Por Jorge Uxó y Nacho Álvarez
Contexto, 17/10/2018.
Hay dos motivos para estar preocupados por el momento actual
de la economía española, y que nos invitan a compartir algunas reflexiones
sobre la necesidad de un cambio de rumbo de las políticas económicas.
En primer lugar, todos los indicadores, y las previsiones de
los organismos oficiales o los institutos privados, coinciden en señalar que
las tasas de crecimiento próximas al 3% registradas por la economía española
desde 2015 tocan a su fin, y que es probable que estemos entrando en un periodo
de “desaceleración”. Esto es preocupante, porque aún tenemos tasas de paro
próximas al 16% (media anual) y muchas personas todavía no han recuperado los
niveles de renta anteriores a la crisis. Si España reduce significativamente su
crecimiento, estas dos situaciones se mantendrán en los próximos años. Por
ejemplo, el Fondo Monetario Internacional (World Economic Outlook, octubre
2018) prevé que la tasa de paro española se estabilice en el 14% entre 2020 y
2023, una situación que no podemos asumir.
Pero más allá del cambio de ciclo que se aproxima, hay un
segundo motivo para la preocupación, aún más importante. Contrariamente a lo
que se dice, la recuperación del crecimiento a partir de 2014 reproduce muchas
de las debilidades tradicionales de nuestra economía y viene acompañada de
algunos rasgos ciertamente negativos para la mayoría: está basado en la
cronificación de la precariedad laboral y el estancamiento salarial;
precisamente por ello, y por el desmantelamiento del Estado de Bienestar
ocurrido durante los peores años de la austeridad, la desigualdad se ha
agrandado primero y estancado después, rompiéndose el vínculo entre crecimiento
y progreso social; se está reproduciendo la especialización en sectores que
lastran el crecimiento de la productividad; y no se están abordando con suficiente
decisión dos retos tan importantes como la brecha de género, en todas sus
manifestaciones, y la lucha contra el cambio climático.
Constatar estas dos preocupaciones nos lleva a plantear dos
retos inmediatos para la política económica. En primer lugar, es necesario
“sostener el crecimiento” –con medidas que contrarresten la desaceleración y
permitan reducir rápidamente el desempleo–. Pero además, es imprescindible
tomar medidas para empezar a “transformar el crecimiento” y lograr que nuestra
economía cambie su modelo de desarrollo. El reciente acuerdo firmado entre
Unidos Podemos y el Gobierno es precisamente un primer paso en esta dirección.
En este contexto, la delegación del FMI de visita oficial en
España hizo pública el pasado 3 de octubre una declaración sobre la situación
de nuestra economía en la que se incluían sus “recomendaciones” de política
económica. No podemos decir que su contenido nos haya sorprendido, pero sí nos
ha llevado a proponer un debate abierto sobre sus planteamientos, con los que
discrepamos profundamente.
La declaración del FMI es un alegato a favor de la
continuidad de las políticas económicas aplicadas en España desde 2010, cuando
se adoptó una estrategia de austeridad fiscal y devaluación salarial, impulsada
principalmente por la reforma del mercado de trabajo de 2012. La preservación
de esa reforma laboral constituye, de hecho, el eje principal del documento del
FMI.
Sus mensajes principales se pueden resumir en las siguientes
cuatro ideas: 1) las “reformas estructurales” fueron un éxito, puesto que
gracias a sus efectos sobre la competitividad y la flexibilidad laboral
propiciaron la salida de la crisis y un crecimiento más equilibrado; 2) la
desaceleración que viene no es más que el agotamiento de algunos vientos de
cola transitorios que propiciaron un crecimiento por encima del “potencial” a
medio plazo de la economía española, hacia el que ahora estaríamos convergiendo
(en torno al 1,75%); 3) sin embargo, persisten algunos problemas como el bajo
crecimiento de la productividad (por lo que el crecimiento potencial es bajo) o
la dualidad laboral (por lo que la tasa de paro “estructural” es elevada) que
invitan a reactivar la agenda de reformas; y 4) la reducción del déficit
público no ha evitado la acumulación de un volumen importante de deuda pública,
por lo que es necesario persistir en la política de estricta disciplina fiscal
hasta llegar al equilibrio presupuestario estructural.
Dicho en una única frase: “lo que España necesita es no solo
preservar las reformas estructurales ya aplicadas durante la crisis, sino
iniciar una segunda ronda de reformas similares para completarlas”. En nuestra
opinión, pueden hacerse muchas objeciones a este planteamiento del FMI, que en
general es compartido por otros organismos como el Banco de España así como por
economistas académicos “ortodoxos”. Nos limitamos aquí a plantear las cinco
fundamentales.
