Por David Torres
Público.es, 11/09/2014.
Por lo exagerado, por lo
hiperbólico, parecía una escena sacada de Los funerales de la Mamá grande,
con turbios golpes de pecho, nubes negras financieras, altas y pomposas frases
de duelo radiofónico sobrevolando el cielo capitalino en un círculo de buitres
y gallinazos. El Banco de Santander había emitido un telegrama frío, escueto,
aséptico, tan emotivo como la prosa de una autopsia, donde incluso aprovechaban
el segundo párrafo para informar de una reunión del consejo de administración.
Recordaba el chiste aquel del catalán al que se le muere el abuelo y va a
colgar un obiturario en el periódico:
–Ponga simplemente “Abuelo
muerto”.
–Puede poner tres palabras más
–le avisa el redactor–. Le vamos a cobrar igual y el mínimo son cinco palabras.
–Bien. Entonces ponga: “Abuelo
muerto. Vendo Seat Panda”.
No había que engañarse, ese
primer movimiento fue como la retirada de las aguas en la costa antes de la
llegada del tsunami. De repente el maremoto fúnebre se presentó en forma de
alabanzas desmesuradas, reverencias interminables, elegías y panegíricos
improvisados. Cualquier desprevenido que los oyera podría llegar a pensar que,
en lugar de un usurero, se nos había muerto un benefactor de la humanidad, un
gran poeta, un científico genial, un médico incomparable. Ministros,
empresarios, banqueros, alcaldes, líderes sindicales (sí, Toxo y Méndez, tan
sindicales ellos): todos expresaban su pesar y su consternación ante la pérdida
de aquel hombre al que los billetes se le multiplicaban en las manos. Ya
sabíamos por qué los árboles de la capital se estaban cayendo a cachos,
ofreciéndose voluntarios en un funeral vikingo. No hay que hacer leña del árbol
caído, con hacer un ataúd ya basta.
Un amigo periodista que acudió
por la mañana al congreso me dijo que hubo un momento en que llegó a pensar que
los diputados iban a detener la sesión y ponerse en pie para pedir un minuto de
silencio. La bolsa se desplomaba a toda hostia, llorando acciones como si
fuesen lágrimas. El flamante monarca anunció que había muerto un hombre
grandísimo y el gobierno emitió una nota de condolencia en que, aparte de sus
muchas virtudes, alababa el compromiso del difunto con su país. ¿Qué país?
Cualquiera sabe. Quienes conocían el escondite de los más de dos mil millones
de euros trasvasados al extranjero se preguntaban si en Suiza las banderas
estarían en aquel momento ondeando a media asta. Pero la expresión era
asombrosamente exacta porque el país era suyo hasta tal punto que la economía,
la política y la justicia se plegaban a su capricho. Cuando una jueza, llevada
por un afán inédito, intentó conducirlo a los tribunales por un fraude millonario,
el Tribunal Supremo se tuvo que sacar de la manga una triquiñuela ad hoc
para exonerarlo de sus cargos. La doctrina Botín que, más que una doctrina, es
un epitafio.
La mañana del miércoles los
diarios digitales estrenaban negritas nunca usadas, caligrafías aparatosas que
desbordaban la pantalla, letras gordísimas que inspiraban más pánico que
respeto. Algún tipógrafo despistado se echaba las manos a la cabeza,
preguntando qué iban a usar para cuando llegara el fin del mundo, pero el fin
del mundo había llegado ya en forma de un ataque cardíaco golpeando a traición
debajo de una corbata irónicamente roja. A Emilio Botín le había fallado el
corazón, como si no lo supiéramos. Mucha, mucha gente –los estafados, los
desahuciados, los pequeños accionistas a los que fue desplumando uno a uno o en
bloque– se ha alegrado de la muerte de Botín, pero en realidad su defunción no
es más que la última injusticia, el último truco del mago que sacaba monedas de
oreja ajena, el escamoteo definitivo en que la Muerte usurpa el mazo del juez y
anuncia por enésima vez con voz de pito: “Gaaaaana la banca”.
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