Por José María Agüera
Lorente
Nueva Tribuna.es, 15/11/2018.
El ciudadano lo percibe como una injusticia; más aún, como
una burla. La actuación del Tribunal Supremo respecto de la sentencia sobre el
impuesto de actos jurídicos documentados aplicado a las hipotecas echa más leña
al fuego de la indignación de quienes todavía nos hallamos convalecientes tras
el último y cuasiapocalíptico crac financiero.
Ante la enésima injusticia –aunque únicamente fuese procedimental–
esta vez de una institución primordial en un estado de derecho, las gentes
endeudadas sienten más que piensan. Y una ciudadanía que siente herida su
dignidad puede por esa herida contraer cualquier infección que a la postre
puede ser letal para el espíritu democrático sin el cual queda la democracia
reducida a una cáscara retórica desvinculada de la verdad.
Lo ocurrido estos últimos días con la susodicha sentencia,
así como lo sabido tras la novedad legislativa impuesta desde el ejecutivo
sobre la probable reacción de los bancos que llevaría a encarecer las
hipotecas, me trae a la mente las
palabras de Dante ante la misma boca del infierno tal como aparecen en su
inmortal Divina Comedia: «Abandonad toda esperanza quienes aquí entráis».
¿Sería muy exagerado que los bancos colocaran esta frase literaria en el
frontispicio de todas sus sucursales? ¿Es el rasgo definitorio de nuestra
flamante economía global siglo XXI lo que el historiador y economista libanés
Georges Corm llama «fetichismo monetarista»?
Si se le pregunta a cualquiera con qué tiene que ver la
economía, seguramente responderá que con el dinero. Pero el dinero sólo «es un
símbolo –como dice el economista surcoreano Ha-Joon Chang– de lo que otros en
nuestra sociedad nos deben, o de nuestro derecho a cantidades particulares de
los recursos de la sociedad», como nos aclara en su libro titulado Economía
para el 99% de la población. El fetichismo monetarista supone que el dinero
pasa de ser un medio de representación a un fin en sí mismo. En una economía en
la que el cáncer extractivo del sector financiero ha hecho metástasis en todo
el sistema, el poder lo tienen aquellas instituciones con acceso ilimitado a lo
que ya no es símbolo, sino recurso; y recurso más importante que el aire limpio
o el tiempo libre. Es la perversión esencial de una economía en la que la
producción de bienes y servicios está supeditada al poder omnímodo del dinero.
De la misma forma que en las sociedades del antiguo régimen estamental el
poderoso era el terrateniente que
obtenía la riqueza de los demás mediante un sistema extractivo de rentas, hoy
en día los rentistas institucionales son los bancos, los gestores de fondos de
cobertura, que saquean empresas y vacían sus reservas de pensiones; también los
propietarios que abusan de sus inquilinos (amenazándolos con el desahucio si no
cumplen con unas demandas abusivas y desorbitantes), así como los monopolistas
que extorsionan a los consumidores con precios no justificados por los costes
reales de producción. A partir de los acuerdos de Bretton Woods de 1944, el
dinero rompe definitivamente con su nexo material haciéndose posible la
alquimia monetaria hasta entonces metafísicamente imposible; el dinero será
capaz de crear dinero por sí mismo. Es la magia de las matemáticas del interés
compuesto que nadie osa discutir. Merced a ella los bancos crean dinero a
través de las deudas (como las hipotecas), las cuales son a su vez instrumentos
de una nueva forma de esclavitud, la propia no ya del mundo feudal, sino del
libre mercado. En él la aristocracia rural de la Europa feudal es en nuestros
días el sector financiero. Y como antaño
esos señores tenedores de las tierras eran favorecidos por un sistema político
injusto a todas luces, en este siglo que apenas echó a andar los bancos tienen
a las instituciones jurídicas y políticas de su lado. Lo prueba de manera
sangrante que –como hemos constatado con el episodio protagonizado por el alto
tribunal español– cualquier intento de gravar su negocio se vuelve en contra de
los usuarios a los que siempre se acaba amenazando con el encarecimiento de costes o –lo que es
peor, pues equivale a la muerte– con la negación del crédito. Como denuncia el
economista norteamericano Michael Hudson en su reciente libro dramáticamente
titulado Matar al huésped: «Las dinámicas financieras de hoy en día están
llevando de nuevo a desplazar la presión fiscal hacia el trabajo y la
industria, mientras que los bancos y tenedores de bonos, lejos de haber visto
recortados sus títulos de deuda, han obtenido rescates».
