Contexto.es, 16/05/2018.
En el antiguo testamento, el Señor vaticinó la muerte para
el usurero: “[Si] prestare a interés y tomare usura;”, afirmó, “¿vivirá éste?
No vivirá. Todas estas abominaciones hizo; de cierto morirá, su sangre será
sobre él”.
Esta idea (que la usura es inmoral), lleva dando tumbos por
el mundo desde hace bastante más de dos mil años: Cato y Séneca compararon el
cobro de intereses con el asesinato; en el Corán, Dios declara que los que
cobran intereses “no se levantarán el día de la resurrección sino como se
levanta en un ataque de locura el que ha sido tocado por Satán”; Buda Gautama
lo expresa de forma elocuente al definir “el modo de subsistencia correcto”
como la abstención de “perseguir la ganancia con la ganancia”.
Sin embargo, en 2017 todo está permitido, y la búsqueda de
la ganancia con la ganancia se produce de manera abierta y alegre. En las
calles de Oakland, Filadelfia y Santa Fe, los prestamistas prometen dinero
rápido y fácil en caso de apuro. Estas empresas conceden cada año créditos a
corto plazo a diecinueve millones de hogares cortos de liquidez en EE.UU. Los
créditos son caros y los recargos son excesivos, pero las personas desesperadas
no tienen muchas opciones, así que los piden igualmente, para pagar el alquiler
o para hacer las compras. El resultado es una transferencia de riqueza directa
de las comunidades con bajos ingresos hacia los especuladores corporativos
(unos 774 millones de dólares al año en recargos exorbitantes e innecesarios).
Un magnate de los créditos, Scott Tucker, fue condenado el pasado octubre por
catorce delitos, entre ellos la extorsión, por defraudar a 4,5 millones de
prestatarios con cláusulas engañosas. El juicio de Tucker destaca porque
registró su negocio de préstamos en reservas indias americanas para eludir las
leyes antiusura. El Señor del antiguo testamento habría acabado con él.
Pero, ¿cómo se puede pasar de aquello a esto, del papa Sixto
V declarando el cobro de intereses algo “detestable para Dios y para el
hombre”, a la empresa de Scott Tucker cobrando hasta un 700 % de interés en
créditos a corto plazo? Según argumenta Charles Geisst en su libro Usureros: el
nacimiento de los préstamos abusivos, el sencillo razonamiento ético de la
antigüedad fue sustituido, en algún momento de la historia, por otro que
favorecía a los prestamistas en lugar de a los prestatarios. “Los viejos
argumentos morales sobre el interés excesivo perdieron la batalla”, escribe,
“porque se derrotó a la idea de justicia con el argumento de que los prestamistas
deben obtener una compensación por los riesgos en los que incurren y el mercado
es quien debe decidir el importe de esa compensación. Por lo general, el
‘mercado’ ha sido lo que los prestamistas dicen que es y casi nadie les ha
llevado la contraria”.
En su relato sobre la ominosa historia de los créditos
abusivos en Estados Unidos desde la Guerra Civil, Geisst narra cómo el largo
transcurso de la usura para pasar de pecado a conducta económicamente
justificada es un reflejo de la aparición en EE.UU. de la ideología de libre
mercado. Prestar con interés era una práctica habitual en las sociedades que lo
prohibían, al menos lo suficientemente habitual como para que los líderes
religiosos y filosóficos tuvieran que denunciarla constantemente, pero no fue
hasta el siglo XX que la usura se convirtió en una práctica legalmente tolerada
en EE.UU., hasta un límite al menos, aunque ese límite se ha ido alterando
constantemente para acomodar los deseos del capital.
Los sabuesos del
dinero
El comienzo fue prometedor: las primeras trece colonias
estadounidenses tenían leyes de interés máximo permitido inscritas en sus
estatutos coloniales con el Reino Unido y esas leyes se mantuvieron en las
constituciones estatales que se crearon con la independencia. A lo largo del
siguiente siglo, los nuevos estados agregaron leyes antiusura a sus textos
fundacionales. Todos excepto uno: California, el nido de tiburones originario.
