Por Carlos Javier Bugallo Salomón
¿Qué dice la Constitución española y los Tratados de la
Unión Europea sobre la Empresa Pública? Es importante saber esto, pues toda
medida a favor de ampliar o reducir la importancia del Sector Público debe
tener en cuenta los aspectos jurídicos de la cuestión.
Veamos, en primer lugar, el contenido de nuestra
Constitución y luego, el de los Tratados de la Unión Europea.
1. La Constitución española
Las grandes opciones ideológicas con respecto al tipo de
empresa que puede funcionar en una economía, y que, a su vez, pueden figurar en
un texto constitucional, son las siguientes:
A. Reservar
toda la actuación de gestión económica al Sector Privado.
B. Por el
contrario, reservar totalmente dicha actuación al Sector Público.
C. En un
tercer grupo podrían englobarse todas las fórmulas que compatibilizan ambos
sectores y que han venido en denominarse de ‘economía mixta’; este grupo
admitiría diversas variantes: dar a cada sector un campo propio y separado;
reservar campos de la economía específicos al Sector Público o al privado
dejando que coexistieran en los demás; dar primacía al sector público o privado
dejando al otro en una posición subsidiaria.[1]
Pues bien, el modelo recogido en nuestra Constitución se
decanta por el tercero, es decir, por el de ‘economía mixta’; pero ¿por cuál de
los subgrupos anteriormente expuestos?
Para responder a esta última pregunta debemos acudir la
los artículos 38 y 128 de dicha Constitución, donde se hace mención a estas
cuestiones.
El artículo 38 reza así:
“Se reconoce la libertad de
empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan
y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las
exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación.” [2]
Este artículo, al estar incluido en el capítulo segundo
‘Derechos y libertades’ del título I ‘De los derechos y deberes fundamentales’
implica una especial protección a la libertada de empresa, que se considera un
derecho fundamental.[3]
Sin embargo, queda también claro que la gestión de estas
empresas privadas deberá estar “de acuerdo con las exigencias de la economía
general y, en su caso, de la planificación.”
Entonces surge al punto la siguiente cuestión: ¿qué clase
de planificación puede someter a su tutela a las empresas privadas? Creemos que
no puede ser otra que la denominada ‘planificación indicativa’, a la que se le
reserva el papel de formular una previsión sobre la evolución futura de la
economía y, junto a esta previsión, proponer unas medidas correctivas de
política económica. Las disposiciones de dicho plan tienen carácter vinculante
sólo para el Sector Público (‘planificación imperativa’), siendo meramente
indicativas para el Sector Privado, al que se le proponen unas sugerencias
sobre los fines que se consideran adecuados y sobre el que actúa a través de
los mecanismos de mercado. Por esto, los medios de política económica suelen
ser indirectos, basados en la utilización de un sistema de estimular o recargos
o en intervenciones globales del Gobierno sobre la oferta o la demanda de
algunos mercados (ya se trate de mercado de bienes, de dinero o de valores) en
particular o del conjunto de la economía.[4]
Por su parte el artículo 128, párrafo 2 dice lo siguiente:
“Se reconoce la iniciativa
pública en la actividad económica. Mediante ley se podrá reservar al sector
público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio, y
asimismo acordar la intervención de empresas cuando así lo exigiere el interés general.”
