Por Fernando Luengo
Público.es,
25/04/2016.
Los Estados y los espacios políticos han sido
colonizados por las oligarquías. Un proceso de largo aliento, perfectamente
visible antes del estallido de la economía basada en la deuda (repárese, por
ejemplo, en la privilegiada posición del capital en materia de fiscalidad),
pero que en los años de crisis ha alcanzado proporciones desconocidas.
Las políticas aplicadas desde la troika y los
gobiernos comunitarios han respondido de manera obscena a los designios de los
poderosos. A pesar de la retórica de la austeridad y pese a los recortes
introducidos en los capítulos social y productivo, en los años de crisis, el
gasto de las administraciones públicas ha seguido una marcada tendencia
alcista. Hay que destacar en este sentido –sobre todo porque el discurso del
poder lo oculta o lo ignora-, el crecimiento del gasto debido a la captura del
Estado, un asalto en toda regla, por los grupos económicos, que se ha
materializado, sobre todo, en los rescates con fondos públicos a los bancos y a
los grandes deudores y acreedores.
Hemos podido comprobar y padecer, como nunca
antes, que las connivencias entre las elites políticas y económicas –puertas giratorias
o espacios compartidos- es plena. La imagen icónica sobre la que pretendían
sustentarse el proyecto comunitario y los estados de bienestar –el estado como
mediador y las instituciones como puente de los intereses enfrentados de las
diferentes clases sociales- se ha desvanecido.
¿Reivindicar más estado, menos estado? No es esa
la cuestión, cuando la recomposición oligárquica de las relaciones de poder
implica al mismo tiempo más y menos estado; más gasto público para sanear los
balances bancarios, menos gasto público para sostener las políticas de
igualdad.
Con todo, revestido de una nueva legitimidad,
tenemos que reivindicar con claridad el papel del estado, que es lo mismo que
decir el papel de lo público, como un decisivo actor del cambio necesario. La
intervención del Estado es crucial para superar la crisis y, más en general, en
el proceso de transformación y renovación de la economía española, una
intervención que desborda los tradicionales enfoques de demanda keynesianos,
basados en el componente contra cíclico del gasto público.
No puede ser de otra manera ante la envergadura de
los desafíos sociales y ecológicos que hay que enfrentar. Movilizar recursos
para corregir la fractura social, que ha alcanzado cotas históricas,
comprometerse con políticas de igualdad en materia de salud, educación, ingreso
y género (por citar algunos ejemplos muy destacados), mejorar la posición de
los débiles y excluidos. Todo ello requiere, inevitablemente, del concurso del
sector público. Igualmente, para detener la sobreexplotación de los recursos
naturales y la degradación de los ecosistemas, y para activar políticas
encaminadas a la sostenibilidad de los procesos económicos resulta crucial que
imperen criterios públicos y políticos. Considero, en fin, que la intervención
del estado es central para invertir la lógica del “todo privado”, bajo el
pretexto de que la asignación de recursos desde lo público es, por definición,
más ineficiente. Reivindico la legitimidad de lo colectivo y lo social.
La nueva legitimidad del Estado y de las
instituciones que lo componen reside en que se habiliten, en los diferentes
niveles donde opera la administración pública, mecanismos de transparencia,
control y rendición de cuentas. Pero esto no es suficiente. En paralelo, resulta
imprescindible que se abran y consoliden espacios donde la ciudadanía pueda
expresarse, organizarse y defender sus intereses. Se trata, en este sentido, de
ir mucho más allá de las consultas electorales periódicas, que las elites
utilizan para legitimar políticas contra la mayoría social, aplicando a menudo
programas que nada tienen que ver con los sometidos a votación en las
elecciones.
Una ciudanía politizada, activa y comprometida.
Esta es la llave maestra que nos permitirá vencer las resistencias de las
oligarquías y abrir las puertas a un nuevo escenario económico y político.
Pero, además, en ese proceso participativo, que es necesario impulsar con
determinación, la ciudadanía se construye y se reconoce como actor político. Es
necesario que el pueblo esté vivo y activo, empoderado y organizado, tenga voz
propia y vele directamente por sus intereses, en definitiva ejerza la soberanía
y la democracia de forma participativa y cotidiana, no sólo confiando su opción
electoral periódicamente en unos comicios. Esto, y no otra cosa, es construir
pueblo en términos de proyecto político.
La crisis económica y política, y las propias
transformaciones, fracturas y límites del capitalismo, hacen que emerja un
amplio grupo de “damnificados” cuyos intereses coinciden hasta cierto punto y
que, en determinadas condiciones, podrían confluir en la misma agenda política.
La problemática compartida tiene que ver sobre todo con la corrupción, el
engaño y la estafa de una clase política profundamente endogámica y conservadora.
También concita un amplio consenso el rechazo ante el enriquecimiento desmedido
e injustificado de una minoría que no se lo merece, pues, siendo los
principales causantes de la crisis, se han aprovechado de la misma para
reforzar posiciones y privilegios, y la percepción de una persistente
degradación de las condiciones de vida de una parte de las clases medias, en
las que un amplio sector de la población se reconoce o al que quisiera acceder.
Y, desde luego, en el proceso de pérdida de rentas y derechos de las clases
trabajadoras, que ven como sectores enteros de las mismas se ven abocadas a un
drástico empobrecimiento, pese a tener empleo, a la precarización o a la pura
marginación por no acceder a puesto de trabajo alguno. Asimismo, este amplio
grupo social podría tener intereses comunes, aunque no sean conscientes de los
mismos, derivados del agravamiento de la problemática medioambiental.
Tan sólo se trata
de algunos ejemplos, a los que se podrían añadir otros significativos, que
apuntan en la dirección de una amplia transversalidad, sin que por ello debamos
caer en el simplista lema de “somos el 99%”, que ni se corresponde con la
realidad de la estructuración social, ni con el impacto, asimismo diverso, que
ha tenido la crisis sobre diferentes sectores de la población.
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