Por Javier Junceda
Diario de Mallorca.es,
18/08/2016.
La falta de corrección a los excesos de la banca durante la
crisis, ni advertidos ni atajados por la autoridad financiera, constituye uno
de los pocos asuntos que compartimos los españoles. Coincidimos en que dichos
abusos tolerados no solamente fueron aquí uno de los principales acelerantes de
la depresión internacional, sino que no han sido aún del todo resueltos, pese
al multimillonario rescate que hemos brindado al sector.
Puede justificarse que en una sociedad tan bancarizada como
la de 2007, era una temeridad intervenir cualquier entidad, aunque otras
naciones lo hubieran hecho con corporaciones de relieve. Por aquél entonces, la
penetración en el tejido socioeconómico de los productos crediticios era tan
intensa –como consecuencia de las indebidas prácticas mal controladas por la
Administración- que no parecía lo más sensato dejar sin póliza de descuento a
la tintorería de la esquina, por riesgo cierto de inmediata bajada de persiana.
De haberse hecho eso, el país hubiera rondado el colapso.
Ahora bien, casi una década después, el escenario es otro
bien distinto. La ingente deuda privada contraída en el pasado se va poco a
poco saldando y hemos logrado aprender a vivir sin crédito, a pesar de las
generosas ayudas públicas destinadas a ese mismo propósito, dicho sea de paso.
Con todo, persiste la idea, muy extendida, de que estas
empresas han recibido un tratamiento poco acorde con su alta responsabilidad en
la crisis, que a tantísimas personas se ha llevado por delante. Y que, lejos de
hacerles responder por sus desmanes, hemos mirado para otro lado e incluso
estamos permitiendo que vuelvan por sus pasos y retornen las llamadas
telefónicas intempestivas ofreciendo dinero fácil que nos llevaron al pozo años
atrás.
Tal vez por ello el sistema deba reflexionar a fondo sobre
lo sucedido para evitar nuevas recaídas. Y ello pasa, en este nuevo contexto
sin tanta abundancia crediticia tóxica, por embridar la codicia financiera y
situarla en umbrales prudentes, para impedir que se provoquen hundimientos
económicos como el que hemos padecido y que incluso amenazan tantos años
después a la propia banca, inmersa en una crisis grave y profunda.
Esto pasa también por incrementar los controles por parte de
los reguladores, tanto europeos como nacionales. Se han operado notables
avances en este terreno, a través de la reestructuración y recapitalización del
sector o de otras obligaciones jurídicas de cuño comunitario, pero se hace
preciso ahondar más en los procesos de supervisión de cada entidad, oficina a
oficina, para comprobar que no se repetirán los atropellos del pasado,
sancionando ejemplarmente en caso contrario.
A esto debe seguir también una nueva autoregulación del
sector, que tiene que ser consciente de que en la sociedad actual suscita aún
rechazo, precisamente por su culpabilidad en la crisis, de la que existe esa
sensación generalizada de que se ha ido de rositas. La discreción en las formas
–hasta cuándo debemos seguir soportando que banqueros e incluso bancarios de
poca monta tengan el descaro de recomendarnos a los demás por dónde hemos de ir
o lo que tenemos que hacer- y la disponibilidad ante las urgentes necesidades
sociales, algunas inaplazables, pueden ser algunas herramientas útiles para
conjurar esos males, junto con el rigor en el cumplimiento de la ley, incluida
la protección del consumidor.
Si no hay ética, que al menos haya ley, algo que
desgraciadamente no sucedió demasiado en el inicio de la recesión. Podemos y
quién sabe si debemos hacer borrón y cuenta nueva con la banca, máxime dada la
delicada coyuntura que de nuevo atraviesa, pero lo que desde luego debemos
hacer es atarla bien corta para impedir que nos la vuelva a organizar,
exigiendo a las Administraciones la responsabilidad in vigilando que tanto le
faltó cuando tan necesaria era.
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