El diario.es, 13/02/2015.
(Extracto del libro Capitalismo a
la Española (La esfera de los libros), de próximo lanzamiento,
escrito por el periodista J. P.
Velázquez-Gaztelu).
En una soleada tarde de otoño de
2013 cientos de invitados se congregaban en la basílica de Santa María del Mar,
en Barcelona, para asistir a la boda de dos jóvenes de la alta sociedad
catalana. Pablo Lara García, hijo del hoy fallecido José Manuel Lara Bosch,
propietario del imperio editorial Planeta, se casaba con Anna Brufau Rotés,
hija del director general de la multinacional tecnológica Indra, Manuel Brufau,
y sobrina del presidente de Repsol, Antonio Brufau. Según relataba el diario La
Razón, propiedad del padre del novio, el enlace, oficiado por el cardenal
prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos,
Antonio Cañizares, “acogió a la plana mayor del mundo político, económico y
social español y convirtió al barrio del Born en una gran celebración
espontánea por la futura vida de la feliz pareja”. Pero mientras entraban bajo
el pórtico de la joya del gótico, los invitados tuvieron que escuchar los
gritos de “corruptos” y “ladrones” proferidos por decenas de manifestantes que
protestaban por los recortes sociales impuestos por el Gobierno. Los poderosos
se daban así de bruces con las consecuencias de la crisis económica más grave
que ha sufrido España desde la restauración de la democracia.
Más allá del feliz acontecimiento
relatado por la prensa del corazón, el enlace fue una exhibición de poder.
Entre los políticos llegados de Madrid figuraban el presidente del Gobierno,
Mariano Rajoy; la vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría; la ministra de
Fomento, Ana Pastor, y el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz. En plena
fiebre independentista en Cataluña, asistieron a la boda el presidente de la
Generalitat, Artur Mas, y dos de sus antecesores en el cargo: José Montilla y
Jordi Pujol. También estuvieron presentes los consejeros catalanes de Economía,
Andreu Mas-Colell, y de Cultura, Ferrán Mascarell, el alcalde de Barcelona,
Xavier Trías, y el portavoz parlamentario de Convergència i Unió en el Congreso
de los Diputados, Josep Antoni Durán i Lleida.
Los banqueros y empresarios
invitados representaban a la mitad del Ibex 35: Isidro Fainé, presidente de
Caixabank; Florentino Pérez, presidente de la constructora ACS y del Real
Madrid; Pablo Isla, presidente de Inditex; Javier Monzón, presidente de Indra;
Josep Piqué, exministro de Industria y Energía y de Asuntos Exteriores y
consejero delegado del Grupo Villar Mir; Josep Oliu, presidente del Banc Sabadell;
Rodrigo Rato, exvicepresidente del Gobierno, exministro de Economía, exdirector
gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y expresidente de Bankia;
Francisco Reynés, consejero delegado de Abertis, y Joan Gaspart, expresidente
de los hoteles HUSA y del F. C. Barcelona, entre otros.
Sería difícil reunir en un acto
social a una representación más nutrida de la aristocracia política y económica
que detenta el poder en España, una élite que durante la crisis no solo ha
conservado su dominio sobre los asuntos de interés general, sino que lo ha
consolidado. Todo ello en un contexto de declive del nivel de vida de las
clases medias y de aumento de la pobreza, factores que han convertido a España
en uno de los países con mayores desigualdades en la Unión Europea. Los ricos y
poderosos, no hay duda, han salido reforzados del vendaval que ha hecho
retroceder una década a la economía española.
España ha sido sometida en los
últimos años a un durísimo proceso de devaluación interna, uno de los muchos
términos económicos que hemos aprendido en estos últimos años. En crisis
pasadas el país salió adelante devaluando la peseta, una medida que permitía
aumentar las exportaciones e insuflar oxígeno a la economía. Esa opción ya no
está al alcance del Gobierno debido a la integración de España en la zona euro,
cuyos miembros comparten la misma política monetaria. En esta ocasión, en lugar
de aumentar la capacidad competitiva de los productos españoles mediante una
devaluación de la moneda, se ha hecho con una bajada de los salarios y con
despidos.
Esta devaluación interna, sin
embargo, no la han sufrido todos por igual: la brecha que separa los sueldos
más altos de los más bajos dentro de las empresas se ha ensanchado en los
últimos años. En las grandes compañías españolas hay directivos que llegan a
cobrar hasta trescientas veces más que un empleado medio. Muchos ejecutivos han
sido recompensados con suculentos bonus por cumplir determinados objetivos
aparentemente beneficiosos para sus empresas, entre ellos lograr rebajas de
salarios y recortes de plantilla.
La bajada de las retribuciones
que perciben la gran mayoría de los asalariados españoles es, junto al altísimo
desempleo, la causa principal de la debilidad del consumo de las familias,
principal motor de la economía, y de las consiguientes dificultades para salir
del atolladero. España saldrá de la crisis siendo un país bastante más pobre y
más injusto de lo que era en el año 2007, cuando las cosas comenzaron a
torcerse. Como consecuencia de las políticas de austeridad impuestas por la
troika formada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo (BCE) y el
Fondo Monetario Internacional (FMI), el país ha hecho su ajuste recortando
partidas básicas del Estado de Bienestar como la sanidad, la educación y las pensiones.
