Por Juan Antonio
Molina
Nueva Tribuna,
28/08/2017.
Al dramático interrogante de Ortega que manifestó con la
exclamación: “Dios mío, ¿qué es España?” Hoy podríamos contestar sin errar
mucho la parábola trazada por la flecha que nos indica la diana de la objetividad
que España es el Banco de Santander. No es el primer banco de la nación, es la
nación. En realidad, el Estado español es un departamento de la entidad
financiera, dispuesto a velar por los intereses de la familia Botín como los
generales del país. La ciudadanía nunca es rescatada, nunca es salvada, al
contrario es sacrificada por el Estado/Banco de Santander ya que como ha
escrito Alain Touraine, el comportamiento de los muy ricos, dominado por la
obsesión del máximo beneficio, desempeñó y sigue desempeñando el papel
principal en la disgregación del sistema social, es decir, “de toda posibilidad
de intervención del Estado o de los asalariados en el funcionamiento de la
economía.”
España, de esta forma, es un Estado estamental que también
tiene sus autonomías, ya que la vertebración de España puede producirse por la
red de autovías, los ferrocarriles, aeropuertos y por la cohesión social
generada a través de la sanidad, la educación, las pensiones y demás elementos
de protección que atemperan los desequilibrio sociales y favorecen la
distribución de la renta. Pero también esa vertebración puede tener otra
visibilidad como las oficinas de una entidad bancaria o los centros de unos
grandes almacenes, al igual que la pasión patriótica y el sentimiento identitario
se depositan en una bulímica emoción por la selección de fútbol. Ya no
defendemos las Termópilas sino esa realidad políticamente imposible que Milton
Friedman anunciaba que se convertiría en políticamente inevitable.
Si la nación sólo es el beneficio de esas empresas que
vertebran al país, un Estado auténticamente nacional no podría ser entonces
sino un artefacto costoso e inútil, improductivo, parasitario que crece como un
quiste purulento. El único Estado sostenible es el que preserva el poder económico
y financiero, un Estado mínimo que mantiene el orden plutocrático en el vértice
obsceno de la desigualdad. Seremos trabajadores, consumidores, desempleados o
excluidos pero no ciudadanos, porque como afirma Philip Pettit, la ciudadanía
como fuente de poder, exige la igualdad civil de todos sus miembros. Pero la
nación empresa exige que el Estado se limite a ser gendarme y barrendero, que
tenga limpias y ordenadas las calles y a los mendigos y rateros controlados y
todo lo que no sea eso entiende que supone un jeu d’esprit que malversa los
beneficios de la usura y el mercadeo.
Es tiempo de menosprecio, utilizando una expresión que
compartirán Malraux y Semprún. La conclusión cruel recupera una descripción de
España del poeta W.H. Auden en 1937: “Ese cuadrado árido, ese fragmento cortado
de la caliente África, unida tan crudamente a la inventiva Europa”.
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