La fiebre del oro había dado pie en ese estado a una locura crediticia, pues
los emprendedores llegaban en masa sin tierras ni equipamiento y les convencían
fácilmente a pedir préstamos con tasas de interés alarmantemente elevadas y
poder así probar su suerte en los campos de oro. Era una población de
apostadores y un caldo de cultivo para los usureros. Mientras que los
prospectores cribaban sedimentos y volaban tierra en búsqueda de oro, había
bandas de acaudalados emprendedores ideando nuevas formas de “invertir en intangibles”
o de multiplicar su ya existente riqueza. El truco era tratar al dinero como si
fuera un producto de consumo y cobrar una comisión por utilizarlo. Como con
cualquier otro producto de consumo dentro del sistema capitalista, lo que la
gente estuviera dispuesta a pagar era justo.
A mediados del siglo XIX, comenzó a surgir una tendencia
regional: los grandes bancos se concentraban en la costa este y los servicios
que ofrecían resultaban a menudo inaccesibles para los pequeños pioneros al
oeste del río Misisipi, que buscaban cumplir el sueño de ser autosuficientes y
desarrollar una modesta actividad comercial. Ahí es cuando entraron en juego
los acreedores, que llenaron el vacío que existía en los servicios financieros.
Las condiciones eran muy severas, pero entonces la agricultura era dura (por no
decir cíclica, con constantes altibajos que necesitaban de inmediatas
soluciones de liquidez). “Como el usurero era con frecuencia la única fuente de
recursos disponible”, escribe Geisst, “los prestatarios raramente se quejaban;
podían aceptar las condiciones del usurero o renunciar al crédito”. A menudo,
el interés podía ascender hasta a un 20 % al mes. No había control sobre los
prestamistas privados y “un prestamista desregulado podría cobrar lo que soportara
el mercado, es decir, lo que sus clientes aceptaran, y no tenía que preocuparse
por las consecuencias”. Cuando se violaban las leyes antiusura, la cosa no
cambiaba mucho: los prestatarios eran casi siempre tan pobres que no podían
permitirse pagar abogados y, de todos modos, en ese tipo de casos los usureros
percibían el olor a sangre: los prestatarios que quisieran denunciar
seguramente necesitarían pedir un crédito para contar con asesoramiento
jurídico.
Pero al mismo tiempo que los prestatarios individuales se
sometían a este juego, los activistas sociales y políticos comenzaron a
contraatacar. Cuando el populismo arrasó el sur y el medio oeste durante la
década de 1880, la usura afloró como una bestia negra para los reformistas
determinados a salvar al más pequeño. Clamaron contra la rapiña prestamista en
discursos que empleaban el fervor moral de los decretos sagrados: “No pagaremos
las deudas que contraigamos con las empresas usureras”, proclamaba la activista
de Kansas Mary Elisabeth Lease en 1890. “La gente está acorralada; que tengan
cuidado los sabuesos del dinero que nos hostigan”. Y al poco tiempo, estos
activistas comenzaron a conseguir admiradores entre los medios de prensa.
Cuando los granjeros de Dakota del Sur se alzaron en protesta contra los
usureros, el New York Times señaló que “el usurero está causando más daño y
provocando mayor sufrimiento que la sequía de 1889”. En 1900, el Des Moines
Daily News declaró que “el usurero que vive del dinero de sangre es el ser
humano más vil”. Los usureros campaban a sus anchas y su número seguía
creciendo, pero las viejas denuncias doctrinales todavía se enarbolaban como
arpones en su contra. Los críticos todavía hablaban con el ardor religioso del
reformador protestante Martín Lutero, que llamó al usurero “un monstruo grande
y descomunal, cual un ogro que todo lo devasta, […] Y sin embargo se acicala y
quiere pasar por piadoso […] decapitar a todos los usureros”.