La concentración del poder
político y económico en unas pocas manos es uno de los grandes males de España
y también una de las causas de su atraso con respecto a los países más
avanzados de Europa. El maridaje entre políticos y grandes empresarios, el
constante intercambio de favores entre ambos —con frecuencia a espaldas de la
opinión pública y en detrimento del interés general— ha sido una constante en
la historia de España que se ha acentuado con la crisis. Apenas unos centenares
de personas —banqueros, directivos de empresas y grandes
accionistas, casi todos ellos hombres— influyen de manera decisiva no solo en
el trazado de las líneas maestras de la política económica, sino también en asuntos
cotidianos que afectan a todos los ciudadanos, como la factura de la luz, el
tipo de interés de un préstamo hipotecario o el precio del peaje de una
autopista. De unos pocos, muy pocos, depende el bienestar de todos.
Esta complicidad entre los
poderosos crea el caldo de cultivo ideal para la corrupción, otro de los
grandes males que aqueja al país en este comienzo de siglo. Durante mucho
tiempo creímos que la corrupción era cosa de unos pocos constructores y
concejales de urbanismo, pero en los últimos años hemos comprobado que la
práctica del enriquecimiento ilegal está institucionalizada y que a menudo
nuestros gobernantes actúan más como miembros de una banda del crimen
organizado que como líderes de una democracia avanzada. El hartazgo de la
ciudadanía con los abusos de las élites, que ha alcanzado su máximo nivel con
los casos Gürtel, Bárcenas y las tarjetas black de Caja Madrid, augura cambios
profundos en el tablero político, social y económico en los próximos años. Las
encuestas así lo vaticinan.
La alianza entre los poderosos es
en buena parte responsable del retraso tecnológico y de la falta de
competitividad de España frente a otras economías industriales. Además de ser
injusta, obstaculiza la libre competencia, crea ineficiencias y desincentiva el
emprendimiento, la innovación y la entrada de nuevos agentes en el mercado.
¿Quién se atreve a crear una empresa o a lanzarse a competir sabiendo que otros
cuentan con el favor del Gobierno, de una comunidad autónoma o de un
ayuntamiento? Consciente de tener asegurado el negocio, la compañía
privilegiada por los políticos de turno no tendrá la necesidad de invertir en
I+D, mejorar la calidad del servicio o bajar sus precios. En suma, no creará
riqueza.
La casta, el establishment, la
oligarquía, el tinglado… son muchos los términos utilizados para definir a las
élites que manejan los hilos del país, cuyo rechazo social ha ido en aumento
conforme se agravaba la crisis y se destapaban, uno tras otro, los escándalos
de corrupción. España tiene una estructura económica viciada por lo que los anglosajones
llaman crony capitalism, capitalismo clientelar o capitalismo de amiguetes; un
sistema con apariencia de mercado libre pero que otorga un trato preferente a
determinadas personas bien relacionadas. El economista, escritor y empresario
César Molinas sitúa el epicentro de este capitalismo clientelar —él lo llama
«capitalismo castizo»— en el palco del estadio Santiago Bernabéu. Es una idea
provocadora, pero certera. En un partido importante se dan cita en las zonas
VIP del estadio del Real Madrid ministros, secretarios de Estado, directivos de
empresa, constructores y hasta sindicalistas. Entre platos de jamón ibérico y
copas de buen vino se habla de fútbol y también de negocios.
Resulta paradójico que, en este
caso, el enemigo de la economía de libre mercado no esté fuera del sistema,
sino dentro. Quienes se mueven dentro del círculo de privilegio son los
verdaderos antisistema, un lastre para la modernización de España. Casi todos
ellos se definen a sí mismos como liberales, pero con frecuencia no hacen más
que aprovechar su cercanía a quienes llevan las riendas del Gobierno para
enriquecerse y mantener sus privilegios, en lugar de competir a campo abierto.
En cierto modo podríamos considerarlos una versión moderna del caciquismo
español del siglo XIX.
Aunque con muchos matices, el
intercambio entre el poder político y el económico funciona de manera
relativamente sencilla: cuando un empresario necesita un trato preferente,
acude a los políticos. Cuando un político necesita dinero, acude a las empresas
o a los bancos. A cambio de ayuda —concesión de obras o servicios,
privatizaciones, cambios de regulación favorables, nombramiento de personas
afines para puestos de responsabilidad...— los políticos esperan obtener dinero
para diversos fines, como financiar unas obras públicas o una campaña
electoral, o simplemente asegurarse un hueco donde trabajar cuando tengan que
dejar la política, ya sea un puesto directivo, un asiento en un Consejo de
Administración o un lugar en el patronato de una fundación.
