Por Pau Solanilla
El Diario.es, 11/09/2018.
El 15 de septiembre de 2008, será
recordado en el mundo como uno de los días negros de las primeras décadas del
S.XXI. Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión de los EEUU se declaraba
en quiebra tras 158 años de actividad generando un tsunami financiero global
que costó 22 billones de dólares a la economía norteamericana. Se quebraba así
una de las máximas del sector: “too big to fail”, demasiado grande para caer.
Sin embargo, este cáncer
financiero había dado señales mucho antes. Jean Claude Trichet, entonces
Presidente del Banco Central Europeo (BCE), ha reconocido que el verdadero
inicio de la crisis financiera lo percibió un año antes, el 9 de agosto de
2007, cuando se enfrentó a una interrupción completa del funcionamiento del
mercado monetario de la zona euro. Entonces, el mercado hipotecario
estadounidense ya había dado varias señales de fragilidad, las bolsas mundiales
se tambalearon y el contagio alcanzó a Europa. Alemania tuvo que inyectar
dinero en el banco IKB, en un plan de rescate de más de 3.000 millones euros.
Ante esas claras señales de alarma no se supo reaccionar, y las consecuencias
de ello todavía las padecemos hoy.
La última década ha constituido,
sobre todo en Occidente, un tsunami económico, tecnológico y social para
millones de personas que han visto cómo se derrumbaban sus proyectos vitales y
profesionales. El victorioso e incontestable relato que proclamaba la sociedad
de la abundancia del capitalismo financiero, y que anunciaba que caminábamos
hacia una nueva tierra prometida se derrumbó en unos días. Vivíamos en realidad
el mundo del capitalismo casino que fue capaz de reestructurar no solo la
economía, sino los valores, normas y comportamientos de las instituciones.
Profetas del nuevo tiempo como el politólogo estadounidense Francis Fukuyama,
tuvieron una importante influencia y predicamento con sus teorías del “Fin de
la historia”. Un relato que parecía incontestable en el que la política y la
economía del libre mercado se imponían a lo que denomina utopías de la guerra
fría. Su teoría principal era la victoria del pensamiento único y el fin de las
ideologías, que serían sustituidas por la economía capitalista del libre
mercado desregulado.
El capitalismo financiero ganaba
la batalla de las ideas cabalgando a lomos de la eclosión de las nuevas
tecnologías de la información y la comunicación (TIC), que vinieron a
revolucionar e imponer cómo se hacían los negocios financieros: rápidos,
transnacionales y desmaterializados. Pero una vez el capitalismo financiero
colapsó, y tras su rescate por parte de los gobiernos e instituciones
internacionales, el mundo de los negocios globales siguió su trepidante carrera
de velocidad adentrándose en la cultura del capitalismo tecnológico, emergiendo
el infocapitalismo y su materia prima inagotable, el ser humano
hipercontectado. En ese nuevo mundo los grandes actores económicos ya no son
los grandes bancos o las petroleras, sino las empresas tecnológicas, las
llamadas BigTech.
La conectividad se ha convertido
en el motor fundamental de la transformación del sistema económico y de los
negocios, y el capitalismo tecnológico ha venido a reinar en la economía
global. Asistimos a una nueva configuración del poder político y económico, con
la pérdida de centralidad de los territorios frente a la potencia del sector
tecnológico. Las BigTech están hoy en el centro de las cadenas de valor de la
producción, distribución y promoción de los productos y servicios que
consumimos.
Los cinco grandes conglomerados
tecnológicos —Apple, Google, Microsoft, Facebook y Amazon— son las empresas
más valoradas en Bolsa en el mundo. Su capitalización oscila entre los 500.000
millones de dólares de Facebook y los 850.000 millones de Apple a inicios de
2018. Si Apple fuera un país, tendría un tamaño similar al de la economía
turca, holandesa o suiza. Google, por su parte, acapara el 88% de cuota del
mercado de publicidad online. Facebook (incluidos Instagram, Messenger y
WhatsApp) controla más del 70% de las redes sociales en teléfonos móviles.
