Por Claudi Pérez
El País, 09/09/2018.
El capitalismo sin quiebra es como el cristianismo sin
infierno. La destrucción creativa que proporciona el verbo quebrar es una de
las varitas mágicas del sistema: quiebran los individuos, quiebran las
empresas, quiebran hasta los países y de esa manera se supone —se supone— que
la economía se regenera, se purifica, expía sus pecados y es capaz de seguir
adelante. Esa regla de oro vale para todos los agentes económicos. Con una
sonora excepción: los grandes bancos, algo así como el aparato circulatorio de
la economía global.
Se cumplen 10 años del peor momento de la Gran Recesión: en
la única circunstancia en la que el sistema aplicó de veras su máxima, que cada
palo aguante su vela, el Tesoro de Estados Unidos y la Reserva Federal dejaron
caer a Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión norteamericano. A partir
de ese momento todo pareció posible. La destrucción tuvo muy poco de creativa
cuando el miedo se convirtió en pánico y la capacidad autodestructiva de las
finanzas sacudió el corazón del sistema, Wall Street, y amenazó con llevárselo
todo, absolutamente todo, por delante. El 15-S de 2008 ha sido, poco más o menos,
nuestra versión del crack de1929; sus consecuencias siguen con nosotros y, de
muchas maneras, marcarán para siempre nuestras vidas.
"Nueva York y el sistema financiero: densidad,
inmensidad, complejidad", escribía este reportero con caligrafía
apresurada en un cuaderno recién estrenado el día después del 15-S, en pleno
momento Lehman, frente a la sede de ese banco-pesadilla y junto a un fotógrafo
de un tabloide que montó guardia durante días para ver si algún banquero
acababa tirándose por la ventana. Cada calamidad económica deja una imagen
impactante: en 1929 sí saltaron al vacío los ejecutivos desde sus despachos; en
esta crisis, en cambio, los banqueros de las entidades quebradas se han llevado
suculentas indemnizaciones y el suicidio más sonoro fue muy diferente: el de un
pensionista griego abocado a la miseria.
Junto con las imágenes icónicas, cada una de las grandes
crisis provocó en su día enormes cambios: la de 1929 y la posterior guerra
mundial alumbró el keynesianismo, una fuerte regulación financiera y 30 años
gloriosos de fuerte crecimiento; la estanflación de los setenta acabó con
Keynes y derivó en la contrarrevolución conservadora. La Gran Recesión puede
leerse como un fracaso devastador del libre mercado, y aun así casi nada ha
cambiado: Wall Street sigue siendo "densidad, inmensidad,
complejidad", los mismos viejos vicios de la economía siguen vigentes y,
en todo caso, la crisis ha sido un extraordinario catalizador para uno de las
grandes preocupaciones de estos tiempos, el auge imparable del populismo. Quizá
la quiebra, en fin, haya llegado en la aparentemente indestructible democracia
liberal, que durante tantas décadas protagonizó un supuesto fin de la historia
y pareció inseparable del capitalismo.
Pero que los hechos hablen por sí mismos, que diría el gran
Alejandro Bolaños, uno de los más brillantes cronistas de esta crisis: las
horas posteriores a la quiebra de Lehman fueron un auténtico caos en el número
745 de la Séptima Avenida, a un paso de Central Park, en pleno Manhattan.
"Un revoltijo de limusinas, unidades móviles y guardas de seguridad giran
alrededor de decenas ejecutivos recién despedidos", puede leerse en la
citada libreta del estupefacto enviado especial. No había en el mundo banqueros
más arrogantes y despiadados que los de Lehman Brothers: de ahí la potencia
visual de esas imágenes, esa cola de jóvenes financieros cabizbajos llevándose
sus pertenencias en cajas de cartón. Ese 15-S se abrió la caja de Pandora:
"Estuvimos extremadamente cerca de un colapso financiero global", ha
escrito Ben Bernanke, expresidente de la Fed (el banco central estadounidense)
y una de las personalidades fundamentales en la gestión de aquel caos. La
respuesta fue, básicamente, no volver a dejar caer a nadie más: "Si no se
afloja la pasta, todo podría irse al infierno", advirtió el 24 de
septiembre, apenas nueve días después, un cariacontecido George W. Bush,
supuesto apóstol del libre mercado y a la sazón presidente de los Estados
Unidos.