[5]
Este párrafo reconoce tres cuestiones importantes: 1) el
derecho que tiene el Estado a nacionalizar una empresa privada “cuando así
lo exigiere el interés general”; 2) que la actividad de la Empresa Pública
no es subsidiaria de la que pueda realizar la empresa privada, es decir que se
permite la ‘iniciativa’ del Estado en materia económica sin necesidad de que
exista insuficiencia de la iniciativa privada; y 3) que estas Empresas Públicas
podrán ejercer en exclusiva su actividad económica –mediante la aprobación de
una Ley- sin la competencia de empresa privadas.[6]
En base a estas consideraciones el especialista Eduardo
Serra emite la siguiente valoración: “nuestra Constitución acoge una fórmula
mixta que podemos denominar ‘plena’, puesto que, en general, permite la
concurrencia de los sectores público y privado en todos los campos de la
actividad económica, si bien da la posibilidad de reservar algunos campos
concretos con carácter exclusivo (los recursos o servicios esenciales) al
sector público.” [7]
Otra cuestión fundamental es la siguiente: ¿marca algún
límite la Constitución a la gestión pública de la actividad económica? El
dictamen de un jurista conservador, Gaspar Ariño, es que entre los artículos 38
y 128 de la Constitución española existe una evidente contradicción, sin que se
ponga límite a la expansión del Sector Público; y con el fin de preservar la
libertada de empresa recogida en el primer artículo, aconseja la promulgación
de una Ley General de Ordenación Económica -con el rango de orgánica
por regular un derecho fundamental- donde se defina el marco jurídico completo
de la economía de mercado y las bases de intervención del Estado en la
economía, toda vez que éste puede desplazar a la empresa privada “en razón
a los superiores medios y las ventajas financieras de que goza la
Administración.” [8]
Según Tomás-Ramón Fernadez no
existiría tal contradicción entre ambos artículos. “El artículo 128 y su
reconocimiento de la iniciativa pública en la actividad económica es la
afirmación de uno de estos instrumentos a disposición de los poderes públicos
para que realicen esa corrección progresiva de una realidad preexistente que...
se acepta, pero que se reconoce insatisfactoria.” [9]
Por nuestra parte sin tener competencias en el
campo del derecho sí vemos, en cambio, una contradicción entre el artículo 38 y
el párrafo 1 del mencionado artículo 128, donde se dice:
“Toda la
riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está
subordinada al interés general.” [10]
En efecto, consideramos muy contradictoria la formulación
de este precepto con el reconocimiento de la libre empresa como un derecho
fundamental. De cualquier modo, parece prima facie que en la
Constitución española no hay límite alguno previsto a la expansión del Sector
Público.
Finalmente, ¿qué objetivos propone la Constitución
española a la planificación económica, tanto a la de carácter indicativo sobre
la empresa privada como, también, a la de carácter imperativo sobre el Sector
Público?
Estos vienen recogidos en el artículo 131, párrafo 1, que
dice así:
“El Estado, mediante ley, podrá planificar la
actividad económica general para atender
a las necesidades colectivas,
equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y
estimular el
crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución.” [11]
Y el párrafo 2 continúa:
“El
Gobierno elaborará los proyectos de planificación, de acuerdo con las
previsiones que le sean suministradas por las Comunidades Autónomas y el
asesoramiento y colaboración de los sindicatos y otras organizaciones
profesionales, empresariales y económicas. A tal fin se constituirá un Consejo,
cuya composición y funciones se desarrollarán por ley.” [12]
Vemos, en definitiva, que a la Empresa Pública se le
confiere en nuestra Constitución la posibilidad de desempeñar uno papel
extraordinario en la vida económica de nuestro país.
2. Los Tratados de la Unión Europea
A través de sucesivos Tratados y
acuerdos legales internacionales la Unión Europea se ha ido dotando de lo que
algunos juristas denominan, aunque con cierta cautela, de una ‘constitución
económica europea’.[13]
Por tanto resulta pertinente preguntarse: ¿cómo encaja la Empresa Pública en
este marco legal?
El desarrollo de la legislación europea en este tema se ha
articulado sobre cuatro principios básicos, que primero expondremos y luego
valoraremos.
1. Principio
de libre competencia. La política de competencia reviste una importancia
singular en la Unión Europea no sólo como mecanismo que permite mejorar la
asignación de recursos y favorecer el progreso (económico o tecnológico) o la
innovación, sino también en la medida en que es una condición previa para el
éxito de otras políticas previstas. De modo que la creación de un sistema que
impida el falseamiento de la competencia en la Unión Europea es, desde sus
orígenes, una de las piedras angulares sobre las que descansa la construcción
de la Unión.[14]
2. Principio
de neutralidad. Por lo que se refiere a la propiedad de las
empresas, pública o privada, la legislación comunitaria se muestra neutral “y
no prejuzga en modo alguno el régimen de propiedad de los Estados miembros” (art.
