viernes, 18 de mayo de 2018

Presto luego existo

Por Meagan Day
Contexto.es, 16/05/2018.
  
En el antiguo testamento, el Señor vaticinó la muerte para el usurero: “[Si] prestare a interés y tomare usura;”, afirmó, “¿vivirá éste? No vivirá. Todas estas abominaciones hizo; de cierto morirá, su sangre será sobre él”.

Esta idea (que la usura es inmoral), lleva dando tumbos por el mundo desde hace bastante más de dos mil años: Cato y Séneca compararon el cobro de intereses con el asesinato; en el Corán, Dios declara que los que cobran intereses “no se levantarán el día de la resurrección sino como se levanta en un ataque de locura el que ha sido tocado por Satán”; Buda Gautama lo expresa de forma elocuente al definir “el modo de subsistencia correcto” como la abstención de “perseguir la ganancia con la ganancia”.

Sin embargo, en 2017 todo está permitido, y la búsqueda de la ganancia con la ganancia se produce de manera abierta y alegre. En las calles de Oakland, Filadelfia y Santa Fe, los prestamistas prometen dinero rápido y fácil en caso de apuro. Estas empresas conceden cada año créditos a corto plazo a diecinueve millones de hogares cortos de liquidez en EE.UU. Los créditos son caros y los recargos son excesivos, pero las personas desesperadas no tienen muchas opciones, así que los piden igualmente, para pagar el alquiler o para hacer las compras. El resultado es una transferencia de riqueza directa de las comunidades con bajos ingresos hacia los especuladores corporativos (unos 774 millones de dólares al año en recargos exorbitantes e innecesarios). Un magnate de los créditos, Scott Tucker, fue condenado el pasado octubre por catorce delitos, entre ellos la extorsión, por defraudar a 4,5 millones de prestatarios con cláusulas engañosas. El juicio de Tucker destaca porque registró su negocio de préstamos en reservas indias americanas para eludir las leyes antiusura. El Señor del antiguo testamento habría acabado con él.

Pero, ¿cómo se puede pasar de aquello a esto, del papa Sixto V declarando el cobro de intereses algo “detestable para Dios y para el hombre”, a la empresa de Scott Tucker cobrando hasta un 700 % de interés en créditos a corto plazo? Según argumenta Charles Geisst en su libro Usureros: el nacimiento de los préstamos abusivos, el sencillo razonamiento ético de la antigüedad fue sustituido, en algún momento de la historia, por otro que favorecía a los prestamistas en lugar de a los prestatarios. “Los viejos argumentos morales sobre el interés excesivo perdieron la batalla”, escribe, “porque se derrotó a la idea de justicia con el argumento de que los prestamistas deben obtener una compensación por los riesgos en los que incurren y el mercado es quien debe decidir el importe de esa compensación. Por lo general, el ‘mercado’ ha sido lo que los prestamistas dicen que es y casi nadie les ha llevado la contraria”.

En su relato sobre la ominosa historia de los créditos abusivos en Estados Unidos desde la Guerra Civil, Geisst narra cómo el largo transcurso de la usura para pasar de pecado a conducta económicamente justificada es un reflejo de la aparición en EE.UU. de la ideología de libre mercado. Prestar con interés era una práctica habitual en las sociedades que lo prohibían, al menos lo suficientemente habitual como para que los líderes religiosos y filosóficos tuvieran que denunciarla constantemente, pero no fue hasta el siglo XX que la usura se convirtió en una práctica legalmente tolerada en EE.UU., hasta un límite al menos, aunque ese límite se ha ido alterando constantemente para acomodar los deseos del capital.