En primer lugar, la idea de que la devaluación salarial y la
mejora de la competitividad son el origen de la recuperación es un mito difícil
de sostener. La bajada de los salarios solo se ha trasladado muy parcialmente a
los precios de las exportaciones, dado que fundamentalmente han ido a parar a
aumentos de los márgenes de beneficios.
Por tanto, el cambio en la competitividad-precio ha sido mucho menor que
la caída en los costes laborales. Es indiscutible el papel relevante que han
jugado las exportaciones en el crecimiento reciente, pero esto no obedece a los
recortes salariales, sino a razones muy diferentes como el comportamiento de la
demanda externa o la necesidad de muchas empresas de buscar salida a su
producción en los mercados internacionales por el colapso de la demanda
interna. De hecho, nuestras exportaciones venían creciendo a tasas similares
desde una década antes de la crisis.
En segundo lugar, la flexibilidad laboral –es decir, las
facilidades a las empresas para usar figuras “atípicas” de contratación, para
despedir o para ajustar unilateralmente las condiciones laborales– no ha
propiciado tampoco una creación más intensa de empleo, aunque sí más precaria.
El FMI insiste en una “narrativa de la recuperación” que no se contrasta con la
realidad de nuestra economía: el crecimiento del empleo ha respondido al
crecimiento del PIB en la misma medida que en otros periodos expansivos de la
economía española. De hecho, la fase actual de crecimiento no hace sino
evidenciar una tendencia estructural de nuestro país: las recuperaciones
económicas suelen entrañar ritmos de crecimiento y creación de empleo
superiores a los de las economías de la UE y, viceversa, las recesiones tienen
una mayor profundidad y destruyen más empleo.
En tercer lugar, no se puede explicar el elevado crecimiento
registrado en España desde 2014 sin atribuir una influencia decisiva a los
vientos de cola –reducidos tipos de interés y bajos precios del petróleo– que
por definición son externos y ajenos a la estrategia de política económica. El
FMI minusvalora el impacto de estos vientos de cola en nuestra recuperación,
cuando en realidad nos han afectado más intensamente que a otras economías
europeas (dado nuestro alto endeudamiento, la preponderancia de las hipotecas a
tipo variable y nuestra dependencia energética). Y tampoco se puede entender la nueva fase de
crecimiento económico sin atender al cambio de la política fiscal –que, a
diferencia del periodo 2010-2014, fue expansiva en 2015 y neutra desde entonces–,
y a otros factores difícilmente sostenibles en el tiempo, como un fuerte
dinamismo del consumo que no está soportado en una recuperación de los salarios
(los hogares han vuelto a una situación de necesidad de financiación y el
crédito al consumo crece a tasas elevadas).
Es precisamente el agotamiento de estos factores lo que hace
presumir una posible desaceleración económica, cuando la tasa de paro es
todavía muy elevada. Esto muestra la fragilidad de nuestro crecimiento y la
necesidad de que éste encuentre nuevos puntos de apoyo –en particular, una
sólida recuperación de los salarios–.
En cuarto lugar, es difícilmente compatible el discurso
fondomonetarista, basado en el éxito de las reformas estructurales, con la
caída observada en el crecimiento potencial y el aumento de la tasa de paro de
equilibrio, dos conceptos que se supone que están determinados precisamente por
el funcionamiento del lado de la oferta. No olvidemos que uno de los elementos
principales de la retórica de las reformas estructurales es precisamente que
sirven para elevar el potencial de crecimiento y para reducir el paro
“estructural”. Y sin embargo hoy observamos cómo el FMI y el Banco de España
apuntan a una notable reducción de este crecimiento potencial para nuestra
economía. ¡Vaya éxito el de las reformas estructurales!
En realidad, esta contradicción pone de manifiesto dos
cosas. Primero, que el coste de las políticas de austeridad ha ido más allá de
los años de recesión: los recortes han dejado cicatrices duraderas, pues sus
efectos se dejan sentir también en el crecimiento a medio plazo (las políticas
restrictivas generan histéresis). Segundo, la poca relevancia teórica y
práctica del concepto de NAIRU (la tasa de paro compatible con la estabilidad
macroeconómica, y en particular con la estabilidad de la inflación), cuyo valor
se habría incrementado supuestamente hasta el entorno del 15% a lo largo de la
crisis. Utilizarlo para seguir insistiendo en las mismas políticas laborales
que han institucionalizado la precariedad es francamente incomprensible.
