Por Carlos Reviriego
Ahora, 08/07/2016.
La crisis financiera y la crisis del periodismo forman un
atractivo cóctel molotov en Money Monster. Hay chalecos explosivos de por
medio. Un joven indignado asalta a punta de pistola el bufonesco programa
televisivo “Money Monster” que dirige el periodista Lee Gates (George Clooney),
a quien en parte responsabiliza de su ruina por haber seguido sus consejos
bursátiles. El programa lo produce Patty Fenn (Julia Roberts), quien para
salvar el pellejo del presentador estrella tendrá que ceder al chantaje del
saboteador y entrar en contacto con un magnate de Wall Street para dar
explicaciones a cámara por la súbita pérdida de 800 millones de dólares. La
retransmisión en directo del programa, del cual el asaltante ha tomado el
control, mantiene en vilo al país entero. La actriz y directora Jodie Foster
quiere sumarse con este filme a la ya robustecida nómina de películas estadounidenses
que en la última década han tratado de explicar las perversiones de la crisis
financiera. En contraste, Money Monster no deja de ser un superficial,
bienintencionado pero infértil discurso en torno a los desajustes morales del
sistema capitalista.
La gran apuesta (2015) daba la opción de, si no se lograba
comprender del todo lo que estaba ocurriendo en la trama, sí al menos de
entender por qué estaba ocurriendo: el egoísmo y la estupidez humanas se
hicieron con el (des)control bancario. El filme de Adam McKay, que fue nominado
al Oscar a Mejor Película, tenía la virtud de convertir las complejas
abstracciones de las altas finanzas de Wall Street en algo excitante y hasta
divertido en su crónica sobre los profetas del descalabro, es decir, de aquellos
gurús (pocos) que sí vieron venir la hecatombe. Al igual que la película de
Foster, La gran apuesta no olvidaba que es un producto de Hollywood —que busca
entretener y empatar, y que no rehuye el humor, el estímulo inmediato y las
grandes estrellas—, pero al contrario de la película de Foster, se tomó muy en
serio sus efectos.
Quizá el único argumento posible para todas estas películas,
o al menos aquella conclusión a la que van a dar en su radiografía del sumidero
económico, es al que Eric Von Stroheim entregó prácticamente toda su carrera.
Tras múltiples dificultades, en 1924 estrenó su monumental película Avaricia,
ocho horas de cine mudo que han sido amputadas y restauradas en numerosas
ocasiones. En la escena final en el desierto de Monument Valley parecen habitar
las constantes que han permanecido como línea de pensamiento del cine
estadounidense: la codicia como generadora de locura y violencia. El
determinismo antropológico de la ambición humana es el argumento que acaba
emergiendo en prácticamente todas las teorías sociales y políticas expuestas en
los distintos filmes que han tratado la crisis económica. Si a ello se suma el
espíritu de Frank Capra en Qué bello es vivir (1946), una película navideña
hija del New Deal en la que una comunidad une sus fuerzas contra los abusos de
poder de un banquero, se obtiene un argumentario bastante completo de las
causas y efectos del cine estadounidense sobre la crisis.
Desde la estupefacción, la ira, la lucidez analítica, el
historicismo, el periodismo o la agitación conspiranoide, el documentalismo en
torno a la crisis económica se ha convertido en un subgénero. Algunas películas
tuvieron un carácter visionario —Alex Gibney con Enron. Los tipos que estafaron
América (2005) y Adam Curtis con The Trap: What Happened to Our Dream of
Freedom (2007)—, otras tropezaron con la ciega militancia del pensamiento —las
acusaciones a los ideólogos de la sociedad neoliberal que recorren La doctrina
del shock (2009), de Michael Winterbottom y Mat Whitecross—, otras deslizaron
su indignación por la investigación cómica —Capitalismo, una historia de amor
(2009), de Michael Moore— o trataron de ofrecerse como relatos canónicos y de
referencia señalando a los culpables, como Inside Job (2010), de Bob Ferguson.
Todas ellas, al igual que los trabajos de ficción, se enfrentaron al difícil
paradigma de tratar de articular dramática o poéticamente el contenido de la
crisis.
Entre la palabra y la
acción
Esa dificultad inherente al tema previene de un cine que
generalmente confía más en la palabra que en la acción, y que en el territorio
de la ficción se ha manifestado a través de distintos géneros, desde el
thriller político a la película de terror pasando por la poética indie. El caso
de la cinta de culto The Girlfriend Experience (2009), de Steven Soderbergh
—que este año ha convertido en una serie televisiva—, es singular.