El enseñoramiento de la economía financiera –de la que forma
parte principal la banca– en detrimento de la productiva es consecuencia de la
mutación del paradigma clásico y su sustitución por el modelo neoliberal, que
en nuestro siglo se tiene por ortodoxia económica y como corpus definitivo de
la ciencia económica. Parte esencial de ese modelo es un sistema financiero
global que opera con su propia lógica y que financiariza la vida cotidiana de
todas las personas «como muestra la penetración de las tarjetas de crédito y la
organización de la vida presente –subrayan los profesores Antonio Ariño y Juan
Romero en La secesión de los ricos– empeñando la de las generaciones futuras
(vivir a crédito y generar deuda a futuro mediante la vivienda, la educación o
las vacaciones)». Hace décadas que la economía dejó de ser una política, como
venía siendo desde los mercantilistas del siglo XVI, para ser considerada una
ciencia, acentuando de este modo su carácter utópico y abstracto; es decir, de
implantación de un modelo de capitalismo de libre mercado uniforme para todas
las comunidades humanas y para el que queda proscrita la búsqueda de
alternativa.
El origen de este triunfo del neoliberalismo anglosajón cabe
situarlo en la década de los ochenta del siglo pasado siendo de naturaleza
esencialmente ideológica. La pareja política que lo encarna es la que
constituyeron Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Quien le otorgó su fundamento
«científico» fue Milton Friedman y su Escuela de Chicago, enemigos radicales de
la intervención del Estado, la cual desde entonces se tiene por peligrosa para
la libertad. La ideología que impulsa este capitalismo de tercera generación
–así bautizado por el economista Anatole Kaletsky– se sustenta en dos pilares
que nada tienen de científico, a saber: la supuesta racionalidad absoluta de
los mercados, los consumidores y los productores, que exige, para que florezcan
en plenitud los beneficios de su acción, la desregulación; y una concepción de
la libertad más abstracta y racionalista que la de los filósofos de la
Ilustración. Es el principio del fin del Estado del bienestar, el que fuera
gran logro político europeo de los «treinta gloriosos», las tres décadas
posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando el viejo continente, a pesar de
la herida histórica del «telón de acero», parecía progresar en paz. Durante ese
tiempo aún regía la política de regulación pública del siglo XX, fundamentada
en las ideas de la Ilustración y de la reforma política. Desde ellas, el valor,
el precio y la renta se definen para orientar una filosofía fiscal progresiva,
una regulación de precios antimonopolio, leyes de usura y controles de renta.
Se trataba así de favorecer el crecimiento económico y unos precios e ingresos
más justos y eficientes.
Este modelo de economía mixta congruente con los principios
ilustrados ha ido cediendo en las últimas décadas ante la presión contra el
sector público, que busca –según el ya citado Michael Hudson– «crear una
economía unilateral cuyo control esté centralizado en Wall Street y en centros
financieros similares en todo el mundo». El asunto de la dichosa sentencia del
impuesto de las hipotecas es la prueba de la fortaleza de esa «economía
unilateral», de naturaleza extractiva (de riqueza) frente a los poderes del
Estado democrático. Que no es un hecho aislado carente de significado político
lo demuestra el antecedente que sobre un asunto similar se dio en Estados
Unidos en la primavera de 2009, cuando
el senador de Illinois Dick Durbin había intentado cambiar la legislación sobre
quiebra para que los propietarios de viviendas con dificultades financieras
pudieran modificar sus hipotecas. Se trataba de revertir la sentencia unánime
del Tribunal Supremo de 1993, favorable a los bancos, que impedía que los
propietarios pudieran utilizar la quiebra como instrumento para reducir sus
hipotecas. El Congreso también venía demostrando su connivencia con la banca,
cuya seguridad entendía prioritaria para garantizar los flujos de capital.
