Por Larry Elliott
El Diario.es,
30/08/2018.
Ya están preparando los carteles. Las photo-opportunities
están siendo organizadas. Una coalición de grupos de presión, sindicatos y ONG
redactan una lista de demandas. Los preparativos están en marcha para ocuparse
el próximo mes del 10º aniversario del colapso de Lehman Brothers, el momento
decisivo en la crisis financiera global.
No se equivoquen. El hecho de que se vayan a celebrar actos
en todos los centros financieros del mundo no es motivo de celebración. Por el
contrario, es un símbolo del fracaso. Los bancos no vieron reducido su tamaño.
Los planes para una tasa de las transacciones financieras sólo acumulan polvo.
Los políticos especularon con la idea de un New Deal ecologista y luego la
olvidaron rápidamente. Nunca hubo un cambio radical desde la ortodoxia
dirigente, sólo un breve impulso que fue anulado de inmediato. El hecho brutal
es que la izquierda tuvo una oportunidad y la desperdició.
Diez años después, las finanzas internacionales son tan
poderosas como antes. Sólo ha habido una reforma cosmética de la industria
bancaria. El poder empresarial está aún más concentrado. Los beneficios de la
recuperación global más débil que se recuerda tras la recesión han sido
acaparados por una pequeña minoría. Los salarios y el nivel de vida en la
mayoría de los países desarrollados han crecido sólo de forma modesta, y eso
los que lo han hecho.
Septiembre de 2008 fue una experiencia casi mortal para el
capitalismo global. En un momento, hubo un serio temor por todo el sistema
bancario occidental. Cuando la recesión estaba en su momento más grave, la
producción industrial sufrió un colapso más intenso que la que había padecido
en los primeras etapas de la Gran Depresión.
Fue así de grave. El momento era perfecto para los políticos
lo bastante valientes como para anunciar algo obvio: que la crisis era el
resultado de eliminar todos los obstáculos colocados al capitalismo financiero
global con buenas razones en los años 30.
Pero los partidos socialdemócratas fracasaron de forma
vergonzante a la hora de plantear una respuesta progresista a la crisis que
hubiera supuesto afrontar el desequilibrio entre capital y trabajo. Fueron
tímidos cuando debían haber sido valientes y pagaron un duro precio por ello.
Los partidos tradicionales aplicaron algunos parches en el sistema y prestaron
escasa atención a la furia de aquellos que se sentían ignorados. El malestar se
dispersó y terminó encontrando otras formas de manifestarse.
En el invierno de 2008-2009, existió una presunción inocente
en la izquierda de que el shock de Lehman había sido tan profundo que el cambio
era inevitable. Si las crisis del petróleo de los años 70 habían sido el
catalizador de la imposición de un programa derechista, la crisis de las
hipotecas subprime haría lo mismo por la izquierda. Pero no fue tan sencillo,
porque los que habían prosperado en las décadas posteriores a la revolución de
Thatcher-Reagan utilizaron todo su poder, influencia y capacidad de engaño para
resistirse al cambio. Se llevaron a cabo algunos repliegues tácticos para
asegurar la permanencia del statu quo.
El contraste entre Franklin Roosevelt en los años 30 y
Barack Obama es revelador. Ambos llegaron a la Casa Blanca en tiempos
desesperados. Ambos contaban con un mandato para el cambio. Roosevelt pensaba
que las reformas eran necesarias para salvar al capitalismo de sí mismo. Fue el
marco intelectual que provocó la Ley
Glass-Steagall para separar la banca de inversiones de la banca comercial, las
inversiones en infraestructuras para dar empleo a los parados, y las leyes que
facilitaban la implantación de los sindicatos.
Obama, como muchos de los políticos de centroizquierda de
hace diez años, era un tecnócrata que aceptaba el statu quo en sus principios
generales y que nunca contempló seriamente hacer frente al sistema financiero.
Wall Street detestaba a Roosevelt. A Obama lo veía como alguien mucho más
dócil.
Obama merece algo de comprensión. Cada periodo radical
necesita tener un rey filósofo que ayude a presentar un marco legal para la
acción. Para la primera generación de liberales de la economía de mercado, los
gurúes eran Adam Smith y David Ricardo. Para Lenin, fue Karl Marx. En los años
30, fue John Maynard Keynes. Y en los 70, lo fueron Milton Friedman y Friedrich
Hayek. Hace diez años, no había nadie.
El proceso de desafiar el estado de las cosas careció de un análisis
completo sobre lo que había causado la crisis. Había un discurso ecologista, un
discurso keynesiano y un discurso marxista, y todos tenían sus méritos y sus
partidarios. El problema es que los progresistas fueron cada uno por su lado.
Eso abrió la puerta a un discurso que pocos pensaron que saldría victorioso en
septiembre de 2008: el que decía que la crisis se originó porque los gobiernos
habían gastado demasiado.
Hay muchas lecciones que aprender. Una es que los
progresistas tienen que ganar la batalla de las ideas, y que eso significa
recuperar el control de la enseñanza de la economía. Se han dado algunos pasos
sobre este asunto desde la crisis financiera, como la financiación por George
Soros del Institute for New Economic Thinking, un foro para el pensamiento
heterodoxo. Pero incluso aunque el colapso de 2008 fue el resultado del fracaso
de unas ideas económicas, los responsables de esas teorías inútiles continúan
estando bien colocados en los campus universitarios. El progreso ha sido lento.
Una segunda lección es que un programa político progresista
empieza desde arriba, con una crítica panorámica general, y de ahí baja a las
políticas específicas. Eso fue lo que funcionó en los años 40, cuando el
consenso de posguerra se basaba en un simple concepto: nunca más. El control de
la economía y la gestión de la demanda partieron de ahí.
La tercera lección es que los progresistas deben tener claro
qué es lo que quieren. La izquierda permanece dividida entre los que piensan
que la única opción es trabajar dentro del capitalismo global –como hicieron
Bill Clinton y Tony Blair–, los que como Roosevelt pensaban que se necesita un
enfoque más radical, y aquellos que creen que el capitalismo está tan podrido
que ya no puede salvarse.
La cuarta es que se necesita algo de humildad. No hay duda
de que la naturaleza del debate ha cambiado desde la crisis, en parte a causa
de la austeridad, en parte por la actitud indulgente ante los bancos. Pero hay
cosas sobre la vida moderna que gustan a la gente: la facilidad para
comunicarse y para viajar; el hecho de que por el mismo dinero de hace diez
años se puede conseguir un teléfono móvil más sofisticado o una mejor comida en
el restaurante. Cuando la izquierda radical ha llegado al poder, no se ha
cubierto siempre de gloria.
"Hubo un corto periodo de tiempo en que los grandes
poderes estuvieron a la defensiva", dice David Hillman, director de Stamp out Poverty y uno de los organizadores
de las protestas en la City de Londres del próximo mes. "Las fuerzas progresistas
no pudieron aprovecharlo. No ha cambiado nada sustancial y vamos como
sonámbulos hacia otra crisis".
Eso lo resume todo. En realidad, los progresistas no se
merecen una segunda oportunidad, pero es posible que la tengan. La duda es si
esta vez estarán mejor preparados.
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