Los sabuesos del dinero

El comienzo fue prometedor: las primeras trece colonias estadounidenses tenían leyes de interés máximo permitido inscritas en sus estatutos coloniales con el Reino Unido y esas leyes se mantuvieron en las constituciones estatales que se crearon con la independencia. A lo largo del siguiente siglo, los nuevos estados agregaron leyes antiusura a sus textos fundacionales. Todos excepto uno: California, el nido de tiburones originario. La fiebre del oro había dado pie en ese estado a una locura crediticia, pues los emprendedores llegaban en masa sin tierras ni equipamiento y les convencían fácilmente a pedir préstamos con tasas de interés alarmantemente elevadas y poder así probar su suerte en los campos de oro. Era una población de apostadores y un caldo de cultivo para los usureros. Mientras que los prospectores cribaban sedimentos y volaban tierra en búsqueda de oro, había bandas de acaudalados emprendedores ideando nuevas formas de “invertir en intangibles” o de multiplicar su ya existente riqueza. El truco era tratar al dinero como si fuera un producto de consumo y cobrar una comisión por utilizarlo. Como con cualquier otro producto de consumo dentro del sistema capitalista, lo que la gente estuviera dispuesta a pagar era justo.

A mediados del siglo XIX, comenzó a surgir una tendencia regional: los grandes bancos se concentraban en la costa este y los servicios que ofrecían resultaban a menudo inaccesibles para los pequeños pioneros al oeste del río Misisipi, que buscaban cumplir el sueño de ser autosuficientes y desarrollar una modesta actividad comercial. Ahí es cuando entraron en juego los acreedores, que llenaron el vacío que existía en los servicios financieros. Las condiciones eran muy severas, pero entonces la agricultura era dura (por no decir cíclica, con constantes altibajos que necesitaban de inmediatas soluciones de liquidez). “Como el usurero era con frecuencia la única fuente de recursos disponible”, escribe Geisst, “los prestatarios raramente se quejaban; podían aceptar las condiciones del usurero o renunciar al crédito”. A menudo, el interés podía ascender hasta a un 20 % al mes. No había control sobre los prestamistas privados y “un prestamista desregulado podría cobrar lo que soportara el mercado, es decir, lo que sus clientes aceptaran, y no tenía que preocuparse por las consecuencias”. Cuando se violaban las leyes antiusura, la cosa no cambiaba mucho: los prestatarios eran casi siempre tan pobres que no podían permitirse pagar abogados y, de todos modos, en ese tipo de casos los usureros percibían el olor a sangre: los prestatarios que quisieran denunciar seguramente necesitarían pedir un crédito para contar con asesoramiento jurídico.

Pero al mismo tiempo que los prestatarios individuales se sometían a este juego, los activistas sociales y políticos comenzaron a contraatacar. Cuando el populismo arrasó el sur y el medio oeste durante la década de 1880, la usura afloró como una bestia negra para los reformistas determinados a salvar al más pequeño. Clamaron contra la rapiña prestamista en discursos que empleaban el fervor moral de los decretos sagrados: “No pagaremos las deudas que contraigamos con las empresas usureras”, proclamaba la activista de Kansas Mary Elisabeth Lease en 1890. “La gente está acorralada; que tengan cuidado los sabuesos del dinero que nos hostigan”. Y al poco tiempo, estos activistas comenzaron a conseguir admiradores entre los medios de prensa. Cuando los granjeros de Dakota del Sur se alzaron en protesta contra los usureros, el New York Times señaló que “el usurero está causando más daño y provocando mayor sufrimiento que la sequía de 1889”. En 1900, el Des Moines Daily News declaró que “el usurero que vive del dinero de sangre es el ser humano más vil”. Los usureros campaban a sus anchas y su número seguía creciendo, pero las viejas denuncias doctrinales todavía se enarbolaban como arpones en su contra. Los críticos todavía hablaban con el ardor religioso del reformador protestante Martín Lutero, que llamó al usurero “un monstruo grande y descomunal, cual un ogro que todo lo devasta, […] Y sin embargo se acicala y quiere pasar por piadoso […] decapitar a todos los usureros”.

