Por Aristóbulo de Juan. Ex-director del Banco de España.
El País, 09/09/2018.
Se cumplen en estos días 10 años
del tremendo crack de Lehman Brothers, que conmocionó al mundo, España
incluida. Como ocurrió un año antes con las hipotecas basura, estas crisis se
produjeron en un contexto de exceso de liquidez —que siempre emborracha al
banquero— y de la doctrina de la autorregulación, que llevó a la tolerancia
generalizada. Pero el desencadenante fue la mala gestión de numerosos
banqueros, no desvelada ni corregida por supervisores, auditores y agencias de
rating.
Este aniversario coincide con el
nombramiento de un nuevo tándem para regir el Banco de España en los próximos
seis años. Con tal motivo, he creído oportuno desgranar algunas reflexiones,
centradas en la supervisión de la banca comercial, reflexiones compatibles con
el reconocimiento de la competencia de los nuevos mandos. Pretendo simplemente
ser útil al supervisor, cuyo cometido es muy difícil, pero de gran
responsabilidad pública. Buena parte de las funciones supervisoras del Banco de
España fueron absorbidas por el BCE en 2014, pero aún nos queda una gran tarea.
Además, recordemos que la responsabilidad y el coste de eventuales rescates
siguen recayendo en nuestras cuentas públicas, un grave defecto estructural de
la Unión Bancaria. En todo caso, estas reflexiones van destinadas también al
BCE, que muestra serios errores de enfoque e incluso de ejecución.
Recordemos que, en cualquier
institución, es aconsejable que los nuevos mandos emprendan un camino propio en
los primeros 100 días del nuevo mandato, para así marcar su futura trayectoria.
Y, en el Banco de España puede ser muy relevante asegurar una estrecha
colaboración entre lo macro y lo micro, viendo incluso cómo el Gobernador
participa activamente en la supervisión. Al fin y al cabo, es el responsable de
la institución ante el país.
Una reflexión trascendental es no
perder nunca de vista una evidencia de todos conocida: cuando una entidad tiene
problemas serios los oculta. Y los peores riesgos nunca están reconocidos
contablemente como morosos o problemáticos. Por tanto, salvo que se dé una
evaluación in situ de los activos (no solo de los procedimientos), vía
inspección de los expedientes, las cifras de morosos y provisiones, así como la
validez de los modelos y de las exigencias de capital autoestablecidas, serán
claramente engañosas. El capital y los resultados contables del banco con
problemas serán ficticios y no desencadenarán la remoción de los malos
gestores, instrumento clave de la supervisión. Si la situación de la entidad y
el contexto económico no mejora rápidamente, la tolerancia del supervisor será
suicida, porque el paso del tiempo agrava los problemas hasta que la creciente
iliquidez hace aflorar una insolvencia ocultada durante años como si fuera
repentina.
Un factor de inhibición a evitar
por el supervisor es la idea de que los bancos de otros países de la Eurozona
están peor que nosotros o incluso que gozan de un trato de favor por la unión
bancaria europea. Puede ser cierto, pero no olvidemos que la responsabilidad y
el coste último recae en cada país y el objetivo debe ser conseguir un sistema
financiero robusto, que favorezca la economía y el empleo. Los mercados lo
premiarán.
Otra reflexión importante: en
España se ha producido con la crisis una concentración de entidades en varios
bancos sistémicos. Se trata de un serio riesgo, que no debe estimularse —como
está ocurriendo— sino al contrario. Porque resultan difíciles de gestionar, muy
difíciles de supervisar e imposibles de cerrar, salvo con un coste
desproporcionado con nuestra economía.
Un hecho irrefutable es la
dinámica perversa de los activos improductivos sin provisionar. Porque no
producen ingresos, pero el servicio de los pasivos que los soportan produce
nuevas pérdidas y salidas de liquidez día tras día. Además, tal situación lanza
el mensaje al mercado de que “todo vale”. A este respecto, traigo a colación lo
ocurrido en los últimos meses en España, donde nuestros principales bancos han
procedido a una masiva y simultánea liquidación del grueso de sus activos
improductivos con la consiguiente desconsolidación contable, que permite una
súbita reducción de las exigencias de capital y de las provisiones. Ello,
después de años sin hacerlo y mediante mecanismos complejos, algunos difíciles
de entender. Ello ocurre a instancias del BCE y con modelos muy parecidos entre
sí. Es importante que la segregación del riesgo sea real.