Porque después de Lehman las finanzas volvieron al
cristianismo sin infierno: el gigante asegurador American International Group
(AIG) fue nacionalizado; Merrill Lynch, el corredor de Bolsa más famoso de EE
UU, evitó el colapso vendiéndose a sí mismo a Bank of America (con montones de dinero
público, cómo no, de por medio); Goldman Sachs y Morgan Stanley, los supuestos
amos del universo, se convirtieron en bancos regulados por la Fed para poder
acceder a las garantías públicas; el pánico alcanzó el mercado de fondos
monetarios, con una fuga de capitales que precipitó la congelación del mercado
interbancario internacional; la caja de ahorros más grande de Estados Unidos,
Washington Mutual, y el cuarto banco más grande del país, Wachovia, se
estrellaron envueltos en llamas y fueron adquiridos por una miseria por el
Estado; el secretario del Tesoro, Hank Paulson se puso –literalmente— de
rodillas ante el Congreso para activar un bazuka de 700.000 millones de
dólares, al que le siguieron estímulos fiscales y fuertes inyecciones de dinero
público en la banca en todo el mundo. Nadie había visto nada parecido. Aquel
trimestre del diablo, el último de 2008, estuvo plagado de nacionalizaciones
bancarias practicadas en EE UU por un Gobierno (el de Bush) plagado de
políticos e ideólogos neocons, enemigos acérrimos de la regulación y de la
presencia del sector público en la economía. Lo mismo hizo la Europa de Angela
Merkel, que después de salvar a los bancos y tras un breve interludio de
keynesianismo decretó recortes y austeridad a una Europa en la que estuvo a
punto de reventar el euro tras una gestión de la crisis insuperablemente
mediocre. A algunos rincones, como España, la crisis llegó con retraso: la
burbuja inmobiliaria explotó a cámara lenta, pero se llevó por delante la mitad
del sistema financiero, obligó a pedir un rescate y dejó a la economía española
en medio de una crisis oceánica –no solo económica— de la que solo ahora saca
la cabeza, y a duras penas.
Los booms especulativos y las crisis han sido recurrentes a
lo largo de la historia. En 1630, los comerciantes holandeses presionaron sobre
los precios de los tulipanes hasta tal punto que un bulbo llegó a valer tanto
como una casa. Un siglo más tarde, la flor y nata de la sociedad inglesa
participó en la burbuja de la Compañía de los Mares del Sur (Isaac Newton:
"Puedo calcular el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura
de la gente", afirmó después de perder hasta la camisa). En 1840, la
fiebre por los ferrocarriles se apoderó del imaginario público y terminó en una
castaña fenomenal; en 1929, la burbuja bursátil y de la tierra acabó en el
crack de Wall Street y la Gran Depresión: a las heridas económicas se sumó el
ascenso de los extremismos políticos que acabaron en la Segunda Guerra Mundial
—y ojo porque algún historiador hace exactamente este paralelismo con la crisis
actual, y no sin motivos—. Pero el último episodio es sencillamente brutal: una
superburbuja de casi 60 años hinchada a base de crédito, de deuda, en la que
cada vez que el sistema financiero se metía en problemas aparecían los bancos
centrales con nuevas fórmulas para estimular la economía. Esa superburbuja se
le acabó escapando de las manos al sistema cuando las innovaciones financieras
–subprime, derivados, CDO, CDS y demás jerga imposible— se complicaron tanto
que las autoridades ya no parecían capaces de calcular los riesgos de los
propios bancos.