En un acto característico del instinto de supervivencia, los usureros evolucionaron. En lugar de depender únicamente de las altas tasas de interés, que llamaban la atención de los activistas, comenzaron a solicitar garantías concretas por adelantado. Si el prestatario no cumplía con el pago de una de las cuotas, el prestamista incautaría la garantía (y exigiría una comisión a cambio de devolverla). Con frecuencia esta garantía equivalía a mobiliario, artículos del hogar o personales, pero también eran tierras. La confiscación de estas últimas sirvió para sentar las bases del sistema hipotecario en Estados Unidos.

Mientras tanto, en el este de Estados Unidos, los bancos de Wall Street estaban sujetos a las leyes antiusura, que a menudo limitaban las tasas de interés a un 6% al año. Hacían todo lo posible por manipular y burlar las leyes siempre que podían, pero carecían de la flexibilidad que tenían los prestamistas privados y las incipientes agencias crediticias del oeste. Sin embargo, las hipotecas llamaron su atención y enseguida formaron una alianza: las aseguradoras del este comenzaron a comprar los paquetes fiduciarios que los prestamistas del medio oeste formaban con las hipotecas. El parecido de esta práctica con la que condujo a la crisis financiera de 2008 es evidente, de hecho, se produjo un preludio a nuestra Gran Recesión en la Kansas del siglo XIX, cuando una burbuja hipotecaria terminó estallando y “todos por igual, prestamistas y prestatarios, banqueros y granjeros, quedaron ahogados por una ruina común”.

El mercado me obligó a hacerlo

Mientras tanto, los créditos contra los salarios, que evolucionaron a partir de una común y antigua práctica usurera llamada comprar el sueldo, eran “un sencillo plan a través del cual una empresa financiera entregaba al trabajador un avance de su paga semanal. Cuando el trabajador cobraba, el prestamista deducía su comisión, lo que le dejaba (al trabajador) con un importe menor del valor total de su salario”. Muy sencillo todo: esta práctica era y sigue siendo una transparente maniobra parasítica que requiere cero esfuerzo por parte del prestamista, que sencillamente hace dinero porque lo tiene en un principio, mientras que el prestatario pierde el sueldo que gana sencillamente porque es pobre.

A medida que los usureros fueron inventando nuevas formas de invertir en intangibles, los gobiernos estatales y federales empezaron a moverse para intentar seguirles el ritmo, aunque tuvieron escaso éxito. En la década de 1920, todos los estados aprobaron leyes sobre los microcréditos que limitaban las tasas y ponían freno a la explotación. Entonces los reformistas se apresuraron a cantar victoria frente a los tiburones, pero la práctica regresó con fuerza al inicio de la Gran Depresión.

Durante la década de 1930, la población en general no solo estaba más desamparada y era más vulnerable que nunca, sino que las tácticas de rapiña habían evolucionado. Las grandes corporaciones las adoptaron y operaban en una zona gris legal que buscaba de forma premeditada situaciones sobre las que todavía no había leyes, algo que Geisst llama “tiburones con piel de cordero”. Se hizo evidente que “los prestamistas sin licencia no eran los únicos tiburones, sino solo los que cobraban las tasas de interés más altas”. La usura había terminado por formar parte integral de muchas prácticas financieras legítimas, como por ejemplo las compras a plazos y otras formas de créditos al consumo. Asimismo, el crimen organizado prosperó durante la Depresión y tanto los usureros legales como los ilegales competían por las presas. Esto provocó que la recuperación de la economía nacional se retrasara y muchos millones de personas no pudieran salir de la pobreza.

