Por Joaquín Estefanía
El País, 05/12/2019.
"Tenemos que bailar hasta que pare la música, pero la
música ya había parado cuando dijo eso. La cosa está bajo control, afirmó
Paulson, secretario del Tesoro de EE UU en 2008, cuando la recesión había
comenzado cuatro meses antes de que se reconociese". Estas reflexiones las
hace George Soros, y forman parte de la película sobre la Gran Recesión Inside
Job, Oscar al mejor documental en 2011, que conviene volver a ver hoy para
hacer un balance de lo que se aprendió y de lo que se ha olvidado.
El año 2009 fue el más agónico de la crisis económica,
después del “trimestre del diablo”, el que va de los meses de septiembre a
diciembre de 2008, cuando todo parecía posible tras la quiebra de Lehman
Brothers (calificación de A2, inversión sólida, para las agencias
especializadas) y las nacionalizaciones por parte del Gobierno republicano de
George W. Bush de la gigantesca aseguradora AIG (AA) y de las instituciones
hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac (triple A).
Diez años después se puede abordar Inside Job (dirigida por
Charles Ferguson) como el gran testimonio de una época. Comienza con el
desastre en Islandia, un pequeño país de 320.000 habitantes, que ha aportado en
esta década su propia vía (tan distinta, por ejemplo, de la griega) para sacar
de la ruina a la mayor parte de sus ciudadanos. Islandia no rescató a sus
bancos, sino que los dejó quebrar y luego los tomó bajo control público, hizo
dos referendos entre sus ciudadanos para que determinasen qué parte de la deuda
había de pagarse, y metió en la cárcel a los responsables del saqueo (26
banqueros fueron condenados; hoy no queda ninguno entre rejas). También ha
acabado por ley con la discriminación salarial entre hombres y mujeres. Los
guías turísticos cuentan con orgullo (aunque no esconden los nuevos problemas;
por ejemplo, el de una burbuja inmobiliaria creciente) que Islandia crece muy
por encima de la media, tiene pleno empleo y ha logrado diversificar su modelo
productivo.
Pero las mayores lecciones de Inside Job no son las locales,
sino las generales. Por ejemplo, el gigantesco problema sin resolver (sobre
todo en EE UU) de las puertas giratorias: los mayores responsables de la
supervisión y regulación de la industria financiera —que fue un sector fuera de
control— provienen de la propia industria y a ella volverán cuando dejen las
agencias controladoras. En la corrida pública juegan el doble papel de toros y
toreros casi al mismo tiempo. Obama, que podría haber sido la excepción, no lo
corrigió. En EE UU los bancos son hoy más grandes, más poderosos y están más
concentrados que antes de la crisis; hay menos competencia. En 2010, cuando se
rueda Inside Job, la industria financiera tenía trabajando en Washington a más
de cinco lobbistas por cada miembro del Congreso con el objetivo de allanar
cualquier intento de regulación.
Otro factor que persiste son los sueldos marcianos de los
altos ejecutivos de la banca. Los hombres que destruyeron sus compañías y
crearon la crisis salieron con sus fortunas intactas; por ejemplo, los cinco
primeros ejecutivos de Lehman Brothers ganaron 1.000 millones de dólares entre
2000 y 2007, y cuando la firma quebró se quedaron con todo el dinero. El
gerente de Countrywide (el mayor banco tenedor de hipotecas locas), Angelo
Mozilo, ganó 470 millones de dólares entre 2003 y 2008, 140 de los cuales fueron
obtenidos vendiendo sus acciones del banco en los 12 meses anteriores a que se
hundiese. Etcétera.
Hay que volver a ver el documental para comprobar lo
selectiva que es la memoria. Hay un personaje de la novela La buena vida, de
Jay McInerney (Libros del Asteroide), vinculado a Wall Street, que reflexiona
en alto: “¿Qué pasaba con las lecciones que deberían haber aprendido? Sólo los
estilos habían cambiado (…) como si la única lección extraída de todo aquello
fuera que los pecados de la década anterior habían sido pecados contra el buen
gusto. Parecía predominar la creencia de que, si no andabas pavoneándote como
un hortera, el rayo no te alcanzaría”.
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