Por Patricia Stupariu y Juan Rafael Ruiz
Diario Público.es,
05/12/2013.
El último informe publicado por
el supervisor bursátil europeo (ESMA) aborda un problema estructural en el
diseño del sistema financiero internacional: el papel de las agencias de
rating (Moody’s, Fitch y Standard & Poor’s) a la hora de calificar la
solvencia de la deuda soberana de los Estados europeos. El informe se centra en
cuatro grandes áreas, detectando problemas en la independencia y resolución de
conflictos de interés; la confidencialidad en la información; el tiempo a la
hora de publicar cambios en los ratings; y los recursos técnicos y humanos
destinados al estudio de la solvencia de los países. Problemas importantes que
han llevado al presidente de ESMA a afirmar que “existen anomalías en el
proceso de calificación de la deuda soberana que podrían suponer riesgos en la
calidad, independencia e integridad de los ratings y de los procesos
que se siguen para determinar los mismos.” Este informe sin embargo calla
más de lo que dice ya que más allá de estas “anomalías” existen una serie de
deficiencias estructurales del proceso de calificación que nunca han sido
puestos de manifiesto en los informes oficiales.
Asignar calificaciones (soberanos
o corporativos) de la manera en la cual están siendo asignadas por las muy
conocidas agencias de calificación supone un problema que, aunque
indudablemente agravado por el conflicto de intereses (y demás asuntos conexos
mencionados el informe de la ESMA), existiría incluso si no hubiese dicho
conflicto. Ello es así porque debajo de la capa de sofisticación y complejidad
de las metodologías que las propias agencias de calificación dicen emplear,
subyacen una serie de hipótesis completamente incontrastables y un proceso de
calificación plagado de inconsistencias. Por la propia forma en la que está
planteado por las agencias el proceso de asignación de calificaciones no ofrece
una información fiable acerca de la capacidad futura de pago de los países y
los lugares comunes como la falta de independencia (una obviedad que a estas
alturas no sorprende a nadie) son los únicos aspectos citados a la hora de
hacer alguna crítica a éstas entidades sin abordar en toda su profundidad el
problema que supone el propio proceso de calificación.
Los sistemas de calificación
poseen un amplísimo número de grados (alrededor de 17 desde la categoría mejor
valorada AAA a la peor valorada CCC, si tomamos la escala de S&P por
ejemplo) y a la hora de asignar una calificación, las agencias transmiten el
mensaje de que los calificados en los grados más altos incumplirán menos que
los de los grados más bajos. Resulta pertinente plantearse que existen
diferencias en las capacidades de pago de la deuda entre distintos países (lo
mismo se aplicaría a empresas) y que puede haber grupos más o menos homogéneos
de países, pero ¿es pertinente plantearse un número tan amplio de grupos
supuestamente homogéneo? Y si no lo es ¿por qué es importante que haya
17, 10 o 4 grupos? Y más que nada, ¿qué relación hay entre esto y el conflicto
de intereses?
El primer problema manifiesto en
el intento de ordenar países en un sistema de grados tan detallado es que no
existen suficientes datos sobre el incumplimiento que lo justifiquen: entre AAA
y BBB por ejemplo (denominados los de esta franja “grados de inversión”) en
periodos tan largos cómo 3 décadas no se han registrado nunca o apenas se han
registrado incumplimientos; por lo tanto en base a estas observaciones de la
realidad no se puede discernir si los países que en este grupo recibieron una
menor calificación que otros estaban efectivamente más cerca del
incumplimiento, independientemente de los criterios en base a los cuales
se asignaron esas calificaciones*. En otras palabras, la información histórica
que existe sobre los casos de incumplimiento soberano en los países calificados
en los grados de inversión no permite contrastar la bondad de las
calificaciones que se les han otorgado. Poder realizar este contraste es un
punto fundamental en aceptar o rechazar la metodología de las agencias ya que
para qué sirve tener una métrica si es imposible establecer si la misma sirve o
no para medir lo que interesa medir, que en este caso es cuánto de probable es
que un país incumpla en el pago de sus deudas. Esto significa que las
diferencias entre los países asignados a un grado y al contiguo (o entre un
grado y dos o tres más abajo o arriba) no están claras y es imposible
contrastar los juicios en base a los cuales se asignan los ratings con la información
disponible sobre los calificados que han incumplido.