Franklin D. Roosevelt, por su parte, culpaba a los usureros, entre otros malhechores financieros, de la crisis y de la incesante depresión; y llegó a citar a la Biblia para condenar las elevadas tasas de interés que operaban tanto dentro como fuera de las instituciones a lo largo y ancho del país. Aunque la percepción decididamente moral de las finanzas estadounidenses, si había existido hasta entonces, estaba perdiendo su influencia entre los observadores de la economía estadounidense. En un esfuerzo colectivo por eludir la culpabilidad, varios bancos, prestamistas y otros intereses acaudalados comenzaron a apuntar al difuso “mercado” como fuente de todos los males financieros del país. Esta insistencia en los mercados que se autorregulan fue la culminación de una gran transformación en la mentalidad económica que el economista político Karl Polanyi denominó la aparición de una “sociedad de mercado”, según la cual se imagina que los mercados poseen una lógica y unos mecanismos humores intrínsecos (a los que los humanos deben adaptarse y no al revés). La palabra “mercado”, que hasta ese momento solo habría supuesto una mera referencia a la oferta y la demanda, se había convertido ahora en una defensa directa frente al argumento populista, una defensa que no aceptaba cuestionamiento. Cuando le preguntaron en 1929 por qué prestaba tanto a unos intereses tan altos, un ejecutivo solo respondió: “Te puedo decir por qué prestamos tanto dinero; porque existe una demanda a unas tasas excesivamente altas, por encima de lo que conseguiríamos si invirtiéramos en lo que invertimos normalmente”. En otras palabras: el mercado me obligó a hacerlo. Siguiente pregunta.

Roosevelt aprobó estrictas políticas crediticias, entre ellas un techo federal a la usura, pero a pesar de todos sus esfuerzos la rapiña prestamista “estaba cada vez más institucionalizada, y acusar a un prestamista de violar el techo de usura se estaba volviendo un asunto cada vez más complicado”. Mientras tanto, las semillas del libertarismo de mercado comenzaron a brotar en las universidades y en los clubes de Estados Unidos y de Europa. En ellos, sus acólitos clamaban contra las políticas económicas intervencionistas de Roosevelt y las acusaban de restringir las corrientes y los flujos orgánicos del mercado, que imaginaban como un ente científico, objetivo y neutral que se autocorregía, como el inmenso organismo de Solaris, la película de Stanislaw Lem.

Según este modelo, ir en busca del dinero se veía como algo saludable y la competición se consideraba como la piedra angular de la libertad. La mayoría de las intervenciones económicas del Gobierno adoptaron una senda que Friedrich von Hayek denominó, en su homónimo libro, “el camino de la servidumbre”, y que sirvió para sentar las bases del neoliberalismo de posguerra. En esta nueva visión mundial quedaba poco espacio para la censura ética de aquellos que cobraban intereses abusivos. Es más, la aceptación de los términos por parte de los prestatarios era una clara prueba de su validez intrínseca. Y hoy en día, que la flor del neoliberalismo ya ha florecido por completo, la compra siempre justifica la venta y todo lo que puede soportar el mercado es justo.

Los desposeídos

Geisst es un antiguo inversor bancario, lo que en cierto modo es algo muy útil para entender las complejidades de las tasas crediticias y las leyes antiusura, y su historia personal está debidamente detallada. Sin embargo, cuesta encontrar un antiguo inversor bancario que dé la espalda a la premisa de la industria y no solo a sus peores hábitos, y en este caso Geisst también se ajusta a la línea oficial. Al final, recomienda que los prestamistas y los prestatarios lleguen a un compromiso, una especie de tregua financiera, que compense a los primeros por los riesgos que toman y a los segundos de forma inherente.

Pero el capitalismo significa abuso de forma intencionada, y no puede existir ninguna tregua duradera entre los prestamistas y los prestatarios hasta que los prestamistas dejen de perseguir el beneficio. Esto es así porque el capitalismo no solo permite que la clase propietaria explote a la clase trabajadora, sino que lo necesita. El abuso se manifestará en todas las esferas donde domine el capital, ya sea de conformidad con la ley o infringiéndola. Puede que los tiburones no ratifiquen esta conclusión, pero demuestra el principio.

