficial de ayudas hecha pública hace unos meses porque, en
las cuentas anteriores, no se incluían las garantías contra pérdidas. Nada,
otros 60.000 o 61.000 millones, una minucia. La letra pequeña. Primero dijeron
que eran veintitantos mil millones, pero es que las cosas que no suceden al
final acaban sucediendo mucho.
Entre las inyecciones y las pérdidas de orina, la banca
pública española goza de una excelente mala salud. Es una señorona que bien
puede permitirse los batacazos que le dé la gana, puesto que cuenta con un
excelente colchón de billetes, por no hablar de seres humanos. Puede permitirse
incluso comprar entidades por un euro, pagar sueldos astronómicos a sus
caciques, quedarse con hospitales públicos y desalojar a miles de sus familias
de sus hogares. La única diferencia entre un mafioso usurero y un banquero es
que con el mafioso al menos puedes intentar recurrir a la ley. Con el banquero
lo mejor es recurrir a la Virgen de Lourdes. Afortunadamente, tenemos un
gobierno que asegura que no ha rescatado a la banca y, ya se sabe, cuando el
gobierno dice algo, lo dice. Ellos son más de rescatar las autopistas de peaje
de Aznar o los gatillazos de Florentino Pérez. Entre autopistas y florentinos,
por ahí anda la historia.
Robin Hood robaba dinero a los ricos para repartirlo a los
pobres, pero Robin Hood, todo el mundo lo sabe, era un tonto a las tres, un
pobre hombre que no tenía ni puñetera idea de finanzas y que terminó por hundir
la economía del bosque de Sherwood. Según los dictados neoliberales, lo que hay
que hacer es robar dinero a los pobres para dárselo a los ricos, y por una
sencilla razón: porque ricos hay pocos y pobres hay muchos. Ellos apenas lo van
a notar, al fin y al cabo, ya están acostumbrados a la miseria, mientras que
los millonarios no pueden prescindir de un solo jardinero, una sola camarera,
un solo esclavo. Son los millonarios los que dan lustre y gloria a un país, los
que levantan el PIB a fuerza de braguetazos, como Emilio Botín, que hasta dio
nombre a una artimaña legal urdida a toda hostia por el Tribunal Supremo para
evitar que se sentara en el banquillo y que cuando murió, de repente, los
periódicos se quedaron sin mayúsculas.
Durante la célebre crisis del 29 corrió la especie de que
los inversores y especuladores arruinados saltaban por las ventanas de los
rascacielos para imitar la caída en picado de sus gráficos. Es, por supuesto,
un mito, puesto que apenas cuatro suicidios entre el centenar largo de
tentativas y éxitos de aquel período pueden relacionarse con la crisis. Sin
embargo, los banqueros aprendieron la lección: que salten ellos. Dicho en
lenguaje popular: que se jodan. ¿No guardas el dinero en el banco para que esté
seguro? Pues toma dos tazas.
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