222 del Tratado de Roma). Esto significa que se acepta un sector empresarial
mixto en el que conviven empresas de propiedad pública y de propiedad privada.[15]
3. Principio
de paridad de trato. Las Empresas Públicas, como las privadas, deben
respetar las reglas de competencia comunitarias. Aunque se acepta que si las
Empresas Públicas se encargan de la gestión de ‘servicios de interés económico
general’, se les dispense de seguir estas reglas cuando la aplicación de las
mismas impida el cumplimiento de los objetivos de estas empresas; eso sí, con
la limitación de que el desarrollo de los intercambios comunitarios no sea
afectado en una medida contraria al interés comunitario. Se aprecia en esto
último, por tanto, una jerarquía superior de la normativa comunitaria frente a
los intereses generales nacionales. De ahí que, donde haya una política común
(carbón, acero, agricultura, materiales nucleares, ...) prevalece la supremacía
del interés general comunitario. Por el contrario, donde sólo hay cooperación y
concertación, los Estados disponen de la facultad de dirigir sus políticas
nacionales. En estos casos, el Consejo y la Comisión no pueden más que
armonizar en el respeto a la política común de competencia que se impone en
todos los casos.[16]
4. Principio
de incompatibilidad de ayudas estatales. En el desarrollo de la libre
competencia, los artículos 92 y 94 del Tratado de Roma regulan las ayudas
estatales a las empresas públicas, partiendo de un principio general de
incompatibilidad, de acuerdo con el cual “son incompatibles con el Mercado
Común, en la medida en que afecten a los intercambios entre los Estados
miembros, las ayudas concedidas por los Estados o con cargo a los recursos
estatales, cualesquiera que sea la forma que revistan, siempre que falseen o
puedan falsear la competencia, favoreciendo ciertas empresas o producciones.” [17]
El Tratado de Roma también establece, tras la regulación sustantiva de las
ayudas estatales, unas reglas para controlar su cumplimiento por parte de los
Estados miembros, basadas en la transparencia de la gestión de estas empresas y
el deber de informar de las ayudas que se les conceden. Y por último, se
aceptan algunas ayudas con carácter excepcional en casos tales como desastres
naturales o graves perturbaciones de la economía, y para el desarrollo regional
o sectorial.[18]
Un punto esencial en estas disposiciones normativas es la
diferenciación, por un lado, entre empresas públicas concurrenciales y, por
otro, empresas públicas que realizan la gestión de servicios de interés
económico general.
En lo que se refiere a las
primeras, esto es las concurrenciales, leemos lo siguiente en un artículo
aparecido en prensa: “La supervivencia en el mercado de estas empresas
requiere que no se limite su capacidad de gestión, ni se le marquen otros
objetivos políticos como por ejemplo: empleo, ámbito geográfico de actuación,
tipos de productos, precio de venta o condiciones de venta, etcétera, ya que
limitarían su rentabilidad y pondrían en peligro su continuidad en el mercado.