La industria financiera, es decir, los fondos de riesgo, las asociaciones de ahorro y préstamo, las sociedades de bolsa y las empresas hipotecarias, se dedican a una sola cosa: la acumulación de capital. La acumulación de capital es el proceso según el cual los capitalistas convierten grandes sumas de dinero en sumas de dinero todavía más grandes. ¿Y de dónde sale todo ese dinero para empezar? Si seguimos el ideario de Marx, lo que determina todo el valor dentro del sistema capitalista es el trabajo, y toda la ganancia se obtiene mediante la explotación de ese trabajo. Para poder competir en el mercado, las empresas tienen que rendir pleitesía al afán de lucro, y como eliminar salarios es la manera más segura de sacar ventaja y superar a los competidores, el resultado es una carrera a la baja por ver quién paga menos. Se exprimen los cuerpos y el tiempo de la gente trabajadora y el fruto de su trabajo lo obtienen los patronos, que se ponen manos a la obra para multiplicar las ganancias mediante la inversión. Todo el capital en la fase de acumulación lleva la marca del abuso.

No obstante, el ciclo de abuso no se detiene con la producción material. Allí donde hay acumulación de capital siempre hay lo que el geógrafo marxista David Harvey denomina “acumulación por desposesión”, el proceso de separar a la gente de los recursos básicos que necesita para salir adelante, como por ejemplo las casas donde vivir, los medios de transporte hacia los lugares de trabajo y hasta el dinero mismo, y luego conceder el acceso a esos recursos de forma dolosa…mediante una tarifa. La rapiña prestamista es un claro ejemplo de la acumulación por desposesión, y está diseñada para concentrar y extraer la riqueza de los de abajo y trasvasarla hacia los de arriba. Enriquece a los más ricos y mantiene a los pobres bajo su control, para que sean trabajadores más aquiescentes y prestatarios más desesperados y arriesgados.

Marx imaginó el capitalismo como una nueva relación entre el dinero y las mercancías. El capitalista no es solo un comprador o un pionero, el capitalista es alguien que coge dinero y lo convierte en más dinero al manufacturar una mercancía o comprarla con la intención de “vender más caro”. Lo que hace la usura es saltarse este paso intermedio al convertir el dinero en sí en una mercancía. Por tanto, la usura es capitalismo en su estado máximo, puro, optimizado; en palabras de Marx, es capitalismo “abreviad[o], con su resultado pero sin mediación, en estilo lapidario, digámoslo así”. Donde hay capitalismo, es obvio que siempre habrá usureros, acaparando sin piedad “dinero que es igual a más dinero, valor que es mayor que sí mismo”, mientras las masas trabajan duro.

Aguas infestadas

Ninguna política bancaria puede abordar como corresponde el impulso que motiva la rapiña prestamista: los que disponen de capital quieren multiplicarlo sin trabajar. Poner un límite estricto a las tasas de interés no detiene, volviendo a las palabras de Buda Gautama, el “perseguir la ganancia con la ganancia”. La única manera de extirpar la rapiña de las prácticas prestamistas es eliminar por completo el afán de lucro de los servicios financieros.

De forma previsible, en Usureros se discute un experimento a tal efecto y luego se descarta abruptamente. En la década de 1880, más o menos en la misma época que Mary Lease advertía de los eternos sabuesos del dinero, los activistas se unieron para restañar las heridas y la sangría de dinero ganado con el sudor de la frente que abandonaba sus comunidades. Si los usureros confiaban en ser la única alternativa, la mejor estrategia de la clase trabajadora era lanzarse al ruedo. Así es como surgieron las que terminaron denominándose “sociedades de crédito paliativas”, que incluían a las cajas de ahorro, a los departamentos de crédito de la iglesia y a las uniones de crédito. Una iglesia de Nueva York, St. Bartholomew, ofreció créditos a sus feligreses durante décadas a tasas que estaban por debajo del máximo legal y muy por debajo de los peores usureros, y solo dejó de hacerlo durante ese corto período en la década de 1920 cuando los reformistas pensaron equívocamente que habían conseguido vencer al usurero.

