Por Juan Antonio
Molina
Nueva Tribuna.es, 23/10/2018.
Las peripecias del Tribunal Supremo es una fase dramática de
la decadencia general del régimen político, por cuanto supone el epifenómeno
más gravoso de la totalidad de la crisis que padece el Estado de la Transición.
De todos los poderes del Estado, el judicial es el que refleja más claramente
el grado de descomposición del sistema político ya que sus disfunciones
introducen el elemento más disolutivo que puede inocularse en una sociedad: la
inseguridad jurídica; con ella, no solamente la democracia resulta imposible,
sino la misma convivencia. Tanto en el caso del “procés” catalán como en el de
las hipotecas, las particularidades y singularidades de los actos jurídicos,
descalificados en el primer caso por los jueces europeos, y en el caso
hipotecario rectificándose a sí mismo amilanado por la presión de la banca,
articulando argumentos fuera del ámbito de lo jurídico y considerando, como
refleja en nota de prensa, lo gravoso que puede resultar para el poder
financiero resarcir lo que el mismo tribunal consideró cláusula abusiva.
Todo ello, es la manifestación plástica y ya sin atrezo, es
decir, sin ningún tipo de pudor ante la ciudadanía, de una avanzada
descomposición sistémica que parte del anacronismo de las vejaciones al
pensamiento de Montesquieu infligidas por el franquismo, y que tuvo hechuras
perversas en la univocidad conceptual del poder que se concretaba en el
precepto: unidad de mando y diversidad de funciones. Las Cortes, los
tribunales, el Ejecutivo tenían diferentes tareas, pero siempre mirando a la
lucecita del Pardo. Franco fue finalmente vencido por la biología, derrota que
padeceremos todos, pero el Estado, los intereses y las influencias fácticas a
las que cobijaba la arquitectura del régimen, superó el trance con ese
enjalbegado llamado Transición. El antecedente al caso de las hipotecas que nos
escandaliza hoy tiene su antecedente en la sentencia del Tribunal Supremo sobre
la abusiva cláusula suelo, que tuvo que corregir y denunciar el Tribunal de
Justicia de la Unión Europea. Que un gobierno conservador realice políticas
favorables al poder financiero puede entenderse, pero que un tribunal de
justicia dicte una sentencia, como fue el caso de las cláusula suelo, ante un
timo hipotecario con el razonamiento legal de que, con independencia de la
actuación criminal de las entidades financieras, dicha sentencia procuraba no
quebrantar los intereses de la banca, es de una aberración jurídica y moral que
sólo es posible por la supervivencia conceptual de la unidad de mando y la
diversidad de funciones, algo parecido a la enmienda a sí mismo del caso
actual.
Un importante banco español se publicitaba en un spot
televisivo sin ofrecer ningún servicio a sus clientes. En realidad el anuncio
lo que destacaba eran las virtudes de España: la energía de sus ciudadanos, el
sacrificio de sus fuerzas armadas, la laboriosidad de sus trabajadores, el
dinamismo de sus empresarios, el triunfo de sus deportistas, sólo al final y
como colofón aparece el nombre comercial de la financiera. Es como si la
identidad nacional la encarnara el banco mismo. No es el primer banco de la
nación, es la nación.
La vertebración de España puede producirse por la red de
autovías, los ferrocarriles, aeropuertos y por la cohesión social generada a
través de la sanidad, la educación, las pensiones y demás elementos de
protección que atemperan los desequilibrios sociales y favorecen la
distribución de la renta. Pero también esa vertebración puede tener otra
visibilidad como las oficinas de una entidad bancaria o los centros de unos grandes
almacenes, al igual que la pasión patriótica y el sentimiento identitario se
depositan en una bulímica emoción por la selección de fútbol. Ya no defendemos
las Termópilas sino esa realidad políticamente imposible que Milton Friedman
anunciaba que se convertiría en políticamente inevitable.
Si la nación sólo es el beneficio de esas empresas que
vertebran al país, el Estado no puede ser entonces sino un artefacto costoso e
inútil, improductivo, parasitario que ha ido creciendo como un quiste
purulento. El único Estado sostenible es el que preserva el poder económico y
financiero, un Estado mínimo que mantiene el orden plutocrático en el vértice
obsceno de la desigualdad. Seremos trabajadores, consumidores, desempleados o
excluidos pero no ciudadanos, porque como afirma Philip Pettit, la ciudadanía
como fuente de poder, exige la igualdad civil de todos sus miembros.
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