Finalmente, en quinto lugar, las políticas de recortes del
gasto público no solo tuvieron un impacto depresivo en la actividad económica,
contribuyendo decisivamente a ahondar la recesión, y debilitaron gravemente las
políticas sociales y la inversión pública. Lo irónico es que, precisamente por
ello, dificultaron la propia reducción del déficit y contribuyeron al aumento
del peso de la deuda pública sobre el PIB.
Esta razón nos lleva a pensar que es especialmente
contraproducente volver a insistir, como hacen el FMI y el Banco de España, en
la necesidad de continuar con el ajuste presupuestario mediante medidas de
contención y reducción del gasto público. Con el argumento de que hay que
construir “colchones fiscales” para cuando llegue la próxima crisis, estas
instituciones recomiendan medidas que no harán sino intensificar la
desaceleración y que acabarán dificultando de hecho el propio objetivo de
reducir la deuda pública en relación al PIB. Una vez que el déficit público se
va a situar por debajo del 3%, la prioridad no puede seguir siendo su
reducción, sino abrir una nueva agenda de política económica centrada en
“reforzar y transformar” el crecimiento económico. Es necesario abrir un
debate, como el que está empezando a abrirse camino en España, pero que debe
ser también europeo, que conduzca a una reconsideración profunda de las
actuales reglas fiscales y de la propia interpretación que éstas hacen del
concepto de “estabilidad presupuestaria”.
Esta nueva agenda de política económica centrada en
“reforzar y transformar” el crecimiento económico, en vez de continuar la senda
de austeridad y recortes iniciada con la crisis, debe impulsar una alternativa
basada en dos ejes.
En primer lugar, y con una perspectiva de corto plazo, la
reacción ante el cambio de ciclo y la anunciada desaceleración del crecimiento
no puede consistir en contemplarlo pasivamente como “el aterrizaje suave” (e
inexorable) hacia nuestro crecimiento de medio plazo, después de un periodo
marcado por circunstancias excepcionales.
Mientras que al otro lado del Atlántico Joseph Stiglitz y
Larry Summers abren un intenso debate sobre el papel que la política económica
debe jugar para sortear el llamado “estancamiento secular”, en España ese
debate está ausente en los medios institucionales y académicos. Larry Summers
es meridianamente claro al respecto: “No podemos confiar en la política de
tipos de interés para garantizar el pleno empleo. Debemos reflexionar
intensamente sobre las políticas fiscales y las medidas estructurales
necesarias para apoyar una demanda agregada sostenida y adecuada”.
Efectivamente, la rápida absorción de la tasa de paro y la
recuperación de los empleos perdidos hace necesario dotar a la economía
española de un nuevo motor que sostenga la demanda interna, y nos parece que
esto solo puede venir de una verdadera recuperación de los salarios. Su
crecimiento ha sido claramente inferior al de la productividad durante muchos
años, y es necesario cerrar este gap. Para ello, resulta decisivo, contrariamente
a lo que afirma el FMI y en la línea del acuerdo entre Unidos Podemos y el
Gobierno, recuperar la negociación colectiva, muy dañada por la reforma
laboral, y una elevación significativa del salario mínimo.
Pero además, y en segundo lugar, hay un segundo eje clave en
la nueva agenda de política económica que plantamos. Es necesario poner en
marcha una serie de reformas alternativas a las que se ha venido aplicando, que
sirvan realmente para “transformar el crecimiento” en distintos aspectos. La
necesidad de este “cambio de modelo productivo” es un lugar común en cualquier
análisis de la economía española, pero nunca llega a materializarse. Por ello,
es necesario proponer medidas distintas, una vez que se ha demostrado fallida
la idea de que las “reformas estructurales orientadas al mercado”, por sí
solas, pueden catalizar ese cambio. Esta nueva agenda de reformas debe
involucrar tanto al sector privado como al sector público, al que corresponde
un papel activo en dos sentidos: establecer prioridades y adoptar activamente
medidas específicas para alcanzarlas.
Esta nueva agenda de transformación del crecimiento debe
buscar un crecimiento verde (centrado en una drástica reducción de las
emisiones de gases de efecto invernadero), inclusivo (con políticas
deliberadamente distributivas y de reforzamiento de los servicios públicos) y
morado (poniendo la igualdad de género en el centro de su estrategia). Y debe
incluir, entre otros elementos, un papel decisivo de la inversión pública y la
política de innovación; una estrategia para la transición energética; el
desarrollo efectivo del derecho a una renta garantizada; medidas contra la
precariedad laboral y de defensa de las pensiones, que en muchos casos
implicarán revertir las reformas anteriores; el desarrollo de la banca pública;
y una reforma fiscal que resuelva la anomalía que supone que España disponga de
unos ingresos públicos que son un 8% del PIB más bajos que la media europea.
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