Llegado el momento de debatir la propuesta de Durbin, la administración Obama
se opuso; porque aceptó el argumento de las entidades financieras de que
reconocer un derecho a la quiebra de los propietarios de vivienda incrementaría
el coste de los préstamos hipotecarios y generaría inseguridad jurídica.
«El "producto" de los banqueros es la deuda»,
sostiene Hudson. Ofrecen cada vez préstamos más grandes con la garantía de
valores de renta y patrimonio, préstamos que publicitan como «más fáciles»,
y beneficiosos porque amplían el mercado
de la vivienda en propiedad. Ahora bien, para el conjunto de la economía tales
condiciones de crédito tienen el efecto de aumentar los precios de los bienes
raíces (terrenos, inmuebles...) y los compradores se ven obligados a endeudarse
cada vez más para tener casa propia. «Los bancos terminan quedándose con la
parte más importante del valor de la renta inmobiliaria, que se paga en
concepto de intereses», subraya Hudson. La ideología financiera de la banca es
contraria a los impuestos jutificándolo en la ilusión, que fomentan entre los
potenciales compradores, de que la menor presión fiscal liberará renta para el
acceso a la vivienda en propiedad; pero en verdad lo que buscan es que queden
más libres de carga impositiva las rentas del trabajo para que eso que no pagan
en impuestos lo paguen a los bancos en forma de más intereses. En la práctica
es una forma de impuesto privado mediante el que todos los hipotecados
enriquecemos a la banca, todo un poder dentro del Estado al que resulta muy
difícil controlar. Sobre todo desde la desregulación de las finanzas promovida
políticamente a partir de la década de los ochenta del siglo pasado, la cual
tuvo seguramente su momento triunfal en 1999 con la derogación de la Ley
Glass-Steagall, la Ley de Bancos (Banking Act) de los EEUU, en vigor desde el
16 de junio de 1933. Tal ley se concibió como instrumento de control para la
especulación que cuatro años antes había llevado a la hecatombre económica de
1929, de terribles consecuencia para todo el mundo dado que tuvo su incidencia
en el ascenso del nazismo. En virtud de esa ley quedaban separadas la banca de
depósito y la banca de inversión. Su derogación bajo la presidencia del
demócrata Bill Clinton nos puso en la senda para la crisis de 2008, prima
hermana de la del 29, al permitir en la práctica la especulación casi sin
límites mediante la creación verdaderamente maravillosa de «productos»
financieros a cual más enrevesado en su naturaleza abstracta y su plasmación
jurídica (CDO, swaps y demás derivados).
En efecto, así los llama el empleado de banca que lo atiende
a uno en la sucursal de turno; las hipotecas son «productos», como si fuesen
algo que se fabrica trabajosamente, a partir de una costosa materia prima de
ardua obtención que luego ha de ser sometida a un laborioso proceso de manufactura.
Pero las hipotecas son entes abstractos, convenciones de los hombres mediante
las que se genera deuda, merced a la cual de la nada se crea dinero que es el
deudor quien tiene que producir de verdad mediante su muy material y concreto
trabajo.
La mayoría del dinero en circulación no es en metálico, sino
que es bancario; y de éste, en el eurosistema, el 90% fue creado por la banca
privada en 2013. Como nos advierte Christian Felber en su libro Dinero, de fin
a medio respecto de los beneficios obtenidos por la banca vía préstamos: «Estos
beneficios son ilegítimos, porque hay actores privados que se enriquecen
accediendo a un bien público [el dinero]»; además: «La práctica de crear dinero
privado incrementa el volumen crediticio de la economía nacional y con ello el
grado de endeudamiento sistémico. Conduce a la inflación y formación de
burbujas por un lado y, por el otro, al sobreendeudamiento sistémico.
