Por Joaquín Estefanía
El País, 07/09/2018.
"El jueves [18 de septiembre], a las once de la mañana,
la Reserva Federal (Fed) advirtió una enorme disminución de las cuentas del
mercado monetario en EE UU: dinero por valor de 550.000 millones de dólares fue
retirado en cuestión de una hora o dos. El Tesoro abrió su ventanilla para
ayudar e inyectó unos 105.000 millones de dólares en el sistema, pero pronto se
dio cuenta de que no podía detener la marea. Estábamos teniendo una afluencia
masiva electrónica en los bancos. Ellos decidieron suspender la operación,
cerrar las cuentas monetarias y anunciar garantías de 250.000 dólares por
cuenta, de manera que no se produjese más pánico. Si no lo hubieran hecho,
estimaban que a las dos de esa tarde habrían sido retirados 5,5 billones de
dólares del sistema de mercado monetario de EE UU, y esto habría desplomado la
economía mundial. Habría sido el fin de nuestro sistema económico y de nuestro
sistema político, tal como lo conocemos”.
Estas palabras del demócrata Paul Kanjorski, que presidía el
comité del mercado de capitales en el Congreso de EE UU, son muy útiles para
recordar el ambiente apocalíptico que se vivía hace ahora una década, a raíz de
la quiebra del gigantesco banco de inversión Lehman Brothers, después de que
fracasasen todos los intentos de las autoridades americanas de vendérselo a
alguien. Cuando el secretario del Tesoro Henry Paulson intentó endosárselo al
británico Barclays Bank, su colega de Reino Unido le respondió: “No queremos
importar vuestro cáncer”.
La lista de libros que en esta década han informado,
analizado, comparado e incluso producido alternativas al funcionamiento del
sistema capitalista —que estuvo en un tris de hacer realidad las profecías de
Marx sobre su derrumbamiento— es casi infinita (Postcapitalismo. Hacia un nuevo
futuro, de Paul Mason). Afortunadamente, uno de los últimos textos publicados
compendia en buena parte a todos los demás y se erige en una referencia
imprescindible para profundizar en estos tiempos: Crash. Cómo una década de
crisis financiera ha cambiado el mundo, del profesor de la Universidad de
Columbia Adam Tooze. Relata Tooze cómo al día siguiente de la caída de Lehman,
paralizados los mercados financieros, planificándose las primeras inyecciones
de centenares de miles de millones de dólares para salvar Wall Street; mientras
el Gobierno republicano de Bush nacionalizaba AIG, una de las mayores
aseguradoras del mundo (especializada en seguros de impago de créditos), al
tiempo que la histeria se contagiaba irremediablemente en Manhattan Sur, unos
metros más allá, en Nueva York, se abría el periodo correspondiente de sesiones
de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
El primer orador en la ONU en aquella ocasión, Lula da
Silva, denunció enérgicamente el caos especulativo que había provocado la
caída de los bancos. El segundo interviniente, el presidente de EE UU George
Bush, parecía sonado, desconectado de la realidad, y dedicó su alocución sobre
todo al terrorismo; la crisis financiera tan solo ocupó dos párrafos al final,
pese a que la zona cero de la misma apenas estaba unas calles más allá. Una
semana después, el secretario del Tesoro pedía permiso al Congreso americano
para instrumentar el primer paquete de ayudas al sistema financiero por valor
de 700.000 millones de dólares, con el siguiente argumento: “Si no hacemos esto
hoy, el lunes ya no habrá economía”.
Hay casi unanimidad en los analistas en que la Gran Recesión
no fue un accidente puntual de la economía, sino un cambio global cuyas
consecuencias se han multiplicado en el territorio de la política (crisis de
representación, con la aparición de nuevas formaciones a derecha e izquierda,
el resurgir del populismo y de los autoritarismos, la multiplicación de los
movimientos de indignados) y de la geopolítica (las guerras comerciales, la
salida de Reino Unido de la Unión Europea, la permanencia definitiva de China
como superpotencia mundial, etcétera). Estas transformaciones consiguen que
algunos estudiosos (Steve Keen, en La economía desenmascarada) denominen a la
crisis “la Segunda Gran Depresión”. En la comparación entre ambos periodos
recesivos se destaca que los problemas entre el año 2008 y la actualidad fueron
menos profundos que los de la Gran Depresión de los años treinta del siglo
pasado (excepto para un país mártir como Grecia, como subraya en sus muy
interesantes y polémicas memorias Yanis Varoufakis, Comportarse como adultos.