Aun así, las sociedades de crédito paliativas eran entidades privadas y casi empresas comerciales, y algunas de ellas, como por ejemplo las iglesias y las uniones de crédito, se comportaban como tal cuando la imposición obligaba y protegían su ganancia antes que la salud financiera de sus clientes. No obstante, existe una solución populista con mayor potencial para iluminarnos, ya que interviene directamente en el ciclo de explotación que potencia la empresa privada y la acumulación de capital. La solución es la banca pública.

Mary Lease exigía una banca pública ya desde 1890. En el mismo discurso enfadado en el que despotricó contra los “sabuesos del dinero”, también anunció: “Queremos abolir los Bancos Nacionales [en referencia a los grandes bancos privados que operaban en varios estados] y queremos el poder para dar préstamos directamente del Gobierno”. Por supuesto, la banca pública federal es una idea que todavía tiene que materializarse, pero hubo un estado que creó un banco público en 1919: Dakota del Norte.

Concretamente, “El banco de Dakota del Norte” es la denominación que se otorga al estado de Dakota del Norte cuando realiza actividades bancarias, aunque son, técnicamente hablando, lo mismo el uno y el otro. La Liga No Partisana ideó esta solución precisamente para proteger a los granjeros de su estado de la rapiña prestamista que asolaba la región a comienzos del siglo XX. Todos los residentes del estado, independientemente de su color político, adoran al Banco de Dakota del Norte, plenamente operativo desde hace noventa y ocho años, porque consideran que ayudó al estado a capear la Gran Recesión. Hoy en día concede créditos a estudiantes, créditos a granjas y créditos para viviendas, y puesto que su economía general depende de que haya graduados, granjeros y propietarios fuertes, carece de incentivos para agudizar las dificultades financieras de sus propios clientes, desde una perspectiva estrictamente presupuestaria.

En 2017, Oakland, Filadelfia y Santa Fe tienen iniciativas para establecer bancos públicos municipales. En la banca pública, igual que en los servicios sanitarios, el estado se guía por principios distintos del afán de lucro. De hecho, se arriesga a ir en su contra si obliga a sus prestatarios a endeudarse, ya que esas personas reunirán mayores condiciones para optar a otros programas con financiación pública o agotarán los recursos del estado. Ahora mismo, la banca es una contradicción, ya que es un elemento transcendental de la vida pública, y sin embargo está en manos privadas y está completamente orientada hacia la maximización del beneficio privado. Como el estado tiene al menos parcialmente el incentivo de mejorar la situación financiera de su ciudadanía y por tanto de la economía en general, un banco público puede ayudar a aliviar este conflicto, sobre todo si se combina con un conjunto de programas sociales universales que puedan complementar los servicios financieros que ofrece el estado.

Aunque la lógica de los riesgos y los incentivos no es la única razón que existe para darle una oportunidad a la banca pública. Como sociedad, podríamos beneficiarnos del regreso a una visión moral con respecto a la cuestión económica. Después de vivir durante décadas sumidos en un neoliberalismo evangélico, caracterizado por anestesiantes lugares comunes sobre la libertad de mercado, un poco de anticuado populismo apocalíptico no puede ser tan malo. Al fin y al cabo, sigue siendo cierto, como observó Mary Lease, que: “Wall Street es el dueño del país. Ya no es un gobierno de la gente, por la gente y para la gente, sino un gobierno de Wall Street, por Wall Street y para Wall Street”.

Esto equivale a decir que los Scott Tucker del mundo acumulan su riqueza por desposesión. Los prestamistas siguen enriqueciéndose sin fin, persiguiendo a diario la ganancia con la ganancia, y mientras tanto la gente de a pie es objeto de inconmensurables pérdidas. Terminar con la rapiña prestamista significa poner fin a este ciclo e insistir en la injusticia fundamental de un sistema que se basa en el abuso económico legalmente aprobado que solo idea nuevas formas de explotación. También significa apoderarse de nuevo de los medios de nuestra propia subsistencia, de los frutos de nuestro trabajo y de la tranquilidad que supone saber que todos llegaremos a fin de mes sin naufragar en aguas infestadas. Significa un mundo sin tiburones.

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