Por otra parte, estas medidas actuarán como revulsivo para las citadas empresas
al saber que carecen del seguro existente actualmente, de manera que tendrán
que ser más rigurosas en el control de sus costes y en la realización de
proyectos de inversión que posean una rentabilidad superior al riesgo que
tengan asociado. Frente a las consideraciones expuestas con anterioridad surge
una pregunta inevitable: ¿existe alguna razón por la cuál se considere que
estas empresas deban estar en el sector público?” [19]
En lo que respecta a los
servicios de interés general, es esta una noción propia de la Unión Europea que
no posee una definición ‘oficial’ acabada y que ha sido aplicada de modo progresivo
en la práctica comunitaria. En una reciente Comunicación de la Comisión del año
2007 sobre estos servicios aparece la siguiente definición: “los servicios
de interés general pueden ser definidos como los servicios, tanto económicos
como no económicos, que las autoridades públicas clasifiquen como de interés
general y sometan a las obligaciones específicas de servicio público.” Son
los Estados miembros quienes tienen la competencia general para definir los
servicios de interés general, aunque la Comisión tiene la potestad de poner en
duda la pertinencia de una actividad de servicios de interés general por parte
de un Estado (como se produjo, efectivamente, en el año 2007 cuando la Comisión
se opuso a que los Países Bajos calificaran de servicios de interés general de
su sistema de vivienda social).[20]
Sobre esta última cuestión cabe
hacer tres necesarias observaciones. La primera, que desde el punto de vista
económico es un error reduccionista hablar únicamente de ‘servicios de interés
general’, cuando las empresa pueden ofrecer tanto bienes como servicios. La
segunda, que podemos predecir que en futuro se producirán batallas ideológicas
encarnizadas sobre la delimitación de qué bienes y servicios son de interés
general. Y la tercera, como hemos visto, que en este asunto prevalece el
interés económico comunitario sobre los nacionales
En definitiva, como bien ha
advertido Begoña Ruiz “lo que subyace detrás de estos planteamientos no es
más que el inevitable y recurrente problema de cuáles son los límites adecuados
de la actividad pública dentro de una economía mixta.” [21]
Es decir, que parece que el marco legal de la Unión Europea ha satisfecho los
deseos de aquellos que aspiraban a delimitar el campo de actuación de la
empresa pública, ya que dentro de la Constitución española no se podían
realizar.
Vemos pues que los Tratados que han ido levantando el
edificio de la Unión Europea no altera las formas de propiedad existentes en
los Estados miembros. De él no se deduce la necesidad de privatizar la empresa
pública. Lo que los Tratados imponen es el sometimiento de la empresa pública a
las mismas reglas y comportamientos que las empresas privadas. Ahora bien, esta
equiparación, si bien no elimina la titularidad misma del derecho de propiedad,
sí que afecta a la forma de ejercicio de este derecho. Sólo si se trata de una
empresa que asume servicios de interés general, calificación que habrá que ver
caso por caso, puede pretenderse su exclusión de las reglas generales de la
competencia. Y en los casos en que dicha exclusión no es posible la pervivencia
de las empresas públicas es sometida a unos condicionamientos que desmienten la
neutralidad de los Tratados, y en beneficio de las tendencias privatizadoras
definitivamente impuestas a partir de los años ochenta en todas las economías
occidentales.[22]
Begoña Ruiz también realiza una valoración muy semejante
de la cuestión en un texto que creemos interesante reproducir in toto:
“A modo de conclusión cabría señalar que: 1) la
construcción de la nueva Europa implica la primacía del interés comunitario
general sobre los intereses nacionales (de los distintos Estados miembros); 2)
parece haberse optado por una postura unidireccional que identifica la
consecución de la Unión Económica y Monetaria con la de un capitalismo de grandes
unidades con una regulación puramente concurrencial; 3 a la luz de esta