Protagonizada por la exactriz porno Sasha Gray, es el diario de una prostituta
de lujo en Nueva York ofreciendo sus servicios a la fauna posyuppie. Ve cómo
todo se desmorona a su alrededor, cómo la crisis económica se contagia a las
relaciones humanas. La economía va ligada al sexo pero también al modelo de
relación afectiva. El objetivo pasa por provocar la desorientación del
espectador, crear un clima de final de época (las elecciones presidenciales que
ganó Obama) y dibujar así un paisaje inestable y brumoso. La atmósfera de
decadencia también forma parte de Margin Call (2011), el debut de J. C.
Chandor, quien pone en escena con tensión lo que ocurrió en las 24 horas
precedentes al 15 de septiembre de 2008 en las salas de reuniones de un
importante banco de inversión, donde uno de sus jóvenes empleados descubre que
la firma está al borde de la quiebra.
Chandor volvió a hablar de la crisis desde la alegoría en la
crónica de supervivencia Cuando todo está perdido (2013), una experiencia
cinemática inolvidable, extrema y realista, en la que un solo personaje,
interpretado por Robert Redford, es el náufrago de un velero que se hunde. La
angustia que vive, en una película completamente muda, refleja la determinación
por sobrevivir de una clase social acomodada que ha visto cómo las estructuras
que la han sostenido se han desplomado. No menos extrema pero mucho más
divertida es Arrástrame al infierno (2009) de Sam Raimi, un homenaje a las
películas de serie B de terror, protagonizada por una joven empleada de banca a
quien una bruja lanza una maldición cuando le dice que el banco va a embargar
su casa. Las causas del desplome han sido el pasto de diversas producciones de
muy distinto alcance. Puede que fuera Tom Tykwer quien, con la fallida The
International (2009), presentara por primera vez, en el marco de una película
de acción, a un banco y un entramado financiero como los nuevos paradigmas del
supervillano que quiere apoderarse del mundo. Los nuevos antihéroes de
Hollywood pasaron a ser los ejecutivos y brokers de Wall Street, los
presidentes de las grandes corporaciones y los banqueros sin escrúpulos.
Resulta imposible empatar con los protagonistas de obras
como Wall Street. El dinero nunca duerme (2010), de Oliver Stone, o Too Big to Fail (2011), de Curtis Hanson.
En su secuela de la mítica Wall Street (1987), pieza emblemática en la
construcción de la cultura del pelotazo, Stone aborda el crac económico con la
voluntad de ofrecer una síntesis y hacer recaer la culpa de la crisis sobre
algún elemento suelto e incontrolado que el propio sistema se encarga de
eliminar. En la televisiva Too Big to Fail, una producción de la HBO, el
director de L. A. Confidential (1997) reúne a un gran reparto para llevar a la
pantalla un best-seller de un periodista de The New York Times que relata en
estricto orden cronológico cómo se aprobó la Ley de Estabilización Económica de
Urgencia de 2008, es decir, el plan de rescate financiero. Ambas adoptan los
códigos del thriller político-financiero para acabar justificando la
intervención estatal en el mercado libre y redimir a los causantes del
cataclismo, víctimas en apariencia de un sistema que no parece necesitar
regulación alguna, solo “gente honesta”.
La adaptación de Cosmopolis de Don de Lillo, dirigida por
David Cronenberg en 2012, emana como la pieza cinematográfica más exigente pero
también la más precisa en su retrato de un mundo a la deriva. Un personaje
resume el itinerario dramático del filme: “La lógica extensión del capitalismo
es el asesinato”. Cronenberg asume la cualidad abstracta del tema que aborda en
su retrato de un joven superdotado de las finanzas mientras atraviesa la ciudad
de Nueva York en una limusina blanca. Martin Scorsese se apropia del discurso
del exceso en las memorias del broker Jordan Belfort. El lobo de Wall Street
(2013) es un filme lunático, fuera de órbita, poseído por el desenfreno, en el
que Wall Street solo puede ser retratado como el equivalente de la mafia en el
cine del neoyorquino: los gánsteres son los brokers, las pistolas son los
teléfonos y los charcos de sangre son los fajos de billete. Cuando Andrew
Dominik filmó la oscura y desencantada Mátalos suavemente (2012) también soltó
una bomba política en el corazón de Hollywood. La frase final de Brad Pitt
—“América no es un país, es un negocio”— resume todo aquello que el cine en
torno a la crisis ha tratado de decir. Sálvese quien pueda.
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