Por Juan Carlos
Escudier
Público.es, 07/11/2018.
La Justicia en España no es un problema del que podamos
advertir a Houston para que lo resuelva. Es un drama y una vergüenza. Es una
historia interminable de genuflexiones al poder, de servicios a la carta de
alta cocina, de una fidelidad canina que nunca muerde la mano que lleva el
anillo sino la del menesteroso. No es la señora ciega por la tira de tela que
cubre sus ojos sino una arpía con vista de lince que inclina la balanza a favor
de los fuertes porque los débiles nunca necesitan de triunfos para seguir
siendo lo que son. Es el inamovible statu quo.
Hasta los bancos debieron preguntarse ayer cómo era posible
tanta suerte después de que la Sala de lo Contencioso obrara el milagro o la
desfachatez de cambiar su jurisprudencia en dos semanas para volver a cargar
sobre los clientes el pago del impuesto de las hipotecas. No había precedentes
porque nunca había sido necesario, porque la venda siempre estuvo preparada
antes de la herida, porque los cancerberos nunca se distraían en su primigenia
función de vigilancia.
Nuestra Justicia es la que pide cinco años de cárcel para
quien roba un bocadillo en una tienda, armado con una anilla de Coca-Cola, y
deja en la calle a los habituales de los paraísos fiscales, a los de las
cuentas numeradas en Suiza, a los defraudadores compulsivos pero ricos que,
junto a la ley, hicieron la trampa, y para los que se inventaron las amnistías
y los acuerdos extrajudiciales, esas segundas oportunidades de seguir
paseándose en sus coches de lujo y de beber champán a morro en la cubierta de
algún yate con la impunidad más respetable.
El tercer poder del Estado es el verdadero asesino de
Montesquieu, ese pobre hombre al que se mata casi a diario en un escenario del
crimen preñado de togas y puñetas, ese atrezzo impresionante en blanco y negro
que facilita el enjuague con la solemnidad necesaria. A los que se preguntan
cómo se ha llegado hasta aquí hay que explicarles que nada se ha movido en
siglos, que no hay degeneración sino constancia, que no hay nada que arreglar
porque ya nació milimétricamente roto.
Se habla ahora del descrédito del Tribunal Supremo y de esas
arbitrariedades suyas que tragamos como los faquires ingieren sables, aunque en
realidad todo está bastante podrido en un sistema que usa el Derecho como
artimaña y cuya supuesta autonomía reposa en las espaldas de unos cuantos
estómagos agradecidos. Convivimos con un Consejo del Poder Judicial cuyos
miembros sólo hacen gala de su independencia en la elección de sus viviendas y
con un Tribunal Constitucional cuyos cónclaves son más predecibles que un
eclipse de luna. Las altas magistraturas nunca defraudan a quienes les
facilitaron despacho y secretaria.
Esta engrasada maquinaria ha conseguido que sus errores se
juzguen por la forma y no por el fondo, de manera que lo esencial no es
establecer la razón jurídica, que es estrujable como una bayeta. En el caso del
impuesto de las hipotecas lo de menos ha sido que se pretendiera cambiar un
fallo muy nocivo para el sistema financiero sino el momento elegido para
hacerlo, que para evitar el escándalo debió de haberse producido antes de la
propia sentencia. Eso es lo que se reprocha al presidente de la Sala, el
enchufado del presidente del Supremo, y por lo que a ambos se les ha puesto en
la picota.
No es que la Justicia esté politizada sino que es la política
misma plagada de considerandos. Es el armazón que sostiene en demasiadas
ocasiones el abuso porque es más fácil legalizar que legitimar, que no es lo
mismo aunque suene parecido. Estrasburgo ha reprochado que uno de los juicios a
Otegi no fue justo porque una de las magistradas no era imparcial. Bienvenidos
al club de los caídos del guindo.
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