Amazon tiene el 70% de cuota del mercado de los libros electrónicos y en EEUU
absorbe un 50% del dinero gastado en comercio electrónico. Si la cadena
norteamericana de grandes almacenes Walmart fuera un Estado, ocuparía el décimo
puesto, por detrás del tamaño de las economías de EE UU, China, Alemania,
Japón, Francia, Reino Unido, Italia, Brasil y Canadá.
Ante este nuevo escenario, la
antigua premisa que proclamaba “la geografía como destino”, ha dado paso a “la
conectividad como destino”, y la digitalización de nuestras sociedades es
comparable a la Ley de la Gravedad, irrefutable e irreversible. La
transformación digital es una realidad, un reto y una oportunidad, generando
nuevos productos, servicios y empleos, pero también es cierto que encierra
algunos peligros ante la tendencia a la concentración y al oligopolio de las
empresas tecnológicas. Corremos el riesgo de pasar del autoritarismo
financiero, a la nueva tiranía de los algoritmos y las plataformas, que bajo la
apariencia de la economía de la colaboración y de la ilusión de la promesa de
la libertad digital, monopolizan y priorizan la información según sus
intereses, además de precarizar los mercados laborales. Muchas son las ventajas
de esta nueva economía, pero convivimos con externalidades negativas evidentes
y peligrosas. Las grandes plataformas de contenidos se han convertido en los
vertebradores de la información y la distribución de contenidos, y que entre
otras cosas, facilitan de forma activa la propagación de la desinformación o
las llamadas fake news alimentando burbujas ideológicas radicales o poco
democráticas.
Ante todo ello, los otrora
poderosos estados-Nación, los gobiernos y las instituciones, han quedado
desbordados e impotentes para manejar de forma razonable esta nueva complejidad
que da como resultado la pérdida de confianza en las instituciones y el auge de
los populismos. La respuesta solo puede venir de un nuevo contrato social entre
instituciones, empresas y ciudadanos para rediseñar algunas de las reglas con
las que hemos venido operando hasta ahora, porque son ya obsoletas, y ponen en
peligro la cohesión social, la equidad y la viabilidad de las democracias
liberales modernas. La incertidumbre, y sobre todo el miedo, constituyen
probablemente el más temible de los demonios de nuestras sociedades de hoy, y
algunos saben sacar rédito de él. Es por ello, que es necesario más que nunca
una nueva narrativa y una nueva ética basada en el compromiso y la
transparencia que se haga cargo del estado de ánimo de la gente. Es necesario
ofrecer una nueva hoja de ruta para construir colectivamente un nuevo relato,
nuevas coherencias en un mundo cambiante y desconocido.
El escritor Arthur C. Clarke
solía decir que los efectos de las innovaciones tecnológicas suelen ser
exagerados a corto plazo pero subestimados a largo plazo. Algo de eso vivimos
en la mayoría de países y regiones del mundo. Hablamos constantemente del
impacto y el potencial de las nuevas tecnologías, de los grandes beneficios que
aporta a nuestras sociedades, pero no somos capaces de gestionar razonablemente
este nuevo capitalismo tecnológico que genera miedo y desconfianza de millones
de ciudadanos que ven hundirse el mundo conocido bajo sus pies para adentrase
en una nueva terra incognita llena de nuevos desafíos para los que no se
sienten preparados ni acompañados. Y ante la falta de expectativas, respuestas,
y referentes creíbles que den sentido y dirección a las expectativas de los
ciudadanos, muchos abrazan actitudes excluyentes, xenófobas o populistas de
aquellos que les prometen la vuelta a los good old times, es decir, el camino
de retorno a aquellos viejos y gloriosos buenos viejos tiempos que ya no
volverán.
Diez años han pasado desde la
caída de Lehman Brothers. Los gobiernos prometieron entonces “reformar el
capitalismo”, pero una vez rescatado el sistema financiero internacional, el
capitalismo desregulado vuelve a imponer su diktat. Hoy ya no son las grandes
corporaciones financieras y los grandes bancos de inversión los que imponen su
ley. Los nuevos actores son las BigTech y su formidable capacidad para imponer
sus reglas de juego. Hemos pasado del capitalismo financiero al capitalismo
tecnológico sin apenas darnos cuenta, y el reto hoy como entonces, sigue siendo
construir una gobernabilidad global que permita prevenir y corregir sus
excesos.
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