También nos tropezamos con la
práctica en boga de amortizar pérdidas cubriéndolas con ampliaciones de
capital; incluso, a veces, de volumen inferior al agujero. Los flujos de la
ampliación entran en la entidad. Pero, al ser destinados a cubrir pérdidas, el
capital como tal nace muerto a efectos regulatorios.
Por otra parte, no debería
atribuirse “carácter sagrado” a las normas y prácticas internacionales
resultantes de la crisis. Porque resulta que no siempre refuerzan los sistemas,
sino al contrario. Se elevan las exigencias de capital, pero se computan como
tal conceptos onerosos y exigibles, que no constituyen patrimonio. Pensemos
también en los opacos mecanismos de resolución y en su financiación. Pero,
simultáneamente, se diluye la valoración de los activos y las medidas
preventivas, que son sustituidos por conceptos positivos, pero de difícil
control e ineficaces, como sustitutivos de la auténtica supervisión. Me refiero
a la mejora de los procedimientos y de la gobernanza y al llamado “enfoque de
futuro”. ¿Y el presente? Y es que las normas postcrisis parecen centrarse en
cómo lograr un buen “entierro” de las entidades, en lugar de evitarlo. Además,
repito, la responsabilidad permanece en cada país. Por todo ello, el supervisor
nacional debe hacer sentir fuertemente su peso en los foros internacionales y
promover reformas realistas y medidas preventivas, medidas que deben estar
basadas más en los flujos de caja que en las apariencias contables.
Otro factor que puede inhibir al
supervisor es la falsa idea de que la aplicación de medidas rigurosas “resulta
imposible” en la práctica. Ello, por la presunta resistencia de los gobiernos,
de los propios supervisores, de los lobbies o de entidades concretas. Pero no
es así. La experiencia española muestra logros muy relevantes. La experiencia
española muestra logros muy relevantes que parecían imposibles. Evoco aquí los
20 bancos de Rumasa, los seis de Catalana y el Banesto de Mario Conde. Basta
con repasar las hemerotecas: la clave es la existencia o no de voluntad
política en gobiernos y supervisores.
Mención aparte merecen los
auditores externos, que deben trabajar para los accionistas de las entidades y
no para sus gestores. Además, en ellos confían los mercados para sus
decisiones. Durante la crisis, su actuación ha sido en su conjunto
“manifiestamente mejorable”. Con algún caso flagrante. Sus grandes argumentos
eran: “La ley no nos obliga” y “No podemos ir más allá que el supervisor”.
Interesante: la prensa internacional relata no pocos casos de muy duras
sanciones o procedimientos judiciales contra algunas de las grandes compañías,
y no solo en países anglosajones, sino también en países emergentes como India
y Ucrania. Mencionaré aquí el caso de una gran auditora, que, solo después de
35 años auditando a la misma entidad española, acaba respaldando pérdidas, muy
inferiores a las reales. Es cierto que una reciente ley española trata de
resolver este gran tema. Pero no lo consigue. Entre otras cosas porque subsiste
un fuerte oligopolio. La supervisión de las auditoras corresponde al ICAC, pero
el Banco de España y la CNMV deben estimular fuertemente esta supervisión y una
definición inequívoca de la función auditora. Incluso propiciar la imposición
de medidas correctivas, si procede.
Cuando no se evitan los peligros
descritos, se produce una falta de transparencia en el sistema; la cual está en
las antípodas de la buena gobernanza, supuesto sustitutivo de la verdadera
supervisión. Porque la falta de transparencia supone una invitación para
inversores y depositantes a colocar dinero bueno en dinero malo: podemos estar
en el terreno del dolo.
Podría concluir con una última
reflexión que inspira todas las demás. Cuando una institución ha podido cometer
errores y su reputación sufre, puede adoptar dos actitudes alternativas para
fortalecerse. La primera sería continuar en la misma línea del pasado y tratar
de defenderla. Lo cual la llevaría a un creciente deterioro. La buena opción
sería adoptar valientemente una política revisionista de refresco. Así es como
se reforzaría la auctoritas de la institución ante los supervisados y los
mercados y se recuperaría su reputación.
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