Mi batalla contra el ‘establishment’ europeo), pero más extensos y, sobre todo,
más complejos que aquellos.
Algunos textos (10 años de crisis. Hacia un control
ciudadano de las finanzas, editado por ATTAC) defienden que la Gran Recesión
todavía no ha acabado, aunque el mundo haya vuelto a una etapa de crecimiento
económico y de reducción de las tasas de paro, sino que se ha producido una
mutación silente de la misma y una metástasis de sus efectos negativos más
estructurales como son la precarización de la vida y los mercados de trabajo
(El precariado. Una nueva clase social, de Guy Standing, o Chavs. La
demonización de la clase obrera, de Owen Jones) y la desigualdad, con la
emergencia de una serie de estudios científicos que han situado esta
característica central de la economía capitalista en el frontispicio de sus
deficiencias (por ejemplo, El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty, o
Desigualdad mundial y Los que tienen y los que no tienen, de Branko Milanovic).
La mixtura permanente y su retroalimentación entre la precariedad y la
desigualdad ha sido desarrollada por Oliver Nachtwey (La sociedad del
descenso), entre otros. Durante la Gran Recesión se ha expandido, como en pocos
momentos de la historia contemporánea, una redistribución a la inversa de las
rentas, la riqueza y el poder de los ciudadanos.
Una gran polémica ideológica permea estos años en el mundo
de las ciencias sociales: la que divide a los economistas de agua dulce (los
ortodoxos, neoclásicos, neoliberales, o como quiera denominárseles) y a los
economistas de agua salada (keynesianos, progresistas, socialdemócratas…), que
discuten las causas de que los primeros, dominantes en la academia y en la
política, no fueron capaces de prever la llegada de la crisis y cómo tuvieron
que abandonar sus opciones y recuperar las lecciones del keynesianismo con el
fin de superar los más lacerantes desequilibrios (Pasado y presente. De la Gran
Depresión del siglo XX a la Gran Recesión del siglo XXI, editado por Pablo
Martín-Aceña). Durante la última década hubo de ampliarse irremediablemente el
marco cognitivo neoliberal, hegemónico en la práctica política desde los años
ochenta del siglo pasado, operando el sistema en muchos momentos como una
suerte de capitalismo de Estado (Austeridad. Historia de una idea peligrosa, de
Mark Blyth). Por primera vez se trataba de una crisis de la que no podía culpabilizarse
a la periferia, sino que nació y se expandió desde el corazón del capitalismo
(Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad financiera, de Carmen Reinhard y
Kenneth Rogoff). Durante las tres últimas décadas, la revolución conservadora
había aleccionado al mundo bajo el principio teórico de que “el mercado lo
solucionaría todo”. Pero Wall Street se hundía y algunos inversores se tiraban
de cabeza al asfalto, por lo que se arrojó a la basura tal idea y se
instrumentó la más formidable intervención con dinero público de la que se
tiene memoria. El célebre “consenso de Washington” (disciplina fiscal y
monetaria) no dejaba de ser una piadosa jaculatoria de los teóricos sin
contacto con la realidad. El problema no era, como habían dicho, de Gobiernos
grandes, de ogros filantrópicos, sino de Ejecutivos débiles, demediados. Sin
los instrumentos regulatorios adecuados ante la magnitud de las dificultades.