La entrada y salida constante de
políticos en torno al sector privado es un fenómeno conocido como puertas
giratorias. Oficialmente las empresas justifican el fichaje de políticos
argumentando que son personas de experiencia y criterio. En realidad no se les
contrata solo por su competencia profesional o sus conocimientos técnicos de
determinada especialidad, sino por sus contactos, su dominio de los resortes
del poder o como pago de favores. O simplemente por su mera pertenencia a una
oligarquía dominante que no deja tirados a sus miembros así como así. ¿Cómo
explicar si no el fichaje de Rodrigo Rato, una de las figuras más
representativas del desastre económico, como asesor de Telefónica, del
Santander y de Caixabank?
Algo está empezando a cambiar.
Movimientos como el 15-M en España y Occupy Wall Street en Estados Unidos han
mostrado su indignación con los abusos cometidos por las élites. Despreciados
como antisistema o radicales por buena parte de la clase política, la
oligarquía económica y la prensa, el surgimiento de estos movimientos
ciudadanos es, entre otras cosas, una llamada de atención sobre la necesidad de
restaurar los pilares tradicionales de la economía de libre mercado, como la
meritocracia, el cumplimiento de las normas y el rendimiento de cuentas por los
errores cometidos. Como afirma el columnista de The New York Times Nicholas
Kristof, “es una oportunidad de salvar el capitalismo de los capitalistas
clientelares”.
La banca española es uno de los
sectores en los que el poder se está concentrando cada vez en menos manos. Como
consecuencia del desplome de las cajas de ahorros, de 50 entidades financieras
que había en España en 2009 hemos pasado a tener solo 14. El país va a salir de
la crisis con solo tres entidades de gran tamaño: Santander, BBVA y Caixabank,
cuyos directivos atesoran hoy más poder que nunca. Entre ellas controlan
prácticamente el 50 por ciento del mercado bancario, algo que jamás había
sucedido en la historia de España.
Junto a la banca, el lobby
eléctrico es uno de los más poderosos e inmovilistas, siempre atento a los
cambios regulatorios que puedan perjudicar o beneficiar sus intereses. Su cara
visible es la patronal UNESA, integrada por las grandes compañías del sector:
Endesa, Iberdrola y Gas Natural Fenosa, principalmente. La electricidad es una
de las industrias más dependientes de los cambios legislativos, y en ella se
dan muchos ejemplos de complicidad, aunque no exenta de tensiones, entre sector
privado y sector público. Esa es la razón por la cual tantos políticos han
formado parte tradicionalmente de sus equipos directivos, y siguen haciéndolo.
Felipe González, por ejemplo, es consejero de Gas Natural Fenosa, y Ángel
Acebes, tres veces ministro con los gobiernos de José María Aznar, de
Iberdrola.
¿Y la prensa? Los grandes medios
de comunicación dedicaron los años de vacas gordas a crecer
desproporcionadamente mediante el crédito con el propósito de convertirse en
grandes grupos multimedia. Sus responsables se otorgaron a sí mismos salarios
multimillonarios, como si fueran magnates de Wall Street, sin darse cuenta de
que su propia inoperancia, la crisis y los avances tecnológicos iban a cambiar
el negocio para siempre. En menos de una década, a medida que sus cuentas de
resultados se deterioraban y despedían a sus profesionales más valiosos,
periódicos antaño prestigiosos han ido perdiendo buena parte de su
independencia y de la influencia que un día tuvieron en la opinión pública.
La escasez de recursos y la
lentitud de la administración de Justicia tampoco ayudan a mejorar la
situación. A menudo la acción de jueces y fiscales se ve obstaculizada por
intereses políticos y muchos de los casos de corrupción se pierden en un
laberinto de recursos, sobreseimientos e indultos. Por fortuna, en los últimos
tiempos han surgido jueces dispuestos a perseguir escándalos como Nóos, Gürtel,
Bárcenas o Caja Madrid, o los abusos cometidos por el poder financiero. Los
bancos, por ejemplo, están perdiendo la mayoría de las demandas por cláusulas
suelo, y muchos jueces están dando la razón a los afectados por las
preferentes.
Seis años después del colapso del
banco de inversión Lehman Brothers y del estallido de la burbuja inmobiliaria,
España es un país empobrecido. Naciones de nuestro entorno más cercano, como
Italia, Portugal y Grecia han logrado reducir sus desigualdades durante los
peores años de la crisis, pero en España, por el contrario, no han hecho más
que aumentar. La desigualdad ha pasado a ocupar un primer plano, al menos en
los círculos académicos, políticos y periodísticos, gracias al éxito del libro
El capital en el siglo XXI, del economista francés Thomas Piketty. Es un tema
que nos acompañará a buen seguro durante muchos años, pues el combate contra
las desigualdades se presenta largo y difícil.
Cada vez que un banquero acude a
la Audiencia Nacional a declarar, decenas de ciudadanos, la mayoría
preferentistas de Bankia, se concentran a sus puertas para increparle y exigir
que se les devuelva su dinero. Son en su mayoría jubilados de extracción
humilde que han perdido buena parte de sus ahorros, en algunos casos obtenidos
durante toda una vida de trabajo. Al igual que los invitados a la boda de
Barcelona, son protagonistas de una crisis que ha sacudido la vida de los
españoles, aunque no a todos de la misma manera. Solo unos pocos están saliendo
de ella más fuertes, más ricos y más poderosos.
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