"Que el señor bendiga este puto timo", decía un
correo electrónico de un ejecutivo de Standard & Poor's destapado en una
investigación del Congreso de EE UU para describir esas prácticas. Porque el
timo fue colosal: como en una versión moderna de aquel cuento infantil, los
grandes bancos se dedicaron a amasar enormes cantidades de paja (préstamos
hipotecarios de alto riesgo suscritos por pobres, inmigrantes y desempleados),
la tejían en una rueca algorítmica e industrial y acababan convirtiéndola en
oro (títulos financieros con la máxima calificación de solvencia), según
describe Matt Taibi en Cleptopía. Para ello empleaban una técnica supuestamente
prodigiosa denominada titulización, que permitía –y permite: nada ha cambiado—
hacerse con hipotecas basura y convertirlas por arte de magia en inversiones
aparentemente tan seguras como la deuda de Microsoft o los bonos alemanes, pero
más lucrativos que ambos.
Hasta que un día esa magia se esfumó. A partir de septiembre
de 2008, todo lo que podía ir mal fue mal porque, al cabo, "el sistema
financiero está plagado de dogmas falsos, malentendidos e ideas equivocadas:
los mercados, dejados a su aire, no tienden al equilibrio sino a hinchar
burbujas", ha dejado dicho George Soros, unos de los más grandes
especuladores de los últimos siglos. "La relación incestuosa entre las
autoridades y sus bancos acabó explotando", apunta Soros en La tormenta
financiera. El resultado fue la crisis más grave desde la II Guerra Mundial.
"Cuando pare la música, las cosas se complicarán. Pero
mientras la música siga sonando, hay que levantarse y bailar; por ahora, en
ello estamos", decía en julio de 2007 Chuck Prince, el entonces consejero
delegado de Citigroup. A mediados de la pasada década, el sistema había creado
un intrincado castillo de naipes financiero, una construcción enormemente
compleja pero también enormemente frágil. Y la música dejó de sonar de sopetón,
por sorpresa, sin que prácticamente ningún economista viera venir el silencio
(hasta el punto que se hizo célebre la pregunta de la Reina de Inglaterra a la
flor y nata de la profesión: "¿Por qué nadie lo vio venir?"). El
despertador no sonó verdaderamente hasta el 9 de agosto de 2007, cuando BNP
Paribas, un enorme banco francés, prohibió la retirada de capital de tres de
sus fondos que habían invertido en subprime, las hoy día celebérrimas hipotecas
basura estadounidenses. Una vez sembrada la duda, el mercado inmobiliario
norteamericano inició un desplome a cámara lenta: empezó a bajar la marea, y
con ella empezó a verse quién había estado nadando desnudo, según la feliz
imagen del inversor Warren Buffett para describir ese lío.
Tras los fondos de BNP, ese rey desnudo resultó ser Bear
Stearns, un banco de inversión de EE UU. Los mercados empezaron a oler sangre,
a buscar al antílope más lento, y Bear Stearns, empezó a experimentar problemas
de liquidez en marzo de aquel fatídico 2008. Lo siguiente fue pura profecía autocumplida:
cuando los mercados creen que algo va a suceder, acaba sucediendo
indefectiblemente. Bear hizo aguas en apenas unos días. La Reserva Federal
buscó un comprador, J.P. Morgan, y accedió a hacerse cargo de casi 30.000
millones en activos tóxicos: un rescate en toda regla que despertó las iras de
los ayatolás del riesgo moral. Ese rescate fue tildado de
"socialismo" por los republicanos estadounidenses, que ni siquiera
imaginaban lo que estaba a punto de llegar. Tras Bear Stearns, el Tesoro tuvo
que gastar miles de millones en Fannie Mae y Freddie Mac: "Lo más
importante era salvarles el culo", ha escrito Hank Paulson en sus poéticas
memorias. Y, por fin, la siguiente víctima: Lehman. El apocalipsis casis
siempre defrauda a sus profetas, pero la lluvia radiactiva provocada por la
bancarrota de Lehman fue infinitamente peor de lo que se preveía: tras intentar
vender la entidad a un banco coreano y a Bank of America, el Gobierno
estadounidense y la cúpula de Lehman iniciaron un interminable romance con el grupo
británico Barclays. Al final, esa boda se fue al traste porque el Tesoro
estadounidense decidió no acudir al rescate con dinero público: en medio de una
crisis, un banco solo suele comprar otro banco si el Gobierno de turno saca la
chequera, como los españoles pudieron comprobar con el Popular. En el caso de
Lehman, hubieran hecho falta apenas 50.000 o 60.000 millones para evitar la
bancarrota, según los cálculos de por aquel entonces de un ejecutivo español de
Lehman que después fue ministro y hasta banquero central europeo.