En un acto característico del instinto de supervivencia, los
usureros evolucionaron. En lugar de depender únicamente de las altas tasas de
interés, que llamaban la atención de los activistas, comenzaron a solicitar
garantías concretas por adelantado. Si el prestatario no cumplía con el pago de
una de las cuotas, el prestamista incautaría la garantía (y exigiría una
comisión a cambio de devolverla). Con frecuencia esta garantía equivalía a
mobiliario, artículos del hogar o personales, pero también eran tierras. La
confiscación de estas últimas sirvió para sentar las bases del sistema
hipotecario en Estados Unidos.
Mientras tanto, en el este de Estados Unidos, los bancos de
Wall Street estaban sujetos a las leyes antiusura, que a menudo limitaban las
tasas de interés a un 6% al año. Hacían todo lo posible por manipular y burlar
las leyes siempre que podían, pero carecían de la flexibilidad que tenían los
prestamistas privados y las incipientes agencias crediticias del oeste. Sin
embargo, las hipotecas llamaron su atención y enseguida formaron una alianza:
las aseguradoras del este comenzaron a comprar los paquetes fiduciarios que los
prestamistas del medio oeste formaban con las hipotecas. El parecido de esta
práctica con la que condujo a la crisis financiera de 2008 es evidente, de
hecho, se produjo un preludio a nuestra Gran Recesión en la Kansas del siglo
XIX, cuando una burbuja hipotecaria terminó estallando y “todos por igual,
prestamistas y prestatarios, banqueros y granjeros, quedaron ahogados por una
ruina común”.
El mercado me obligó
a hacerlo
Mientras tanto, los créditos contra los salarios, que
evolucionaron a partir de una común y antigua práctica usurera llamada comprar
el sueldo, eran “un sencillo plan a través del cual una empresa financiera
entregaba al trabajador un avance de su paga semanal. Cuando el trabajador
cobraba, el prestamista deducía su comisión, lo que le dejaba (al trabajador)
con un importe menor del valor total de su salario”. Muy sencillo todo: esta
práctica era y sigue siendo una transparente maniobra parasítica que requiere
cero esfuerzo por parte del prestamista, que sencillamente hace dinero porque
lo tiene en un principio, mientras que el prestatario pierde el sueldo que gana
sencillamente porque es pobre.
A medida que los usureros fueron inventando nuevas formas de
invertir en intangibles, los gobiernos estatales y federales empezaron a
moverse para intentar seguirles el ritmo, aunque tuvieron escaso éxito. En la
década de 1920, todos los estados aprobaron leyes sobre los microcréditos que
limitaban las tasas y ponían freno a la explotación. Entonces los reformistas
se apresuraron a cantar victoria frente a los tiburones, pero la práctica
regresó con fuerza al inicio de la Gran Depresión.
Durante la década de 1930, la población en general no solo
estaba más desamparada y era más vulnerable que nunca, sino que las tácticas de
rapiña habían evolucionado. Las grandes corporaciones las adoptaron y operaban
en una zona gris legal que buscaba de forma premeditada situaciones sobre las
que todavía no había leyes, algo que Geisst llama “tiburones con piel de
cordero”. Se hizo evidente que “los prestamistas sin licencia no eran los
únicos tiburones, sino solo los que cobraban las tasas de interés más altas”.
La usura había terminado por formar parte integral de muchas prácticas
financieras legítimas, como por ejemplo las compras a plazos y otras formas de
créditos al consumo. Asimismo, el crimen organizado prosperó durante la
Depresión y tanto los usureros legales como los ilegales competían por las
presas. Esto provocó que la recuperación de la economía nacional se retrasara y
muchos millones de personas no pudieran salir de la pobreza.