No todos los economistas fracasados han reconocido sus
errores, o han hecho las reflexiones adecuadas sobre la soberbia contorsión
ideológica que hubieron de practicar para salvar al sistema de su suicidio
(pasar sin solución de continuidad de Hayek a Keynes). Mientras Alan Greenspan,
presidente de la Fed —al que sus discípulos denominaban “el maestro”—,
manifestaba permanecer en “un estado de conmoción”, porque “todo el edificio
intelectual se había hundido”, su sucesor, Ben Bernanke, argumentaba que no
había necesidad alguna de revisar la teoría económica como resultado de la
crisis, inventándose una coartada retórica: distinguió entre “ciencia
económica”, “ingeniería económica” y “gestión económica”… para continuar en el
mismo sitio. “La reciente crisis financiera”, escribió, “ha tenido más que ver
con un fallo en la ingeniería económica y en la gestión económica que en lo que
yo he llamado ciencia económica (…); las deficiencias en materia de ciencia
económica (…) fueron en su mayor parte menos relevantes de cara a la crisis; es
más, aunque la mayor parte de los economistas no previeron el casi colapso del
sistema financiero, el análisis económico ha demostrado ser —y lo seguirá
demostrando— de una importancia crítica a la hora de entender la crisis,
desarrollar políticas para contenerla y diseñar soluciones de más largo plazo
para prevenir su recurrencia”.
Steve Keen, gran debelador de la ciencia económica
tradicional —y de los estudios universitarios que la ponen en circulación—,
plantea el argumento de que la economía neoclásica (y su secuela, la
“austeridad expansiva”) ha contribuido a multiplicar la calamidad que intentaba
prever. Si su único fallo hubiera sido no anunciar con tiempo la crisis
financiera para que los ciudadanos pudiesen guarecerse de la misma, sus
portavoces no se diferenciarían de los meteorólogos que no avisan de la llegada
de un tsunami; serían responsables de no haber dado la alerta, pero no se les
podría culpabilizar de la tormenta misma. La economía neoclásica tiene una
responsabilidad directa en la tormenta, ya que convirtió lo que podría haber
sido una crisis y una recesión “del montón” en una crisis mayor del
capitalismo, junto a la Gran Depresión y las dos guerras mundiales. La Gran
Recesión fue mucho peor de lo que hubiera sido sin la intervención de los
ortodoxos.
Poco después de la quiebra de Lehman Brothers, los problemas
llegaron a Europa…
Veinte libros para
entender la gran recesión
Crash. Cómo una década de crisis financieras ha cambiado el
mundo. Adam Tooze. Editorial Crítica, 2018.
La economía desenmascarada. Steve Keen. Capitán Swing, 2015.
El capital en el siglo XXI. Thomas Piketty. Fondo de Cultura
Económica, 2014.
Austeridad. Historia de una idea peligrosa. Mark Blyth.
Editorial Crítica, 2014.
Esta vez es distinto: ocho siglos de necedad financiera. Carmen Reinhard y Kenneth Rogoff. Fondo
de Cultura Económica, 2011.
El precariado. Una nueva clase social. Guy Standing. Pasado
y Presente, 2014.
Postcapitalismo. Hacia un nuevo mundo. Paul Mason. Paidós,
2015.
Chavs. La demonización de la clase obrera. Owen Jones.
Capitán Swing, 2013.
10 años de crisis. Hacia un control ciudadano de las
finanzas. ATTAC, 2018.
Occupy Wall
Street. Manual de uso. Janet Byrne, director. RBA, 2013.
Comportarse como adultos. Yanis Varoufakis. Deusto, 2017.
Los que tienen y los que no tienen. Branko Milanovic.
Alianza Editorial, 2012.
La economía del bien común. Jean Tirole. Taurus, 2017.
Por qué fracasan los países. Daron Acemoglu y James
Robinson. Deusto, 2012.
Cómo hablar de dinero. John Lanchester. Anagrama, 2015.
Los límites del crecimiento: 30 años después. Donella Meadows, Jorgen Randers y
Dennis Meadows. Galaxia Gutenberg, 2006.
El desmoronamiento. 30 años de declive americano. George
Packer. Debate, 2015.
La gran brecha. Joseph Stiglitz. Taurus, 2015.
La paradoja de la globalización. Dani Rodrik. Antoni Bosch
Editor, 2011.
La mentira os hará libres. Fernando Vallespín. Galaxia
Gutenberg, 2012.
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