Pero no: no hubo rescate de Lehman. Por el dichoso riesgo
moral. Porque se suponía que ese banco estaba menos interconectado al sistema
financiero internacional que otras entidades. Y porque seis meses después de
Bear también se suponía (el condicional es casi siempre una pulcra maniobra de
distracción cuanto se trata de bancos) que los mercados "habían tenido
tiempo suficiente para prepararse", según aseguró Bernanke ante el
Congreso de EE UU.
El error de cálculo fue mayúsculo. El mercado se había hecho
a la idea de que nadie iba a quebrar: los inversores creían que los Estados no
iban a permitirlo. Ese relato se hizo añicos con Lehman Brothers. Pero el
citado que cada palo aguante su vela duró apenas unas horas: los rescates volvieron
prácticamente de inmediato. Dio igual; para entonces, la confianza ya se había
deshecho como un azucarillo. El resto es historia: al margen de las
consecuencias en EE UU, la crisis se hizo global con Lehman. El caos no se
limitó a Estados Unidos. Al poco llegaron Fortis, Dexia, Hypo, los bancos
irlandeses, Islandia entera: los Gobiernos, por necesidad, intervinieron de la
única forma posible para minimizar los daños inmediatos garantizando de forma
efectiva todo el riesgo. Los más débiles quebraron. En la eurozona, aún hoy mal
equipada para las crisis, los socios del euro se vieron obligados a rescatar a
media docena de Estados arrastrados por su sistema financiero (salvo en el caso
griego, la única crisis fiscal de campeonato que no fue provocada por la banca
sino por un déficit jupiterino maquillado durante lustros).
La tormenta perfecta duró hasta bien entrado octubre de
2008: hasta que los ministros de Finanzas del G7 y el G20 formularon un
compromiso inequívoco para impedir la quiebra de las instituciones financieras
sistémicas. No más Lehmans, fue la consigna: en última instancia, a pesar del
triunfo de los apóstoles del libre mercado, solo la intervención decisiva y
globalmente coordinada de los Gobiernos y los bancos centrales detuvo el pánico.
A pesar de eso, los paradigmas han cambiado poco o nada en las procelosas aguas
de la política económica: los sintagmas mágicas preferidos por las autoridades
en Europa eran y son austeridad expansiva (sea lo que sea eso) y reformas
estructurales. Los estadounidenses leyeron mejor a Keynes y política fiscal y
fueron más audaces con la política monetaria. Europa sufrió mucho más: el BCE
llegó tarde y Berlín impuso una camisa de fuerza fiscal que ha alargado mucho
la crisis.
Tim Geithner, exsecretario del Tesoro de EE UU, apunta en su
resumen de la Gran Recesión que la incertidumbre "es el corazón de las
crisis financieras". "Y las crisis no acaban sin los Gobiernos
asumiendo los riesgos que los inversores privados no quieren, sacando la
catástrofe de encima de la mesa". Las crisis financieras son crisis de
confianza cuando un país no puede pagar su deuda o un banco no puede devolver
los depósitos en ventanilla. "Cuando el miedo se convierte en pánico, se
acabó", sostiene Geithner; "la única solución, en esos casos, es que
el sector público asuma riesgos". Y eso es lo que hicieron los Gobiernos
(en el G20) y los bancos centrales, especialmente en EE UU.