Franklin D. Roosevelt, por su parte, culpaba a los usureros,
entre otros malhechores financieros, de la crisis y de la incesante depresión;
y llegó a citar a la Biblia para condenar las elevadas tasas de interés que
operaban tanto dentro como fuera de las instituciones a lo largo y ancho del
país. Aunque la percepción decididamente moral de las finanzas estadounidenses,
si había existido hasta entonces, estaba perdiendo su influencia entre los
observadores de la economía estadounidense. En un esfuerzo colectivo por eludir
la culpabilidad, varios bancos, prestamistas y otros intereses acaudalados
comenzaron a apuntar al difuso “mercado” como fuente de todos los males
financieros del país. Esta insistencia en los mercados que se autorregulan fue
la culminación de una gran transformación en la mentalidad económica que el
economista político Karl Polanyi denominó la aparición de una “sociedad de
mercado”, según la cual se imagina que los mercados poseen una lógica y unos
mecanismos humores intrínsecos (a los que los humanos deben adaptarse y no al
revés). La palabra “mercado”, que hasta ese momento solo habría supuesto una
mera referencia a la oferta y la demanda, se había convertido ahora en una
defensa directa frente al argumento populista, una defensa que no aceptaba
cuestionamiento. Cuando le preguntaron en 1929 por qué prestaba tanto a unos
intereses tan altos, un ejecutivo solo respondió: “Te puedo decir por qué
prestamos tanto dinero; porque existe una demanda a unas tasas excesivamente
altas, por encima de lo que conseguiríamos si invirtiéramos en lo que
invertimos normalmente”. En otras palabras: el mercado me obligó a hacerlo.
Siguiente pregunta.
Roosevelt aprobó estrictas políticas crediticias, entre
ellas un techo federal a la usura, pero a pesar de todos sus esfuerzos la
rapiña prestamista “estaba cada vez más institucionalizada, y acusar a un
prestamista de violar el techo de usura se estaba volviendo un asunto cada vez
más complicado”. Mientras tanto, las semillas del libertarismo de mercado
comenzaron a brotar en las universidades y en los clubes de Estados Unidos y de
Europa. En ellos, sus acólitos clamaban contra las políticas económicas
intervencionistas de Roosevelt y las acusaban de restringir las corrientes y
los flujos orgánicos del mercado, que imaginaban como un ente científico,
objetivo y neutral que se autocorregía, como el inmenso organismo de Solaris,
la película de Stanislaw Lem.
Según este modelo, ir en busca del dinero se veía como algo
saludable y la competición se consideraba como la piedra angular de la
libertad. La mayoría de las intervenciones económicas del Gobierno adoptaron
una senda que Friedrich von Hayek denominó, en su homónimo libro, “el camino de
la servidumbre”, y que sirvió para sentar las bases del neoliberalismo de
posguerra. En esta nueva visión mundial quedaba poco espacio para la censura
ética de aquellos que cobraban intereses abusivos. Es más, la aceptación de los
términos por parte de los prestatarios era una clara prueba de su validez
intrínseca. Y hoy en día, que la flor del neoliberalismo ya ha florecido por
completo, la compra siempre justifica la venta y todo lo que puede soportar el
mercado es justo.
Los desposeídos
Geisst es un antiguo inversor bancario, lo que en cierto
modo es algo muy útil para entender las complejidades de las tasas crediticias
y las leyes antiusura, y su historia personal está debidamente detallada. Sin
embargo, cuesta encontrar un antiguo inversor bancario que dé la espalda a la
premisa de la industria y no solo a sus peores hábitos, y en este caso Geisst
también se ajusta a la línea oficial. Al final, recomienda que los prestamistas
y los prestatarios lleguen a un compromiso, una especie de tregua financiera,
que compense a los primeros por los riesgos que toman y a los segundos de forma
inherente.
Pero el capitalismo significa abuso de forma intencionada, y
no puede existir ninguna tregua duradera entre los prestamistas y los
prestatarios hasta que los prestamistas dejen de perseguir el beneficio. Esto
es así porque el capitalismo no solo permite que la clase propietaria explote a
la clase trabajadora, sino que lo necesita. El abuso se manifestará en todas
las esferas donde domine el capital, ya sea de conformidad con la ley o
infringiéndola. Puede que los tiburones no ratifiquen esta conclusión, pero
demuestra el principio.
La industria financiera, es decir, los fondos de riesgo, las
asociaciones de ahorro y préstamo, las sociedades de bolsa y las empresas
hipotecarias, se dedican a una sola cosa: la acumulación de capital. La
acumulación de capital es el proceso según el cual los capitalistas convierten
grandes sumas de dinero en sumas de dinero todavía más grandes. ¿Y de dónde
sale todo ese dinero para empezar? Si seguimos el ideario de Marx, lo que
determina todo el valor dentro del sistema capitalista es el trabajo, y toda la
ganancia se obtiene mediante la explotación de ese trabajo. Para poder competir
en el mercado, las empresas tienen que rendir pleitesía al afán de lucro, y
como eliminar salarios es la manera más segura de sacar ventaja y superar a los
competidores, el resultado es una carrera a la baja por ver quién paga menos.