Incluso cuando existen más datos
sobre incumplimientos, que es el caso de los grados inferiores (por debajo de
los grados de inversión), los mismos deben tratarse con cuidado. Para obtener
las frecuencias de incumplimiento de un grupo cualquiera se calcula la ratio
entre el número de calificados que incumplen en cada grado y el número total de
integrantes del mismo grado, valor que si está por ejemplo cerca de 0,05
reflejaría que de todos los calificados en ese grupo, el 5% incumplió. El
problema grave aparece cuando los valores obtenidos de esta manera se
extrapolan a cada individuo del grupo, pasándose a considerar erróneamente que
las mismas son equivalentes a unas “probabilidades de incumplimiento” propias
de cada integrante del grupo. Esto implicaría que todos los calificados de ese
grupo son homogéneos y es posible hacer equivalente su probabilidad de
incumplir con la frecuencia de incumplimiento calculada en base a los
incumplimientos que se han dado en el grupo (el 5% según el ejemplo). En este
proceso se está aceptando implícitamente la hipótesis heroica según la cual es
pertinente considerar que el comportamiento de pago de los integrantes de un
determinado grupo es homogéneo, debido al hecho de que es imposible estimar
frecuencias de incumplimiento para países individuales ya que un país o
incumple o no lo hace, pero sin duda no podrá incumplir un 5%.
Incluso si alguien tomara como
aceptables estos supuestos y pasara por alto el hecho de que en muchos casos
las frecuencias de incumplimiento son nulas, tendría todavía que ser tolerante
con una inconsistencia más. Ordenando las ratios de incumplimiento de los
distintos grados, en más de una ocasión se observa que grados más altos tienen
frecuencias de incumplimiento más bajas, eso es que incumplen menos calificados
en los grados teóricamente “peores” de lo que incumplen en los grados
“mejores”.
En la práctica no existe ninguna
otra manera de valorar si las calificaciones asignadas a los países por las
agencias son válidas más que el análisis de las frecuencias de incumplimiento
observadas. Cuando no existen suficientes datos sobre el incumplimiento (porque
no ha habido incumplimientos en determinados grupos o han sido escasos) el
proceso de calificación estará plagado de inconsistencias que impedirán
delimitar con precisión los límites de cada grado. Incluso si en los grados
inferiores las frecuencias no son nulas debido a que se registran más
incumplimientos, el conjunto de la información disponible no permite concluir
que las frecuencias de los distintos grados son suficientemente distintas como
para justificar la existencia de un número tan amplio de grados de
calificación.
Los problemas que surgen en el
intento de generar un sistema de calificación tan amplio como el que plantean
las agencias es un problema que se haría manifiesto incluso en una agencia de
calificación estatal en la que idealmente no existiría ningún conflicto de
intereses con las entidades calificadas (un hecho que seguramente no ha pasado
desapercibido a la hora de descartar poner en marcha una agencia
intergubernamental a nivel de la UE).
Lo relevante sin embargo, en el
caso de las agencias es que la amplitud de sus escalas de calificación (un
aspecto aparentemente técnico y aséptico, resultado de la aplicación de unas
supuestas metodologías de incontestable validez) permite la existencia de un
holgado margen, tanto en el proceso de asignación de los ratings, como en las
posteriores rebajas y subidas de los mismos, para ajustes en base a los
criterios discrecionales de las agencias. En ellos también influyen los
conflictos de intereses con sus clientes y las posiciones políticas
preponderantemente conservadoras de los comités de rating. Adicionalmente, no
existe ninguna teoría empíricamente probada sobre el default o incumplimiento
soberano. Las agencias asignan calificaciones a los gobiernos, y a sus
emisiones de bonos, en base a juicios de valor que son, básicamente, el reflejo
de las ideas dominantes neoliberales que privilegian los ajustes fiscales, y la
subordinación de las políticas económicas a los intereses privados del capital
financiero.
Sin contar también con que cuanto
más fino parece el ajuste, más profesionales los que lo hacen y por tanto más
negocio para ellos que parecen predecir el futuro con un grado de detalle que
no está al alcance de cualquiera. La permisividad de las autoridades nacionales
e internacionales hacia sus actuaciones ha permitido que los ratings, que
deberían ser valoraciones a largo plazo como las propias agencias sostienen,
estén sujetos a bruscas modificaciones (generalmente rebajas) ante noticias o
situaciones que generan pánico o ante determinadas decisiones tomadas por los
calificados que no son del agrado de las agencias.
Existe indudablemente conflicto
de intereses en la actividad de las agencias, pero el centrarse únicamente en
ello o en otros aspectos más o menos formales como los del informe de EMSA es
callar en realidad la gran enjundia de la crítica a las agencias de
calificación.
* Para un detallado análisis (en
base a los datos de incumplimiento proporcionados por las agencias) de la
reducida capacidad de discriminación de los sistemas de calificación de las
principales agencias internacionales y múltiples implicaciones de éste hecho en
distintos ámbitos de la economía véase Vilariño, Alonso y Trillo (2010),
disponible en http://www.usc.es/congresos/xiirem/pdf/63.pdf
Disponible en:
<http://blogs.publico.es/econonuestra/2013/12/05/el-problema-de-los-ratings/>
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