Estados Unidos aplicó la doctrina Geithner del anterior
párrafo. Pero pese a ese activismo la Gran Recesión se convirtió en un trasunto
de La Metamorfosis de Kafka. Fue una crisis de mil caras: financiera,
económica, social, de deuda, estadounidense, europea, de empleo, política,
migratoria, de todo tipo. Para detenerla, los líderes mundiales prometieron
poco menos que una refundación del capitalismo; la prioridad era embridar el
sistema financiero. Y en este punto es casi obligado acordarse de Philip
Marlowe, el famoso detective de las novelas de Raymond Chandler que, tras
flirtear con una bellísima mujer, llega a un punto en el que se dice a sí
mismo: "El siguiente paso estaba cantado, así que no lo di". No hubo
tal refundación: "El sistema financiero actual es tan peligroso y frágil
como el que llevó a la crisis", asegura Martin Hellwig, del Max Planck
Institute. Rilke admiraba la sutileza del mar, capaz de crear continentes
retirándose. Pero la banca no sabe retirarse, y ni los Gobiernos ni los
supervisores ni los reguladores han conseguido que esa retirada se produzca.
"Todo el edificio intelectual" del libre mercado, las expectativas
racionales y los mercados perfectos "se hundió", reconoció en su día
Alan Greenspan, el todopoderoso expresidente de la Fed.
Y nadie supo ponerle el cascabel al gato: el lobby
financiero (con 2.000 expertos en Washington y casi 1.500 en Bruselas, nada
menos) ha impedido reformar de veras las finanzas. Los rescates eran la
estrategia correcta a corto plazo y la estrategia equivocada a largo plazo:
Estados Unidos y Europa han intentado reforzar los colchones de liquidez y
capital, y han tratado de que la banca pague por sus desmanes, pero el
resultado final es limitado; desesperanzador. No ha habido auténtica reforma:
"El siguiente paso estaba cantado, así que no lo di", que decía
Marlowe.
Lehman, un suministrador de servicios financieros
innecesarios mal gestionado, representa el tipo de negocio que debería fracasar
en una economía de mercado que funcione bien, pero Lehman puede volver a
suceder: "La banca internacional está insuficientemente capitalizada y
excesivamente endeudada. Los banqueros siguen cobrando bonus enormes e
injustificados. Los bancos centrales les siguen otorgando grandes sumas de dinero
a bajos tipos de interés. El contribuyente sigue siendo el accionista de último
recurso de los bancos", denuncia John Kay en El dinero de los demás, un
libro imprescindible en el que justifica "la ira ciudadana contra los
banqueros y los políticos que les han protegido" y vaticina "otra
gran crisis financiera, porque nada ha cambiado".
Y así es: nada (o poco) ha cambiado. Los grandes expertos de
estos tiempos en los que los economistas son tan necesarios –porque, según Raj
Patel, la Gran Recesión "ha sido la forma de enseñarle al mundo un poco de
economía", pero el mundo tampoco parece haber aprendido
demasiado—sostienen que Lehman fue "más una tragedia que una metedura de
pata", apunta Martin Wolf en La gran crisis. El modelo de negocio de
Lehman era exactamente igual que el de la gran banca actual: emplear tan pocos
recursos propios como se pueda; invertir en activos de alto riesgo; prometer
una alta rentabilidad sobre recursos propios no ajustada al riesgo; vincular
los salarios a los beneficios a corto plazo; asegurarse de que el contribuyente
pagará la cuenta en caso de catástrofe; enriquecerse rápidamente y todo lo que
se pueda. Ese es el maravilloso negocio de los banqueros.
