Por Juan Carlos Escudier
Diario Público.es, 30/4/2013.
Ser banquero, tal y como alguna vez se ha dicho aquí, no está pagado. Se trata
de una profesión muy expuesta a la crítica, llena de sinsabores y con muchos
pasivos, vaya. Rothschild compadecía a aquellos que elegían su camino porque,
según decía, nunca sabrían qué era aquello de ser jóvenes. O niños. Botín, por
ejemplo, debió de tener una infancia durísima y sólo ahora ha empezado a
disfrutar del scalextric que nunca tuvo, pero a tamaño natural. Antes que
médico o abogado se pudo haber sido cooperante, antisistema, perroflauta o
filoetarra. Pero los banqueros nacen con el estigma marcado a fuego y hasta sus
peleles de bebé son de raya diplomática y siempre están perfectamente
planchados.
El banquero es, por definición,
un tipo serio que no debe de juntarse con gentuza. De ahí que impusieran ya en
el viejo Código de Comercio cautelas que han llegado a nuestros días. Aunque
pareciera una contradicción in terminis, se autoexigieron ser
honorables, lo que venía a significar respetar las leyes –algo que no debía
causarles mayores problemas porque eran ellos quienes las dictaban- y, por
supuesto, carecer de antecedentes penales, casi un imposible metafísico. De
aquellos polvos, estos lodos.
A causa de este purismo tan
desafortunado, Alfredo Sáenz, el Messi de las finanzas, se ha visto obligado a
abandonar en su más tierna ancianidad el cargo de consejero delegado del
Santander por una minucia: meter en la cárcel a tres empresarios con una
denuncia falsa. La pérdida para el banco, para el sistema financiero, para la
marca España y para los dos partidos políticos que han retorcido el cuello a
las leyes para impedirlo es irreparable.
Sáenz se va por la puerta grande
y con la cabeza alta. Es otro mártir de un tiempo convulso que se ensaña con
estos profesionales, de Mario Conde a Emilio Ybarra, pasando por tantos
impagables ejecutivos de cajas de ahorro a los que ahora se discute no sólo su
gestión sino su lícito enriquecimiento. El propio Botín tuvo que andar
listo para no ir al talego, y de no ser por la fiscalía, que hizo lo posible y
hasta lo imposible para evitarlo, habría tenido un problema importante.
Dedicarse a las finanzas, hay que
reconocerlo, es muy ingrato. Uno mantiene a salvo el sistema, el estatus quo y
la seguridad jurídica frente a tanto gandul que no paga la hipoteca y te ponen
de vuelta y media. Uno defiende acabar con ese insostenible estado del
Bienestar con la autoridad del que no lo utiliza porque hasta el callista lo
tiene en Houston y va a verle en avión privado, y te critican. Eso hay que
recompensarlo de alguna forma y, si no es con aprecio, ha de ser con dinero.
Sáenz era el ejecutivo mejor
pagado de España. Tan bueno era, que cobraba dos veces más que don Emilio, el
jefe y dueño del banco, algo que a todo el mundo siempre le pareció normal,
incluida a la CNMV que jamás vio nada sospechoso en el hecho sino todo lo
contrario. Soportó la crisis con arrojo: en 2009 se llevó 10,23 millones de
euros; en 2010, 9,2; al año siguiente, 11,6 millones; y en 2012, otros 8,2
millones, dando ejemplo de cómo había que apretarse el cinturón. El sueldo del
año pasado y un pellizco del anterior se los debe a Zapatero y a su indulto
nocturno, alevoso y en funciones. ¡Qué gran corazón el del expresidente!
Su intachable hoja de servicios
le ha deparado una pensión de 88,1 millones de euros para que no le falta de
nada en su vejez a él y a sus tres próximas generaciones, algo que los
envidiosos de siempre censurarán sin fundamento. Los accionistas del banco
están encantados de extender semejante puente de plata con incrustaciones de diamantes
a un delincuente condenado por el Tribunal Supremo, aunque para ello hayan de
contribuir con su propio dividendo. Lo dice hasta el Gobierno: el sistema de
pensiones es viable.
El sacrificio de Sáenz, sin
embargo, no será en vano. Gracias al PP, a partir de ahora, tener antecedentes
penales no obligará a renunciar al oficio. Se corrige así una injusticia de
libro. Las puertas del HSBC o de Goldman Sachs por fin están abiertas en España
a señores tan respetables como don Alfredo o el Dioni.
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