Se exprimen los cuerpos y el tiempo de la gente trabajadora y el fruto de su
trabajo lo obtienen los patronos, que se ponen manos a la obra para multiplicar
las ganancias mediante la inversión. Todo el capital en la fase de acumulación
lleva la marca del abuso.
No obstante, el ciclo de abuso no se detiene con la
producción material. Allí donde hay acumulación de capital siempre hay lo que
el geógrafo marxista David Harvey denomina “acumulación por desposesión”, el
proceso de separar a la gente de los recursos básicos que necesita para salir
adelante, como por ejemplo las casas donde vivir, los medios de transporte
hacia los lugares de trabajo y hasta el dinero mismo, y luego conceder el
acceso a esos recursos de forma dolosa…mediante una tarifa. La rapiña
prestamista es un claro ejemplo de la acumulación por desposesión, y está
diseñada para concentrar y extraer la riqueza de los de abajo y trasvasarla
hacia los de arriba. Enriquece a los más ricos y mantiene a los pobres bajo su
control, para que sean trabajadores más aquiescentes y prestatarios más
desesperados y arriesgados.
Marx imaginó el capitalismo como una nueva relación entre el
dinero y las mercancías. El capitalista no es solo un comprador o un pionero,
el capitalista es alguien que coge dinero y lo convierte en más dinero al
manufacturar una mercancía o comprarla con la intención de “vender más caro”.
Lo que hace la usura es saltarse este paso intermedio al convertir el dinero en
sí en una mercancía. Por tanto, la usura es capitalismo en su estado máximo,
puro, optimizado; en palabras de Marx, es capitalismo “abreviad[o], con su
resultado pero sin mediación, en estilo lapidario, digámoslo así”. Donde hay
capitalismo, es obvio que siempre habrá usureros, acaparando sin piedad “dinero
que es igual a más dinero, valor que es mayor que sí mismo”, mientras las masas
trabajan duro.
Aguas infestadas
Ninguna política bancaria puede abordar como corresponde el
impulso que motiva la rapiña prestamista: los que disponen de capital quieren
multiplicarlo sin trabajar. Poner un límite estricto a las tasas de interés no
detiene, volviendo a las palabras de Buda Gautama, el “perseguir la ganancia
con la ganancia”. La única manera de extirpar la rapiña de las prácticas
prestamistas es eliminar por completo el afán de lucro de los servicios
financieros.
De forma previsible, en Usureros se discute un experimento a
tal efecto y luego se descarta abruptamente. En la década de 1880, más o menos
en la misma época que Mary Lease advertía de los eternos sabuesos del dinero,
los activistas se unieron para restañar las heridas y la sangría de dinero
ganado con el sudor de la frente que abandonaba sus comunidades. Si los
usureros confiaban en ser la única alternativa, la mejor estrategia de la clase
trabajadora era lanzarse al ruedo. Así es como surgieron las que terminaron
denominándose “sociedades de crédito paliativas”, que incluían a las cajas de
ahorro, a los departamentos de crédito de la iglesia y a las uniones de
crédito. Una iglesia de Nueva York, St. Bartholomew, ofreció créditos a sus
feligreses durante décadas a tasas que estaban por debajo del máximo legal y
muy por debajo de los peores usureros, y solo dejó de hacerlo durante ese corto
período en la década de 1920 cuando los reformistas pensaron equívocamente que
habían conseguido vencer al usurero.
Aun así, las sociedades de crédito paliativas eran entidades
privadas y casi empresas comerciales, y algunas de ellas, como por ejemplo las
iglesias y las uniones de crédito, se comportaban como tal cuando la imposición
obligaba y protegían su ganancia antes que la salud financiera de sus clientes.