perspectiva, la empresa pública se encuentra con una normativa comunitaria en
expansión que, admitiendo la economía mixta, opta por someterlas al derecho
común de la competencia y a severos controles. Así, debe adoptar siempre, en su
calidad de empresa, una gestión conforme a las exigencias comunitarias del
mercado interior... La política oficial [de la
Unión] parece apuntar hacia un comportamiento idéntico entre empresas
públicas y privadas, tanto en lo que se refiere a objetivos como a
restricciones económicas y financieras. Este planteamiento supone asumir que no
conviene introducir la política en actividades comerciales o mercantiles. Ello
justificaría los drásticos y crecientes controles que establece la normativa
comunitaria sobre la empresa pública. Si esta política se impone habría que
preguntarse qué justifica la existencia de las empresas públicas dentro de la
nueva Europa, puesto que esta corriente parece querer olvidad precisamente su
dimensión pública (el aspecto ‘no comercial’). Mientras la empresa pública se
ha caracterizado por su posibilidad de ser utilizada en beneficio de
finalidades colectivas, es precisamente este carácter el que se tiende a
considerar como un obstáculo para la puesta en práctica del Mercado Único.” [23]
Una última observación. En
consonancia con lo que llevamos expuesto Javier Tajadura nos ha advertido que
los fines que la Unión Europea asigna a la empresa pública no son coincidentes
con los propios de la Constitución; y que a pesar de la trascendencia de esta
situación –y que nosotros no dudamos en calificar de ‘vaciamiento
constitucional’- no se ha producido el necesario debate intelectual al margen
de argumentos puramente nacionalistas.[24]
CARLOS JAVIER
BUGALLO SALOMÓN
Licenciado en Geografía e
Historia
Diplomado en Estudios Avanzados
en Economía
[1]
Eduardo Serra Rexach: “La Empresa Pública y la Constitución”, en AA.VV.:
La Empresa Pública española: estudios, Madrid, Instituto de Estudios
Fiscales, 1980, p. 91.
[2]
<http://es.wikisource.org/wiki/Constitución_española_de_1978:_09>
[3]
Eduardo Serra Rexach: ibídem, p. 91.
[4] Josep
María Bricall: La planificación económica, Barcelona, ed. Salvat,
1975, pp. 60 y s.
[5] <http://es.wikisource.org/wiki/Constitución_española_de_1978:_09>
[6]
Eduardo Serra Rexach: op. cit., pp. 106-8.
[7]
Eduardo Serra Rexach: op. cit., p. 108.
[8]
Gaspar Ariño Ortiz: “La iniciativa pública en la Constitución.
Delimitación del Sector Público y control de su expansión”, en AA.VV.: La
Empresa Pública española: estudios, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales,
1980, pp. 189-194.
[9]
Tomás-Ramón Fernadez: “Reflexiones sobre la Empresa Pública española”,
en AA.VV.: La Empresa Pública española: estudios, Madrid,
Instituto de Estudios Fiscales, 1980, p. 56.
[10]
<http://es.wikisource.org/wiki/Constitución_española_de_1978:_09>
[11]
<http://es.wikisource.org/wiki/Constitución_española_de_1978:_09>
[12]
<http://es.wikisource.org/wiki/Constitución_española_de_1978:_09>
[13]
Javier Tajadura Tejada: “Empresas públicas y Unión Europea”, en Sistema:
Revista de Ciencias Sociales, nº 166 (Enero, 2002), p. 39.
[14]
Olga Ruiz
Cañete: “Nuevas perspectivas para la Empresa Pública: el marco comunitario y el desafío del Mercado Único”, en
Hacienda
Pública Española, nº 126 (1993), p. 130.
[15]
María Teresa López López y Alfonso Utrilla de la Hoz: Introducción
al Sector Público español, Madrid, ed. Civitas, 1998, p. 354.
[16]
Olga Ruiz
Cañete: op. cit., pp. 132 y s.
[17]
María Teresa López López y Alfonso Utrilla de la Hoz: op. cit.,
p. 354.
[18]
Olga Ruiz
Cañete: op. cit., p. 133.
[19]
Juan Francisco Corona: “La empresa pública en el mercado único”, en El
País, 9/7/1996. Disponible en <
http://elpais.com/diario/1996/07/09/economia/836863237_850215.htmlg>
[20]
<http://www.eurosig.eu/article118.html>
[21]
Olga Ruiz
Cañete: op. cit., p. 143.
[22]
Javier Tajadura Tejada: op. cit., p. 31.
[23]
Olga Ruiz
Cañete: op. cit., pp. 141 y s.
[24]
Javier Tajadura Tejada: op. cit., pp. 58 y s.
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