La solución parece clara: más capital y recursos propios,
más liquidez, más control de riesgos, más supervisión, mejor regulación. Los
economistas coinciden al respecto. Pero no hay forma de ponerle el dichoso
cascabel al gato: "La capacidad del sistema financiero para generar
complejidad y fragilidad sobrepasa cualquier extremo en cuanto a su alcance,
escala y velocidad. Las explosiones y burbujas son formidables en los buenos
tiempos (excesiva confianza, que termina en créditos y deudas abultadísimos
junto a comportamientos turbios o abiertamente ilegales) e implosiones en los
malos (pánicos, hundimientos del crédito, búsquedas de cabezas de turco). No
creo que haya peligro inminente, pero me siento incómodo: la regulación
financiera no se ha reforzado lo suficiente y la próxima crisis está esperando,
inquietante, en algún lugar", advierte Paul De Grauwe, de la London
School.
Charles Wyplosz, del Graduate Institute, avisa de que
"los bancos, grandes y pequeños, deberían poder quebrar, y sin embargo la
mejoría de la regulación no ha impedido que los bancos sigan metiéndose en líos
hasta extremos insospechados y que los supervisores no sepan qué hacer".
Jean Pisani-Ferry, exasesor de Emmanuel Macron, cree que Lehman "ha
permitido mejorar las reglas más de lo que parece", pero aun así advierte
de que "la increíble expansión del sistema financiero no ha sido domesticada,
la banca sigue atrayendo demasiados recursos y ofreciendo sueldos ridículamente
elevados, y para más inri hay señales más que preocupantes y nadie se da por
aludido".
Algunos de los grandes villanos de estas crisis fueron los
máximos responsables de los bancos involucrados. James Cayne, de Bear Stearns,
era "un ejecutivo indolente y fumador de marihuana que prestaba más
atención al bridge que a su banco" (Y la música paró, genial libro de Alan
Blinder, de Princeton). Y Dick Fuld, el máximo responsable de Lehman, era
"un hombre intensamente competitivo y enjuto, con ojos hundidos y
temperamento inestable" (El valor de actuar, de Bernanke). "Me
despierto cada noche pensado en qué podría haber hecho diferente. ¿Qué podría
haber hecho, qué podría haber dicho? Me he buscado a mí mismo cada noche: miro
atrás en el tiempo, pero pienso que tomé cada una de esas decisiones con la
información que tenía", dijo Fuld en su lacrimógeno testimonio ante el
Comité de Supervisión de la Cámara de Representantes, el 6 de octubre de 2008.
Este humilde redactor retrató a Fuld como un tipo
"arrogante, estúpido y mentecato" en otra de sus libretas, esta vez
en uno de los aquelarres previos a la crisis en Davos. Fuld rompió hace poco un
silencio que ha durado años y, en una conferencia en Manhattan, explicó la
economía no funciona tan bien como los mercados (con Wall Street, de nuevo, en
máximos históricos) parecen sugerir. En ese discurso ante centenares de
banqueros, Fuld no entonó el más mínimo mea culpa; al contrario, vino a decir
que Lehman podía haberse salvado con un poco de colaboración por parte de las
autoridades. Pero dejó un aviso a navegantes: "Sé que nadie quiere
escuchar esto y menos aún si yo lo digo, pero los ricos se están haciendo cada
vez más ricos y, de nuevo, el corazón de la economía está enfermando. Soy un
capitalista incondicional, pero seamos justos: el capitalismo solo funciona si
la riqueza se crea en la parte superior y después se va filtrando hacia abajo.
Si la riqueza no baja, habrá problemas". No, no es Karl Marx. Ni siquiera
Thomas Piketty. Es Dick Fuld, apodado El Gorila, el tipo que cuando llevó a la
quiebra a Lehman Brothers ganaba 17.000 dólares a la hora. Sí, el capitalismo
sin quiebra es como el cristianismo sin infierno; pero esa frase no vale para
gente como Fuld.
Por tipos como Fuld, en algún momento de aquel otoño de hace
10 años la civilización pareció haber llegado a su fin, una vez más. Pero
siempre nos quedará Paul Auster: "Parecía que el mundo estaba a punto de
acabarse, pero no se acabó".
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