No obstante, existe una solución populista con mayor potencial para
iluminarnos, ya que interviene directamente en el ciclo de explotación que
potencia la empresa privada y la acumulación de capital. La solución es la
banca pública.
Mary Lease exigía una banca pública ya desde 1890. En el
mismo discurso enfadado en el que despotricó contra los “sabuesos del dinero”,
también anunció: “Queremos abolir los Bancos Nacionales [en referencia a los
grandes bancos privados que operaban en varios estados] y queremos el poder
para dar préstamos directamente del Gobierno”. Por supuesto, la banca pública
federal es una idea que todavía tiene que materializarse, pero hubo un estado
que creó un banco público en 1919: Dakota del Norte.
Concretamente, “El banco de Dakota del Norte” es la
denominación que se otorga al estado de Dakota del Norte cuando realiza
actividades bancarias, aunque son, técnicamente hablando, lo mismo el uno y el
otro. La Liga No Partisana ideó esta solución precisamente para proteger a los
granjeros de su estado de la rapiña prestamista que asolaba la región a
comienzos del siglo XX. Todos los residentes del estado, independientemente de
su color político, adoran al Banco de Dakota del Norte, plenamente operativo
desde hace noventa y ocho años, porque consideran que ayudó al estado a capear
la Gran Recesión. Hoy en día concede créditos a estudiantes, créditos a granjas
y créditos para viviendas, y puesto que su economía general depende de que haya
graduados, granjeros y propietarios fuertes, carece de incentivos para agudizar
las dificultades financieras de sus propios clientes, desde una perspectiva
estrictamente presupuestaria.
En 2017, Oakland, Filadelfia y Santa Fe tienen iniciativas
para establecer bancos públicos municipales. En la banca pública, igual que en
los servicios sanitarios, el estado se guía por principios distintos del afán
de lucro. De hecho, se arriesga a ir en su contra si obliga a sus prestatarios
a endeudarse, ya que esas personas reunirán mayores condiciones para optar a
otros programas con financiación pública o agotarán los recursos del estado.
Ahora mismo, la banca es una contradicción, ya que es un elemento
transcendental de la vida pública, y sin embargo está en manos privadas y está
completamente orientada hacia la maximización del beneficio privado. Como el
estado tiene al menos parcialmente el incentivo de mejorar la situación
financiera de su ciudadanía y por tanto de la economía en general, un banco
público puede ayudar a aliviar este conflicto, sobre todo si se combina con un
conjunto de programas sociales universales que puedan complementar los
servicios financieros que ofrece el estado.
Aunque la lógica de los riesgos y los incentivos no es la
única razón que existe para darle una oportunidad a la banca pública. Como
sociedad, podríamos beneficiarnos del regreso a una visión moral con respecto a
la cuestión económica. Después de vivir durante décadas sumidos en un
neoliberalismo evangélico, caracterizado por anestesiantes lugares comunes
sobre la libertad de mercado, un poco de anticuado populismo apocalíptico no
puede ser tan malo. Al fin y al cabo, sigue siendo cierto, como observó Mary
Lease, que: “Wall Street es el dueño del país. Ya no es un gobierno de la
gente, por la gente y para la gente, sino un gobierno de Wall Street, por Wall
Street y para Wall Street”.
Esto equivale a decir que los Scott Tucker del mundo acumulan
su riqueza por desposesión. Los prestamistas siguen enriqueciéndose sin fin,
persiguiendo a diario la ganancia con la ganancia, y mientras tanto la gente de
a pie es objeto de inconmensurables pérdidas. Terminar con la rapiña
prestamista significa poner fin a este ciclo e insistir en la injusticia
fundamental de un sistema que se basa en el abuso económico legalmente aprobado
que solo idea nuevas formas de explotación. También significa apoderarse de
nuevo de los medios de nuestra propia subsistencia, de los frutos de nuestro
trabajo y de la tranquilidad que supone saber que todos llegaremos a fin de mes
sin naufragar en aguas infestadas. Significa un mundo sin tiburones.
Disponible en:
No hay comentarios:
Publicar un comentario