Actualmente, el grado de endeudamiento general del sistema financiero y la
economía nacional es mayor de lo que ha sido nunca en la historia». Lo que
Felber considera «el problema crucial del orden monetario actual» lo identifica
Michael Hudson como un factor decisivo en la guerra (política) que se libra
entre la economía financiera, de corte extractivo, y la economía real (creadora
de riqueza material), y que por ahora conduce al desmantelamiento de la
producción industrial y a vivir en el corto plazo financiero. Ese problema
radica en que la riqueza financiera privada crece más rápido que el rendimiento
económico (según cálculos recogidos por Felber en su libro, 3,7 veces el
rendimiento global en 2012). Y posee la voracidad del predador insaciable, por
lo que no para de presionar con el fin de obtener más y más beneficios, de los
que las hipotecas son una fuente importante. ¿Pueden los asalariados invertir
lo que debieran en elevar sus niveles de vida si cada vez tienen que dedicar
una mayor cantidad de sus ingresos a atender las exigencias de sus deudas?
La UE estableció por medio de los tratados de Maastricht y
de Lisboa el 60% del PIB como el máximo de endeudamiento permitido a los
estados. Ya en 2014 la Eurozona apuntaba a un promedio de cuota de deuda
pública del ciento por ciento del rendimiento económico (en España es
prácticamente del 100% del PIB). Ello es debido al exceso de riqueza privada
disponible en perpetua búsqueda de revalorización, lo que conlleva que se
influya políticamente para que la deuda siga aumentando. Este estado de cosas,
que irá a peor de acuerdo con el actual marco de política económica global, es
absurdo tanto para Felber como para Hudson. Escojo unas palabras del primero
que lo expresan meridianamente: «Así como en las décadas de la posguerra los
deudores, a veces desesperados, buscaban acreedores, hoy los acreedores, cada
vez más desesperados, buscan deudores (de ahí las estrategias de privatización,
globalización y especulación)». Es como si todos, incluidos los estados,
tuviésemos como primer mandamiento el ser buenos deudores; axioma, al mismo
tiempo, de una economía extractiva que –a decir de Michael Hudson– se ha
convertido en el parásito que merma la salud de la economía real, la de
producción de bienes y servicios, la que da vida a los seres humanos. No es
esta economía, la real, la que debe estar al servicio del dinero, sino éste,
que es un medio no el fin, el que debe servirla.
Hoy por hoy, la banca y las así llamadas altas finanzas
constituyen el sector rentista más importante, el corazón de la economía
extractiva, el parásito que mata al huésped. Porque la mayoría de los préstamos
bancarios no se orientan a producir bienes y servicios, «sino a transferir los
derechos de propiedad de bienes raíces, acciones (incluyendo las de compañías
enteras) y bonos». Se trata de una permanente transferencia de riqueza desde el
sector productivo y del patrimonio del Estado al sector financiero vía pago de
intereses de la deuda en sus muchas versiones. Su masiva expansión ha
favorecido a una reducida minoría que se
ha enriquecido enormemente, generando un crecimiento de la desigualdad. Lo que
ganan en concepto de intereses los bancos lo prestan como nuevos créditos
hipotecarios a compradores de recursos generadores de renta. Y a esto se juega
con recursos (materiales, no abstractos como el dinero) tan imprescindibles
para una vida digna como lo es la vivienda.
Miremos en la para muchos intocable por sagrada constitución
de 1978. Busquemos su título I: de los derechos y deberes fundamentales; en su
capítulo tercero, de los principios rectores de la política social y económica,
artículo 47, y leamos: «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda
digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y
establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando
la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la
especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción
urbanística de los entes públicos».
Se suponía que el fin de la historia quedaba certificado por
el hecho indiscutible del éxito de la democracia liberal, fruto del pensamiento
ilustrado y de su compleja elaboración a través de la modernidad. Ese éxito no
puede ser compatible con la sombra de injusticia que se arroja desde la esfera
económica; algo que la política no debe eludir. Nos enfrentamos al riesgo
cierto de un vaciamiento de la democracia y que su vacío lo llene la
plutocracia global.
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