Por Vicente Clavero
Público.es, 18/12/2015.
Parece mentira que, dos años y medio después, todavía
sigamos discutiendo si, a mediados de 2012, España fue objeto o no de un
rescate. Pues claro que lo fue. Un rescate para mantener a flote al sector
financiero. Y, por supuesto, con condiciones. Quizás no tan duras como las
impuestas a Irlanda, Grecia y Portugal, pero que afectaron y afectan
directamente a la vida de los ciudadanos.
Recordarán que aquello lo vendió el Gobierno casi como si a
España le hubiera tocado la lotería. La Troika nos proporcionaba una línea de
crédito de hasta cien mil millones de euros prácticamente tirada de precio.
Mucho más barata que si hubiera sido necesario pedirla en el mercado. Además
–aseguraron el presidente y sus ministros– el préstamo no tendría coste alguno
para el Estado.
Todo mentira.
La línea de crédito podía ser una ganga desde el punto de
vista del tipo de interés aplicado. Pero, a cambio, España debía cumplir una
serie de exigencias que iban mucho más allá de concluir el desmantelamiento de
las cajas de ahorro y de aumentar el rigor y la transparencia de la banca. Así
lo acredita el memorándum aceptado entonces por el Gobierno, que figura en el
BOE del 10 de diciembre de 2012, por si alguien desea comprobarlo.
El memorándum hablaba, por ejemplo, de corregir la situación
de “déficit excesivo”, de introducir un sistema tributario “acorde con los
esfuerzos de consolidación fiscal” y de poner en “práctica la reforma del
mercado de trabajo”. En cristiano, eso significaba seguir con los recortes, con
los aumentos de impuestos y con la demolición de los derechos laborales que el
Gobierno ya había empezado.
Lo que ocurrió después es de sobra conocido. Igual que
sabemos todos que eso de que el rescate financiero iba a salirnos gratis era
una burda tomadura de pelo. De los cien mil millones de euros de la línea de
crédito se utilizaron más de cuarenta mil, de los que a día de hoy apenas se ha
recuperado una vigésima parte. El resto
–lo que no devuelvan las entidades– acabaremos pagándolo nosotros.
Porque no nos engañemos: la clave no está en el nombre que
le pongamos; si le llamamos rescate o “asistencia financiera”, como prefiere el
Gobierno. Lo fundamental es quién asume en última instancia su coste; quién se
lo echa a las espaldas, aunque no haya tenido arte ni parte en el problema que
con él hubo que solucionar. Y eso, por desgracia, está muy claro desde hace
tiempo.
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