Por Emir Sader
Público.es, 23/01/2016.
Hasta no hace tanto, Richard Nixon, todavía presidente de
Estados Unidos, declaraba: “Somos todos keynesianos”. Era la demostración de la
hegemonía de ese modelo. Fueron los conservadores y no la izquierda los
responsables del Estado de bienestar social en Europa. Era la muestra de que se
trataba de un consenso.
Una década después, otro presidente norteamericano anunció
el radical cambio de rumbo. Para Ronald Reagan, el Estado dejaba de ser la
solución, para ser el problema. Se apuntaba al elemento clave del modelo
keynesiano para convertirlo en el blanco de los ataques del neoliberalismo,
primero de la derecha tradicional, después también por parte de sectores que
venían de la izquierda histórica.
A partir de ese momento se desató una feroz lucha de ideas y
políticas sobre el rol del Estado con consecuencias directas sobre la economía.
El ataque al Estado muchas veces no revelaba claramente qué es lo que se
promovía en su lugar: el mercado. En cualquier caso, se trata de una misma
operación ideológica con dos caras.
Para el diagnóstico neoliberal las economías no crecen por
excesiva cantidad de regulaciones, que traban y desincentivan las inversiones.
Liberemos el capital de esos límites que lo cercenan, implementemos el libre
comercio, así se retomarán las inversiones, la economía volverá a crecer y
todos volverán a ganar –pronosticaban Reagan y Thatcher, alegre e
ingenuamente–.
Pero, como recordaba siempre Marx, el capital no está hecho
para producir, sino para acumular. Libre de trabas, se transfirió, en
proporciones gigantescas, hacia el sector financiero y todas las modalidades
especulativas. Las economías no han vuelto a crecer, pero se ha dado una
monstruosa transferencia de renta hacia el sector financiero, que se ha vuelto
el hegemónico en el neoliberalismo.
El Estado mínimo es el corolario de esa centralidad del
mercado. La derecha intensificó sus diagnósticos en contra del Estado, de su
capacidad reguladora de la economía, de contrapeso del mercado, pero también de
todas sus otras funciones.
El Estado sería por esencia ineficiente, despilfarrador de
recursos, recaudador de demasiados impuestos que devolvería poco a la sociedad,
sería la raíz fundamental de la corrupción, que cierra el mercado interno de
los saludables ingresos de capitales externos y de innovaciones tecnológicas,
generador de una burocracia inmensa, desincentivador de las inversiones. Además
de fuente de totalitarismos políticos –tema privilegiado del liberalismo–. Es
el problema al que hay que atacar todo el tiempo.
Los inmensos procesos de privatización, de apertura de los
mercados, de despido de empleados públicos, de suspensión de toda forma de
control estatal sobre la economía se han vuelto el eje de las políticas
neoliberales, que han fracasado en todas partes del mundo. A lo sumo han
controlado, por un cierto tiempo, la inflación, pero han aumentado
exponencialmente la deuda pública, han promovido la precarización de las
relaciones de trabajo, han aumentado el desempleo, el endeudamiento externo.
Para que todo eso fuera posible, fue necesario incentivar en todo momento el
odio al Estado.
Pero algunas funciones del Estado le interesan a la derecha.
La primera, esencial, es la represión, porque políticas con esos rasgos
intensifican la crisis social y requieren represión. Requieren también el
control judicial, para poder legitimar gobiernos autoritarios. Requieren Bancos
Centrales que garanticen la liberalización de la economía.
Es un odio selectivo a las funciones de regulación económica
del Estado, de garantía de los derechos sociales, de protección del mercado
interno. Y como mal pueden hacer al elogiar abiertamente al mercado
–responsable central por la crisis económica internacional empezada en 2008 y
sin plazo para terminar–, atacan, con odio, al Estado, que es la forma de
promover la centralidad del mercado.
Disponible en:
No hay comentarios:
Publicar un comentario