Por Antón Costas
El País, 09/09/2018.
Los aniversarios son útiles para
hacer balance de eventos críticos del pasado y extraer lecciones para el
presente. Ahora se cumple el décimo aniversario del punto de ignición de la
gran crisis de 2008: la quiebra de Lehman Brothers. Fue la mayor crisis
financiera de la historia, incluida la Gran Depresión. La singularidad de esta
crisis respecto a aquella otra fue la sincronización con que avanzó a nivel
global y la rapidez e intensidad con que impactó en el comercio mundial y en la
actividad y el empleo de las economías nacionales.
Los balances intentarán hacer ver
que hemos aprendido y que se ha hecho lo necesario para evitar una crisis
similar. Mi opinión es que se ha aprendido poco, y que se ha hecho aún menos.
Con la perspectiva de estos diez años se puede afirmar que los gobiernos y las
élites financieras lo que han pretendido con los rescates y pequeños retoques
es volver al mundo anterior a 2008. No han comprendido que esta crisis ha sido
el anuncio del fin de un modelo económico, político y social que ha llegado a
su agotamiento.
La evidencia de que es así es que
los impactos de la crisis han ido de la economía a la política y más allá. El
descontento social no es sólo por la crisis financiera y económica, sino una
reacción contra la hegemonía de unas élites que han roto el contrato social que
sostuvo la economía social de mercado y el Estado social de la posguerra. Ese
descontento ha traído, como ocurrió en los años veinte y treinta del siglo
pasado, una ola global de populismo político nacionalista. La raíz profunda de
este descontento con el modelo económico que emergió en los años 1970 es el
hecho de que la prosperidad económica ha aumentado de forma espectacular pero
el bienestar de la mayoría no.
No creo que sea necesario pararse
a dar noticia del aumento de la desigualdad. La evidencia es apabullante. Ha
habido crecimiento, pero ha beneficiado sólo a unos pocos. El 1% de los muy
ricos es un colectivo formado en buena parte por altos directivos de las grandes
corporaciones y fondos de inversión. Son una nueva aristocracia del dinero que
ha sustituido a la vieja aristocracia de la tierra del “ancien régime”, pero
sin el sentido de que “nobleza obliga”. Una nueva aristocracia cosmopolita y
apátrida que ha roto el contrato con los que se han quedado atrás, tirados en
la cuneta, sin empleo, ingresos ni expectativas.
¿Qué es lo que está haciendo que
el progreso económico se esté concentrando en un puñado de gente muy rica? Los
sospechosos habituales son la globalización y el cambio tecnológico. Es
cuestionable. Hay países sometidos a la globalización y al cambio técnico en
los que la desigualdad no ha aumentado o incluso se ha reducido. Hay que buscar
otras explicaciones.
La primera es lo ocurrido con los
impuestos. El contrato social de posguerra consistía en que los más
beneficiados con la economía de mercado se comprometían a pagar impuestos para
financiar un nuevo Estado social que evitase que a los que les iba peor con ese
modelo económico se quedasen atrás. Pero a partir de los años ochenta las
sucesivas reformas fiscales han ido orientadas a aliviar el compromiso fiscal
de los más ricos. El efecto ha sido el aumento de la desigualdad.
Pero hay otra fuente más poderosa
de la desigualdad que hasta ahora ha permanecido olvidada. Es lo que está
ocurriendo con la competencia en los mercados y con la distribución de rentas
en el seno de las empresas.
Hay dos rasgos que definen bien
la economía actual. Por un lado, la investigación microeconómica ha puesto de
manifiesto el intenso proceso de concentración en un puñado de grandes
corporaciones que dominan un buen número de industrias (“monopsonio”, en la
jerga de economistas). Por otro, los macroeconomistas señalan que lo que define
la economía actual es la combinación de bajo nivel de inversión, inflación,
salarios y productividad. Sucede que los economistas se agrupan en tribus, con
pocas o nulas relaciones entre ellas. Esto hace que los micro y los
macroeconomistas no pongan en común sus hallazgos. Si lo hiciesen, se vería que
el mal comportamiento de la economía tiene mucho que ver con la concentración
empresarial.
Por su parte, los bancos
centrales y los gobiernos están desconcertados porque la recuperación de las
economías no ha traído aumento de salarios y del bienestar social. Pero hasta
ahora se han obsesionado con una única causa: las llamadas rigideces del
mercado de trabajo.
Pero algo está comenzando a
cambiar. En la reunión de gobernadores de bancos centrales que tiene lugar
todos los años en agosto en Jackson Hole (Virginia, EE UU), la de este año ha
traído una novedad. Por primera vez, en la agenda de la reunión se prestó
atención a la concentración empresarial como responsable de los bajos salarios
y la desigualdad.
Pero hay que ir más allá de la
competencia. Hay que poner atención también en el comportamiento de los altos
directivos de la empresa corporación. No han aprovechado los elevados
beneficios que trae la concentración para aumentar la inversión y los salarios.
Por el contrario, los han utilizado para recomprar acciones de sus empresas. El
resultado ha sido, por un lado, devolver grandes cantidades de dinero a los
accionistas y, por otro, aumentar la cotización de las acciones. En la medida
en que la mayor parte de su retribución viene de opciones sobre las acciones de
sus compañías, esta política de recompra de acciones los ha hecho también a
ellos muy ricos y ha orientado su gestión al corto plazo.
La concentración empresarial y
estas conductas directivas están en la raíz del estancamiento de los salarios y
la concentración de las rentas del mercado en un reducido número de personas
muy ricas.
Según un conocido aserto de
Charles Dickens, la historia no se repite pero rima. La situación actual rima
mucho con las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial. También en
aquella ocasión los monopolios y los comportamientos cortoplacistas dominaron
la economía. Y, como ahora, el populismo político nacionalista y xenófobo fue
una respuesta al progreso de unos pocos y al empobrecimiento de los demás.
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