Por Pedro L. Angosto
Nueva Tribuna, 13/09/2014.
Oídas y vistas las sesudas
tertulias radio-televisivas de los pasados días en torno al óbito del financiero cántabro Emilio
Botín, no me queda más remedio que solicitar desde estas páginas su
pronta subida a los altares para demostrar que las glorias y riquezas de este
mundo que es el nuestro, en caso tan egregio y contradiciendo a Jorge
Manrique, sí continúan allende las estrellas a la diestra de
Dios-Padre Todopoderoso.
Hubo un tiempo en que salir con
una bandera roja a la calle suponía arriesgar la vida de forma poco juiciosa y
temeraria. El rojo se llamaba encarnado o colorado y su uso en la vía pública
sólo estaba permitido a los nazarenos de Cartagena y otros cantones similares.
Si bien Emilio Botín no fue el primero, que lo fue el señor Microsoft al llamar
PC a los ordenadores personales, usurpando de ese modo las siglas al Partido
Comunista, el banquero ahora fallecido se apropió del color rojo mientras el
hasta ahora principal partido de la oposición de su Majestad Felipe VI
iba desterrándolo de sus carteles hasta dejarlo en un rosa pálido, algo así
como un rojo venido a menos de ropa china pasada cien veces por la
centrifugadora, como sus ideas. El rojo era el color que simbolizaba las luchas
de la clase trabajadora, y Botín, más trabajador que nadie, se
dijo para lucha, para barricada la mía y asaltó el color sagrado de la
izquierda para convertirlo en emblema de su negocio dinerario. Corbatas,
tirantes, mostradores, escaparates, ferraris, alonsos, membretes, todo era rojo
en el mundo de Botín, más rojo que la bandera que portaba Mao
en la Larga Marcha, más rojo que el culo de un mandril, que mi cara al oír los
disparates que un día tras otro sueltan los tertulianos pesebreros y
analfabetos que circulan por los medios convencionales repartiendo idioteces
sin el menor rubor: Recuerdo con gran emoción la primera vez que vi una bandera
roja en la calle allá por 1975, poco antes de la muerte del sanguinario
dictador que envenenó nuestras vidas y sueños; probablemente mis hijos, gracias
al proceso de apolitización que venimos sufriendo desde hace veinte años y a la
sagacidad de Emilio Botín, recuerden en el futuro sin emoción
alguna que ese color lo fue de un banco y de una escudería automovilística que
vendía autos a multimillonarios. Para cuando ellos lleguen a la edad de los
recuerdos, espero que todo esto haya pasado como pasan las pesadillas
turbulentas que nos asolan durante las noches interminables.
Entre los muchos disparates oídos
en los medios en torno al magnate de las finanzas, hay una que me llama
especialmente la atención: “Fue el creador –se dijo en los Desayunos de la Uno-
de la famosa Doctrina Botín”, una forma legal consagrada en 2012 por el
Tribunal Constitucional para escapar de la Justicia en casos de delito fiscal y
que tuvo su origen en las cesiones de crédito que el Santander practicó durante
la década de los ochenta. Promovida la demanda por la acción popular, el
Supremo y luego el Constitucional concluyeron que dicha acción no es suficiente
si no se persona la parte directamente afectada, en este caso el Estado, el
mismo Estado que en 2011 indultó a su íntimo colaborador Alfredo Sanz,
el mismo Estado que al conocerse por Falciani que Botín
tenía dos mil millones en Suiza le permitió regularizarlos como si se hubiese
tratado de calderilla mientras perseguía y persigue con toda dureza a
menestrales que han olvidado declarar cien euros de IVA, el mismo Estado que no
hizo nada –esto es el libre mercado- ante las preferentes, el caso
Madoff o el asunto Lehman Brothers, uno de cuyos
gestores ostenta todavía la cartera de Economía del Reino de España por la
Gracia de Dios.
Sí, Emilio Botín fue persona hábil, muy hábil, de otra manera
no habría conseguido que su banco, el séptimo de los siete grandes, se comiese
a los tres primeros de la lista –Banesto, Central e Hispano- sin despeinarse y
sin levantar demasiadas ampollas. Supo también ganarse el respeto de los jueces
demostrando una vez más que la Justicia es ciega y de clase, que, como dijo Romero
Robledo a finales del XIX, el Código Penal se hizo para los pobres y
el Civil para los ricos, pero sobre todo, Botín supo bien pronto de la
importancia que tiene el Boletín Oficial del Estado, quien lo escribe, dónde se
escribe, por qué y para quién, hecho este de vital trascendencia para el normal
desenvolvimiento de los eventos consuetudinarios que acontecen en el mundo del
dinero: Si el Boletín Oficial del Estado está contra ti, si no puedes contar
con él para que los vientos te sean propicios y te conduzcan pletórico hacia la
Ítaca soñada, entonces sólo queda la conspiración y eso es algo a lo que sólo
se recurre cuando Dios lo manda.
Empero, con ser increíble la
trayectoria financiera y política de Emilio Botín, que como su
colegas Escámez y Aguirre Gonzalo nunca dudó
en afirmar que la banca no tenía ideología cuando es una institución
profundamente política, más sorprendente todavía es que los medios lo hayan
presentado como una especie de Mahatma Gandhi, como a un
filántropo que hubiese dedicado toda su existencia a mejorar las condiciones de
vida de los demás. Y en cierto modo lo fue, se lo pueden preguntar a sus
consejeros Francisco Luzón, 56 millones de euros de pensión, Alfredo
Sáenz, 97,7 millones, Matías Rodríguez Inciarte, 47,7
millones, Corcóstegui, 108 millones, Amusástegui,
43,8, todo eso en un país en el que la pensión media no supera los novecientos
euros al mes. Del mismo modo que Botín logró apropiarse del rojo para
convertirlo en el símbolo de su banco, los medios de comunicación del régimen
quieren hacernos ver que personas como Emilio Botín o sus consejeros –todos
firmes defensores de las teorías económicas más ultras y beligerantes con los
derechos de los trabajadores- son los nuevos héroes del siglo XXI, héroes de
verdad de la buena no como Che Guevara, Bertrand Rusell, Juan
Negrín, Salvador Allende, Leonardo Boff, Rosa Luxemburgo o Bertold Brecht,
antiguallas herrumbrosas en este tiempo de metamorfosis suicida, analfabetismo
creciente, obediencia al que te pisa y aniñamiento general de los individuos
que componen una sociedad disociada.
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